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– ¡No! ¡Es demasiado larga!

Claudio Núñez, dos días después, habló de mi padre con benevolencia:

– Tiene algunas lecturas -dijo- y pasiones muy vivas, bajo su apariencia de grand désabusé. Y la señora de Urdániz, con ese contraste entre los ojos negros y el cabello blanco… Una mujer superior, absolutamente superior. ¡Tan civilizada! Junto a ella, todos parecemos bárbaros. Yo, al menos, descubro con angustia que soy, en estos momentos, un inmigrante en mi propio país. Tu hermano Julio me interesa mucho. No es aficionado a la música… Sin embargo, prefiero que sea un hombre de ciencia y no un artista. En él me gusta que no le guste la música. Eso equilibra la atmósfera de tu casa. Uno se entiende muy bien con las personas de tu familia.

Recordaría estas palabras de Núñez al oír la reflexión opuesta. Cecilia Guzmán me dijo:

– ¡Qué familia la tuya, Delfín! No hay manera de entenderlos.

VII

En el pasado de Cecilia Guzmán existía un señor X., diplomático, que durante mucho tiempo esperó enviudar de un momento a otro y casarse con ella. Hacia 1910, Cecilia vivía algunos meses del año a su lado; los meses restantes se trasladaba a respirar una atmósfera de arte en las pequeñas ciudades italianas, donde el cambio de la moneda era ventajoso para los argentinos, o se sometía a pacientes curas termales.

Yo apenas conozco el pasado de Cecilia. La imagino, sin embargo, fijando en su compañero de mesa, el ministro de una república centroamericana, por ejemplo, la mirada quejosa de sus ojos azules, muy abiertos bajo los párpados rosados, carnosos, mientras éste (acompasadamente) la hacía partícipe de un optimista vaticinio sobre las relaciones internacionales de los países civilizados, o en un entusiasta profesor liberal que le hablaba del último gran congreso socialista de La Haya. Cecilia había estudiado canto; según las ocasiones, ofrecía a su auditorio romanzas de Paolo Tosti, Chaminade, Duparc, Fauré, Reynaldo Hahn. Estaba habituada a los señores de frac, con cintas rojas y amarillas en la solapa, algunos obesos, que le dirigían cumplidos muy ceremoniosos junto al piano, y después, en los jardines, cuando estaban a solas con ella, se permitían familiaridades apenas compatibles con la edad provecta.

Se declaró la guerra del 14 y el señor X. enviudó, se casó. Pero no se casó con Cecilia Guzmán.

Cecilia se fue a casa de María Alberti, una señora italiana, amiga de Isabel, que proyectaba embarcarse para Sudamérica. La entrada de Italia en la guerra sorprendió a las dos mujeres en alta mar. Llegaron a Buenos Aires, se hospedaron en un hotel de la Avenida de Mayo.

Doña María Alberti era parienta del nuncio y dueña de una estancia en el sur de Córdoba. Cecilia la ayudaba a despachar sus cartas y le paseaba al perro, un faldero displicente y gruñón que hizo con ellas la travesía. En Buenos Aires Cecilia reanudó amistad con algunas compañeras de colegio, entre las cuales estaba mi madre, y cantó en dos funciones de beneficencia que se organizaron a favor de los aliados. Mis padres tuvieron el honor de que María Alberti los invitara a comer, en compañía del nuncio. A su vez, Cecilia y María Alberti vinieron a casa.

Cuando esta señora se fue al Brasil, Cecilia dio muestras de inquietud. Su amigo, el diplomático, se negaba a sostenerla. Cecilia hipotecó una casita que tenía en la calle Charcas, gastó el dinero, contrajo nuevas deudas, empezó a frecuentar asiduamente a mi madre.

Yo la encontré en el dormitorio de mi madre, una mañana. Por aquella época Cecilia era una mujer desconocida, con un vestido negro que dejaba trasparentar sus brazos y parte de la espalda. Lloraba; de cuando en cuando interrumpía sus sollozos para aspirar profundamente el aire y sacaba del pecho unos suspiros prolongados que me parecieron muy conmovedores. Estaba recostada en un sofá, con la cabeza echada hacia atrás, largas hebras doradas, desprendidas del pelo revuelto, trazaban líneas refulgentes en la seda del respaldo. Mi madre, en el borde del sofá, la hacía oler un frasco de sales, la consolaba. Ninguna se dignaba mirarme.

