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Mientras yo estaba sentado al piano, sin tocar, Julio, de pie, conversaba con Cecilia. Yo no ignoraba que Julio era aficionado a la música, aunque en casa todos creyeran lo contrario, pero ahora no sacrificaba el trabajo nocturno o el descanso a Le devin du village, sino a la charla insustancial de nuestra amiga. ¿O sería porque la música lo inducía a la distracción, al ensueño, a la inercia, le comunicaba una especie de embriaguez a la cual no podía sobreponerse para realizar, acto seguido, un trabajo intelectual? En una ocasión le oí decir que la música era enemiga del pensamiento, y como Isabel protestara, citándole los nombres de algunos sabios e investigadores que encontraban en ella un estímulo para su labor, Julio respondió: «Sí, sobre todo Sherlock Holmes». Al recordar esta frase de Julio, quedé avergonzado. Siempre, pensé, interpreto la conducta ajena de una manera despreciable y busco pretextos para no reconocer mis deudas. En realidad, ha bastado una palabra mía para que Julio modifique radicalmente su actitud. Yo estaba conmovido, pero no era menester llevar las cosas a ese extremo. No quería que Julio, por complacerme, dejara de trabajar. Nunca me arrepentiría bastante de haber formulado un deseo que redundara de cualquier modo en su perjuicio.

Lo miré fijamente. La emoción, la gratitud, el temor, la delicadeza, los más variados sentimientos debieron de leerse en mi rostro, pero Julio (en todo diferente de esos personajes de Balzac que descifran desde la platea, a través de la rápida mirada que les llega desde un palco, el más inesperado y especioso mensaje) continuó conversando con Cecilia, al parecer francamente seducido. No tomaba en cuenta mi expresión. Sin embargo, Julio detestaba la mentira basándose en razones morales y estéticas. Debo añadir que vinculaba el arte a la moral y alguna vez, hablando de música, me explicó el motivo por el cual nos conmueve la belleza. La belleza (desarrolló largamente esta idea) es el signo exterior e invisible de una interior e invisible verdad. De pronto creí comprender: en la disyuntiva de oponerse a mis deseos o a su íntimo sentir, tironeado entre el amor fraternal y el amor a la verdad, Julio había llegado a crearse una verdad ficticia. En ese momento expresaba lo que creía sentir. ¡Estaba mintiéndose a sí mismo! A este proceso concurría el don casi mágico de Julio para leer en el corazón de los hombres y discernir los motivos secretos de sus actos, que hacía extensivo, con inexplicable humildad, a la pobre Cecilia. Pensaba que Cecilia se daría cuenta inmediata de que su entusiasmo por ella era fingido y, para engañarla, no le quedaba otro remedio que engañarse. Recordé su desprecio por el histrionismo. La necesidad de que el artista sea testigo impasible de sus sentimientos -me dijo otra vez- es una paradoja de comediante, apenas eficaz a la equívoca luz de las candilejas. En fin, con ese desprendimiento que va unido a la verdadera riqueza espiritual y que les permite a ciertas naturalezas privilegiadas, al ejercer una constante entrega de sí mismas, no ahogarse en su propia abundancia, mantenerse a flote, sobrevivir, Julio no se contentaba con amoldar su conducta a mis deseos: mis deseos eran sus deseos. Yo nada tenía que agradecerle, pues había olvidado mi ruego en el momento de satisfacerlo. Podía mostrarse amable con sinceridad y generoso con modestia. Me hacía estas reflexiones trasportado de asombro, mientras las palabras de Claudio Núñez llegaban como un rumor despreciable a mis oídos. Julio continuaba conversando con Cecilia. Se alejaron de nosotros, salieron a la terraza, entraron de nuevo. Cecilia reclinó la cabeza en el marco de la puerta, con esa gracia marchita y un poco afectada que ponía en todas sus actitudes. Se quitó del hombro un ramito de flores, lo deshizo, le dio una rosa a Julio. Algunos jazmines cayeron al suelo. En ese momento sorprendí en los ojos de Julio un resplandor irónico. Quizá Cecilia trataba de aproximarnos, quizá le reprochaba a Julio que no se ocupara bastante de su hermano menor. Con el pretexto de recoger los jazmines, caminé hasta ellos.

