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Por ser de nuevo un hombre normal, me detuve a leer los carteles. Un tanto azorado, me enteré de que esa misma tarde pasaban la primera versión de El gran juego cuyos protagonistas eran Françoise Rozay, Fierre Richard Vilm, Charles Vanel. Me comparé con un bibliófilo que por azar encuentra en una librería de mala muerte el precioso libro largamente buscado. Por algún motivo oscuro, o por haberla visto sin que mis amigos la vieran, la película fue, durante años, la muletilla que en nuestras conversaciones yo esgrimía. Si querían de noche arrastrarme al cinematógrafo, petulantemente preguntaba: «¿Van a mostrarme otro Gran juego?». Cuando llegó la nueva versión, lo reconozco, perdí los estribos, me enconé contra una obra que no carecía, posiblemente, de méritos, la denuncié como ejemplo de la decadencia de todo.

La función empezaba a las seis y media. Aunque eran apenas las cinco, tenía ganas de esperar, pues de esa película, recordada como un momento feliz de mi vida, había olvidado gran parte de la trama (dirán algunos que la circunstancia de figurar entre nuestros mejores recuerdos una película cinematográfica arroja sobre la vida una curiosa luz; tienen razón). Mientras dudaba entre quedarme o no, retomé el camino. Enfrenté luego otro cinematógrafo, llamado Myriam, donde exhibían una película que debía de tratar, a juzgar por los cartelones, de gente pobre, de abrigos viejos, de máquinas de coser y de un montepío. Como había recuperado mi buena voluntad de turista, lo examinaba todo y advertí un hecho anómalo: el local tenía dos entradas, la del frente y una lateral, sobre el café contiguo. Me introduje en este último, porque de nuevo me apretaba la sed; me dejé caer en la silla, ante una mesita de mármol y, a la larga, cuando me atendieron, pedí una menta. En la pared de la izquierda se abrió la entrada, sobre la penumbra del cinematógrafo, tapada en parte por un cortinado de raído terciopelo verde. De tanto en tanto ondeaba el cortinado, azotado por el ir y venir de mujeres, por lo general negras, que entraban solas, para volver de allí acompañadas. Junto al mostrador, sobre la pared de la derecha, dos o tres mujeres conversaban con un papagayo, que inopinadamente replicaba con graznidos. Al fondo prolongábase el local en un nítido patio de baldosas anaranjadas, descubierto al cielo, limitado por tres paredes moradas, con estrechas puertas que llevaban, sobre la bandolera, un número. Regadera en mano, entre las mesas de café circulaba muy calladamente un hombre aparentemente jardinero, vestido con un enorme sombrero de paja, un trajecito de dril azul y alpargatas; con fluido de acaroína rebajado regaba los flojos tablones del piso, dejando negro lo que era polvoriento y gris. Francamente, la menta que me sirvieron resultó inferior a las del barco.

Volví a recordar al Inglés Veblen. Yo no lo imaginaba sino en lugares muy civilizados -Nueva York para él configuraba la jungla-, en termas, como Aix-les-Bains o Évian, en Montecarlo, en la Via Veneto de Roma, en el octavo arrondissement de París o en el West End de Londres. De mis palabras nadie infiera que Veblen fuera snob, aunque algo de ello debía tener, pues fingía aborrecimiento, en broma desde luego (no de otro modo se manifiesta, salvo en ejemplares raros, el snobismo), por cuanto se apartaba del canon de sus costumbres. La verdad es que llevó siempre una suerte de doble vida, una de cuyas mitades resulta, si no la atribuimos a un veleidoso snobismo, relativamente inexplicable: mi amigo entendía de gatos y más de una vez lo vi, en increíbles fotografías periodísticas, rodeado de las viejas que lo secundaban en su tarea de jurado de la Real Exposición de Gatos de tal o cual paraje. Esta actividad no contaminaba el resto de su vida; Veblen era un hombre leído, en cuya educación, más que la voluntad, intervino el agrado, conocedor de la rama profana de la arquitectura y de las artes decorativas francesas del siglo xviii, versado en las obras de Watteau, de Boucher y de Fragonard. Según quieren algunos, no carecía de discernimiento para la pintura moderna del mil novecientos veintitantos, que perduró hasta bien entrada la decena del sesenta.

El hombrecito del sombrero de paja había cumplido una vuelta de riego por el salón y ahora descansaba en una silla, junto a una de las mesas. De pronto vi entre sus piernas un gato sentado, gato casero a mi entender, de pelaje blanco en el fondo, con grandes manchas café con leche y negras. Nos miramos con ese gato; tenía la máscara en dos mitades, un ojo en la mitad negra, otro en la blanca. «Esto es un jardín zoológico», me dije. «Un papagayo, un gato, un cisne.» Yo había dicho «un cisne», porque el hombrecito, al sacar el pañuelo para enjugarse la frente, descubrió en el lado izquierdo de la camisa un monograma que representaba aquel animal. «Cuántos recuerdos», murmuré sin comprender nada. Perceptibles, aún indefinidos, agolpábanse recuerdos de toda una época de la juventud. Sí, reflexioné, yo estaba seguro de que Veblen tenía un monograma idéntico. Porque el gato seguía mirándome como si quisiera comunicarme una noticia, bajé los ojos. Cuando los levanté, en la mesa estaba el sombrero de paja, en el hombrecito la cara del Inglés Veblen. Consideré que era extraño encontrar en un individuo la cara de otro. Los azares del viaje me revelaban, quizá, que había varios ejemplares de una misma cara, perdidos por el mundo.

