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Manresa. Montserrat. Febrero 24. Pasamos por Manresa, una ciudad rodeada de viñedos. Luisita me pide: «Pará frente a ese café». «Vamos a llegar tarde.» «No importa. Quiero tomar un carajillo. Para tonificarme ¿sabes? ¡Quién te dice que lo de Montserrat no resulta cuesta arriba!» «Va a resultar.» Entramos en el café. Por si acaso, yo no hablo; Luisita ordena: «Por favor, dos carajillos». El hombre pregunta: «¿De ron o cognac?». «De cognac.» Nos traen dos tacitas de café a medio llenar, en las que echan un buen chorro de cognac. Estamos en eso cuando, sin poder creerlo (¿ya me emborrachó el carajillo?), veo a Paco Barbieri, que va hacia el mostrador. Me levanto, nos abrazamos. Lo noto cansado, como envejecido, con la cara menos colorada que de costumbre. Me acompaña hasta la mesa. Tal vez porque está cansado o porque Luisita no se esfuerza en retenerlo, se va en seguida. Pensando en voz alta murmuro: «Lamento que se vaya tan pronto». «Yo no», contesta Luisita. «¿Viste cómo está?» «Admito que me pareció algo cansado.» «¿Algo cansado? ¡Está deshecho! El muerto que camina.» «Cruz diablo» le digo. Replica: «Te apuesto lo que quieras que no volvés a verlo. Vivo, se entiende». En el trayecto a Montserrat no abro la boca. Si debo contestar algo, me limito a monosílabos. Luisita no pregunta qué me pasa. Al llegar a Montserrat, dice: «Dejemos el coche aquí». «¿Vamos a subir a pie?» «A pie.» Emprendemos la cuesta, pero muy pronto confiesa que no puede subir un metro más. «Yo tampoco», digo. Por una vez, con Luisita, estamos de acuerdo. Paramos un autocar. En él vamos hasta la cima; un rato después bajamos. Estamos tan cansados que, al pasar por donde dejamos el automóvil, por poco nos olvidamos de pedirle al chofer que pare. En Manresa, Luisita me dice: «Quiero tomar otro carajillo». Cuando entramos en el café ocurre el segundo encuentro con un amigo: Mileo, un compañero de quinto año del colegio Mariano Moreno, que antes de alcanzar la mayoría de edad había montado un taller para fabricar faros de automóviles, lo que provocaba mi admiración. Le pregunto: «¿Seguís copiando los faros Marshall?». «¿Te acordás?» me dice. «Fue un sueño de juventud que no duró mucho. De un día para otro desaparecieron los guardabarros, los estribos, los faros a la vista, y yo me encontré fabricando accesorios para automóviles inexistentes.» Le digo: «¿A que no sabés con quién estuvimos hace un rato? Con Paco Barbieri». «Yo también. ¿Y sabes la brillante idea que tuvo? Subir a pie a Montserrat. Quedó deshecho.» «Aquí hay una conocida mía que tuvo la misma idea» digo, señalando a Luisita. «Por suerte no tardó en pedir la toalla y seguimos la cuesta en autocar.» En cuanto se va Mileo, observa Luisita: «No sé con cuál quedarme. Con el degenerado o con el soñador de accesorios para automóviles en desuso. Lindo muestrario de amigos». Creo que en todo el trayecto a Barcelona no volvimos a hablar.