Transcurrieron algunos minutos. Yo estaba indeciso entre acercarme a ellas o salir del dormitorio. La mujer desconocida empezaba a serenarse. En un momento dado, sus ojos se encontraron con los míos. No manifestaron ningún asombro. Yo comprendí que había advertido mi presencia -desde el principio.

Se incorporó a medias, estiró el brazo en toda su longitud, me tomó de la mano, y acercó tanto su cara a la mía que pude contemplar mi propio rostro, espejado en las dos manchitas redondas y líquidas de sus pupilas azules. Después, haciéndome a un lado para levantarse:

– Tienes en los ojos ocho reflejos -me dijo-, como los sombreros de copa.

Ahora no puedo circunscribir a Cecilia mi recuerdo, así como entonces me fue imposible no detener exclusivamente en ella mi atención. Las circunstancias que rodearon nuestro primer encuentro, esa mañana, afluyen del olvido, se mezclan con la imagen que guardo en la memoria y comunican a mis impresiones una constante vibratilidad. Pienso en Cecilia y vuelvo a ver el sofá donde estaba recostada, el dormitorio de mi madre, la seda gris de las paredes, el balcón abierto a la calle, los geranios del balcón. Veo a mi madre levantarse, dejar las sales sobre la mesa, y evoco, a pesar mío, este frasco tallado en facetas, conteniendo cubos blancos que nadaban en un líquido ambarino. Mi madre, al moverse, agitaba las mangas de su bata de mañana. Pero la soltura del vestido era aparente. Al cuerpo, aislado de cualquier contacto exterior, se lo adivinaba oprimido por un largo corsé de ballenas que no se quitaba durante todo el día, ni siquiera para descansar un rato después del almuerzo. El género encontraba apoyo en los hombros y en el busto y de allí colgaba, como de una percha, en pliegues abundantes y gratuitos. Su cómoda vestidura de entre casa no le daba la menor comodidad. Y es curioso que la vida de mi madre estuviera llena de pliegues sueltos y lánguidos flotando sobre las ballenas, de gestos espontáneos, atrevidos, que disimulaban un fondo de rigor. No sé si este detalle puede adelantar una idea aproximada de su carácter.

El aspecto de Cecilia era menos recatado. La vi observarme por el espejo mientras se soltaba el cabello. Se llenó la boca de horquillas, las fue hincando concienzudamente en esa mata rubia y ondulosa, que una vez armada pareció de nuevo a punto de deshacerse. Me dieron vergüenza los movimientos de sus brazos, los codos rosados y los pliegues de la espalda, acentuados por la gasa negra. Tuve la sensación de estar fuera del cuarto, de que alguien me hubiera sorprendido mirando por el ojo de la cerradura. Salí precipitadamente.

VIII

Julio ocupaba tres habitaciones, encima del garaje, separadas por el jardín del resto de la casa, pero el jardín había llegado a invadirlas poco a poco: la Santa Rita, la glicina, enroscaban sus troncos a los pilares para caer, desde lo alto, en una profusa lluvia violeta. Algunas tardes, después del almuerzo, yo me sentaba con un libro debajo de las enredaderas. El jardinero podaba las plantas, rastrillaba el césped, acumulaba blandos montones de pétalos; eran esos mismos pétalos cuya frialdad me acarició la nuca. Porque la primavera de 1916 fue muy brillante y risueña. Tantas hojas verdes, tantos matices delicados e insinuantes, el resplandor tibio del sol, el aire transparente, brotaban de una oscura reserva de alegría. Los cielos de octubre me vieron atravesar el jardín llevando una rama de glicina con todas las precauciones posibles, para que sus flores no se deshojaran; llegaba al cuarto de Cecilia, y Cecilia la colocaba en un vaso con agua, sobre el escritorio. Encima del escritorio, junto a una estampa en colores que representaba «Las ruinas de Palmira», se amontonaban pequeños objetos comprados en sus viajes, fotografías de estatuas y cuadros célebres, de políticos, de actrices. Recuerdo la blanca melena de Ferri, las cejas arqueadas, el busto excesivo de Réjane, y recuerdo, asimismo, los bigotes de un caballero que lleva en la cabeza un bicornio con plumas de marabú: era el señor X.

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