– ¡Pobre! -decía Cecilia-. Debe sufrir mucho.

– Poco a poco empieza a mover las patas, recobra la vista, al final se cura.

– ¿Cómo puede curarlo el mismo veneno?

– Depende de la dosis. Se le administra por inyección subcutánea o por vía bucal, mezclado a la dieta.

– ¿Y cómo dijo usted que se llamaba el veneno?

– Aconitina.

– Los hombres ¿tienen las mismas reacciones?

– Casi las mismas.

– ¡Qué interesante! Me gustaría visitar ese instituto.

– Puedo llevarla el día que quiera. Yo trabajo en el instituto todas las tardes.

X

Ahora, después de jugar con mi madre una partida de crapette, Julio no manifestaba ninguna prisa en abandonarnos, y yo tuve el placer de triunfar en su presencia muchas noches, en el piano de la sala, con las mismas obras que había estudiado ante su retrato, por las tardes, en el piano del vestíbulo. Debo confesar que Julio, esas noches, parecía un oyente poco entusiasta. Una vez, mientras yo tocaba el cantabile de la Sonata de Liszt, llegó a molestarme el ruido de su confiada respiración. Sentado en una postura bastante incorrecta, con las piernas entreabiertas, las rodillas en alto y los brazos colgantes, se hubiera dicho que dormía. Así lo creyó mi madre. Cuando terminé de tocar, se acercó a Julio por detrás del sillón y lo golpeó discretamente en el hombro. Le hablaba con dulzura, como si fuera un niño:

– Estás cansado, deberías acostarte.

Julio abrió instantáneamente los ojos:

– Hace mucho calor. No puedo trabajar ni dormir.

Comprendí que Julio había cerrado los ojos con el doble propósito de que ninguna impresión visual lo perturbara y de simular una actitud indiferente, que no diera pábulo a los comentarios de la familia. Porque todos seguían creyendo que Julio, en el fondo, no entendía nada de música. A veces yo lo veía conversar con Cecilia en la terraza. De cuando en cuando una ráfaga de aire tibio se mezclaba a la música y hacía llegar hasta nosotros, por las puertas abiertas de par en par, el perfume de los jazmines y la invasión secreta, impaciente, del verano. A veces, escuchaba la voz de mi madre que había subido con el propósito de acostarse y hablaba con ellos desde la galería. Cambiaban frases apacibles:

– ¿Han visto las estrellas? ¡Qué noche! No dan ganas de dormir.

– ¿Por qué no bajas?

– Es demasiado tarde. ¿Isabel no se ha ido?

– Ya se va, ya subiremos todos.

– Es hora. Basta de música.

Otras noches le pedían a Cecilia que cantara. Cecilia disimulaba esos instantes llamativos, penosos, en que la voz humana emerge del silencio, porque tenía una voz que aspiraba al silencio o, mejor dicho, a inmiscuirse en el silencio sin llegar a interrumpirlo. Muchos años después he recordado la calidad sigilosa de su voz cuando estudiaba en el piano ciertas obras modernas: Ondine, por ejemplo, cuyos primeros compases suscitan en nosotros ese curioso espejismo que los psicólogos llaman paramnesia. Desde que se inicia el acorde de la mano derecha nos parece que nunca hemos dejado de escucharlo, y la felicidad que nos invade es, quizá, la felicidad del mismo acorde al sentir que respondemos a su persuasivo, desfalleciente, por fin satisfecho llamado ancestral; o el Concierto en sol mayor, también de Ravel, durante ese momento indiscernible en que entran los violines y el tema del piano, disuelto en un vacío de ondas luminosas, se convierte en el rumor eterno, efímero, que cada hombre lleva dentro de sí, aunque pocas veces lo distinga, y que la humanidad prolonga a través de las edades. Estas digresiones literarias apenas guardan relación, Dios me perdone, con el canto de Cecilia, tan justo, tan equilibrado, con su voz discreta, infalible, que sabía elegir el matiz adecuado a la palabra, a la nota, y cargar de referencias psicológicas, de ideas, de sentimientos, de intenciones, el vehículo impalpable del sonido. Comprendo muy bien que a Julio lo fascinara.

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