Río de Janeiro. Marzo 15. Parece que el barco va a recoger mucha carga y que no zarparemos hasta mañana por la mañana. Propongo un paseo a Petrópolis. Margarita quiere ir a la playa de Copa Cabana. Le doy la razón: el baño de mar es agradable y menos cansador que un viaje en auto. Almorzamos en un hotel. Después acompaño a Margarita en sus compras. No sé cómo consigue que tres o cuatro compras le lleven toda la tarde. Puedo decir, nos lleven. Felizmente la convenzo de comer en el barco. Los plantones en diversos negocios me cansaron extraordinariamente. Lo que más deseo es meterme en cama. Para mi desgracia la camarera dio a Margarita una dirección donde esta noche podremos ver una macumba muy interesante. «El artículo auténtico. No esas macumbas para turistas, que todo el mundo ha visto.» Argumento como puedo, pero en vano: le digo que toda macumba es una impostura. Margarita se enoja, me llama cobarde y se aflige por mi falta de curiosidad. Encaro el programa de esta noche ¿por qué negarlo? con la falta de curiosidad más absoluta y con una pereza próxima al miedo. Después de comer en el barco, salimos en taxi en dirección a un barrio llamado Ciudad Vieja: muy pobre, muy poblado. Las casas -la palabra es casuchas- son de madera. Nos detenemos frente a una de piso alto. Subimos la empinada escalera y nos internamos en un estrecho corredor hacia una puerta. Margarita la abre, sin decir «permiso» y entramos en un saloncito redondo. Creo poder afirmar que los que están ahí nos miran con desaprobación. En el centro algunas mujeres bailan, más bien giran y por último caen en medio de convulsiones epilépticas. Muchachas de amplias faldas, con volado, las recogen. Hay un señor, una suerte de jefe, mulato, que viene a ser el sacerdote. No sé por qué, tal vez por nerviosidad, Margarita se tienta de risa. Mujeres furiosas se arremolinan y un hombre insinúa el ademán de sacar un arma. Si el macumbero no nos toma bajo su protección, cualquier cosa puede pasarnos. El hombre nos dice: «Ahora es mejor que se retiren. Si les ofrecen un charuto o una bebida, no acepten. No entren en ningún café. No tomen el primer taxi que vean, sino el que voy a llamar para ustedes». Mientras bajamos los crujientes escalones, Margarita me susurra: «Hay que desconfiar de ese brujo. No esperemos el taxi que llamó. A lo mejor nos quiere secuestrar». Antes de que pueda impedirlo, Margarita cruza corriendo la calle y se mete en un taxi. El taxista cierra la puerta y, haciendo rechinar las gomas, a toda velocidad, se lleva a Margarita, para robarla, para secuestrarla, para violarla o para matarla ¿qué sabe uno? Miro hacia todos lados con desesperación y veo que llega un taxi, seguramente el del candombero. Lo tomo, como puedo explico y emprendemos una carrera tan alocada que me pregunto si el chofer no trata de asustarme para que no advierta que la persecución ya es inútil. No bien formulo ese pensamiento, veo que damos alcance al otro coche, cuyo chofer abre una puerta y de un empujón arroja a Margarita. Faltó poco para que la atropelláramos. La recogemos temblorosa, tumefacta y sollozante. Con gran dificultad persuado al taxista de renunciar a la persecución. «La señora está muy asustada», explico. Debe de estarlo porque al oír esta afirmación no protesta.

A bordo del Pasteur. Marzo 17. Por la tarde. Últimamente el carácter de Emilia empeoró. A su lado padezco un régimen de contrariedades y vejaciones capaz de acabar con la salud de cualquiera. Tengo que dejarla. Se pondrá triste cuando se lo anuncie: de eso estoy seguro; y también de que al ver su tristeza, mi determinación va a debilitarse. Para no volverme atrás, desde el barco, telegrafío a un abogado, el doctor Sívori, y le pido que tramite mi separación.

19 de marzo, a la noche. A bordo del Pasteur. Golfo de Santa Catalina. Mar picado. En piyamas, descalzos, preparamos las valijas. En la de Emilia no caben las cosas compradas en Río y en la tienda de abordo; cuando quiere ponerlas en mi valija, le digo: «Por favor, en la mía no pongas nada. Yo no voy a casa». «¿A dónde vas?» «A un hotel.» «¿Qué me estás diciendo?» «Que no voy a casa.» «¿Por qué?» «Porque me separo. Ya telegrafié al doctor Sívori.» Este anuncio la afecta más de lo que pude prever. Palidece tanto que me alarmo. No pestañea, mantiene los ojos muy abiertos, abre la boca. Antes de que yo pueda evitarlo, se tira a mis pies, los besa y repite ininterrumpidamente: «Nunca volveré a ser mala. Perdón. Nunca volveré a ser mala… Perdón»… Para que se calme, la tomo en brazos y, cuando quiero acordarme, nos acostamos. Después retoma el llanto y el pedido de que la perdone. Me avengo a perdonarla, por último, y a seguir con ella y a telegrafiar a Sívori («Nos reconciliamos»). Emilia me susurra al oído: «Para los que se quieren, no hay nada que no se arregle entre las sábanas». De verla tan contenta me creo feliz.

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