– ¡Hermano! -gritó Veblen, viniendo, los brazos abiertos, a mi encuentro.

– ¡Hermano! -contesté.

Nos abrazamos conmovidos. Tenía olor acre.

Yo lo miraba atónito, inseguro todavía, un poco mareado ante el misterio vertiginoso que ocultaba aquella cara familiar. Identificamos la cara con la persona; ante mí tenía la cara de Veblen, no las otras circunstancias de Veblen. Recapacité: en mi amigo, tales circunstancias -ropa, atildamiento corporal, lugares en que se movía, actitud un poco pedante y petulante- eran los elementos principales de la personalidad. (Cambiadas las circunstancias, algo análogo acaso ocurra con cualquiera.) Había que vernos, dos hombres medio viejones, uno en brazos del otro, a punto de lagrimear. Cuando dije la majadería de que él estaba muy bien, replicó sonriendo:

– Tienes razón, doy envidia, pero te aseguro que me preguntas, con los ojos redondos, qué me ha pasado.

– Y, no es para menos -respondí-. No esperaba encontrarte acá.

– Parece novela ¿no es cierto? ¿Quieres que te diga qué me pasó?

– Naturalmente, Inglés.

– Entonces -continuó-, como en las novelas, me pides una copa y yo te cuento la historia mientras me emborracho.

– ¿Qué quieres? -pregunté, después de llamar al mozo.

– Para mí todo es igual -dijo.

Quedó mirándome. El mozo trajo un vaso y una botella.

– ¿La dejo? -preguntó en su lengua.

– La deja -respondió Veblen.

Tomé la botella entre las manos; la olí por el cuello. Tenía un olor muy alcohólico, que por momentos me pareció dulzón y por momentos amargo; examiné la etiqueta, con un paisaje de montañas nevadas, la luna y una araña en su tela; leí el nombre: Silvaplana.

– ¿Qué es esto? -pregunté.

– Un brebaje que te sirven aquí -contestó-. No te lo recomiendo.

– ¿Pido otra cosa, Inglés!

– Ni soñarlo. Para mí todo es igual -repitió-. El episodio empezó en Évian, hará cuestión de tres años. O un poco antes, en Londres. Por aquel tiempo yo era un hombre afortunado, y Leda me quería. ¿Supiste mi historia con Leda?

– No -dije-. No la supe. Mi respuesta no lo alegró.

– La conocí en Londres, en un baile. Me deslumbré en seguida y, mirando sus largos guantes blancos, le dije (yo no debería contar estas idioteces) que ella era el cisne y era Leda. Rió sin entender. Te aseguro que era la más joven y la más linda de la fiesta. ¿Cómo describirla? Muy correcta e impecable, con graves rulos rubios y ojos azules. Ella misma me reveló algún límite de su perfección: tenía sucias las rodillas. «Cuando las lavo (o cuando me pongo la mejor ropa interior) me persigue la mala suerte con los hombres.» (La verdad es que habló con mayor crudeza.) Era muy alegre. No conocí mujer a quien la vida divirtiera tanto. Digo mal la vida: su vida, sus amores y engaños. No hay duda de que estaba notablemente centrada. No tenía paciencia con los libros, y de lo que se llama cultura no sabía una palabra; pero si te imaginas que era tonta, te equivocas. A mí, por lo menos, me daba veinte vueltas. Entendía su especialidad. Había pensado en el amor, en los amores, en el amor propio de hombres y mujeres, en engaños, en intrigas, en lo que la gente dice y en lo que la gente calla. Te aseguro que oyéndola, yo recordaba a Proust. A los dieciséis años la habían casado con un viejo diplomático austriaco, un hombre culto, astuto y desconfiado, a quien engañaba con entera facilidad. Parece que el hombre creyó que se casaba con una suerte de gatito y desde el principio la trató como amo, pretendió educarla y dirigirla; desde el principio ella procuró conformarlo, sobre todo con engaños. Como los padres pensaban que el marido no era rival para Leda (en esta guerra de sustraerse ella, de sujetarla él) la vigilaban como otros dos maridos celosos. No te imagines que en estos afanes ella perdía la alegría o el afecto por los padres o por el austriaco. Quería a todos, mentía a todos. Era admirable el júbilo con que planeaba sus complicados embustes.

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