III
La mujer que descubría un consuelo en mis tediosos ejercicios musicales se ha convertido, por obra de los años, en esta anciana de cabellos grises, encorvada y feliz. Ahora, en la ternura que siento por mi madre entra una buena dosis de piedad; tanta o más piedad que en esos tiempos ya lejanos, cuando el dolor, al comunicarle cierta espléndida rigidez, parecía avivar en su semblante el último brillo de la juventud. Pienso en la muerte de Julio. Es verdad que Julio, antes de morir, era también la única persona que sacaba a mi madre de su indiferencia.
Vivíamos en una casa de Isabel, en la calle Tucumán. Me complace recordar su frente, con pesadas molduras entre ventana y ventana; los cuartos interiores del piso alto: desde allí se distinguía el gomero del palacio Miró, los ceibos de la plaza Lavalle, y en primer término, bajando los ojos, las rosas, las tumbergias, los laureles de un pequeño jardín. Isabel hizo pintar de blanco los cielos rasos de la casa, sustituir las chimeneas inglesas con otras de fogón profundo, donde podía quemarse leña, y levantar un cuerpo de habitaciones detrás del jardín: el departamento de Julio. Muchas reformas quedaron terminadas cuando ya vivíamos en la calle Tucumán. De pronto, al escribir estas líneas, recuerdo el ir y venir de mi madre, mezclándose a los obreros, empeñada inútilmente en salvar algunas plantas. La pobre mujer miraba con tristeza su jardín reducido de tamaño.
Ah, no puedo hablar fríamente de la casa en que vivíamos. Gravita sobre mí como un personaje de esta historia, no menos esquivo que los otros, y se sustrae a cualquier tentativa de objetivación. Para evocarla necesito escurrirme en ella hasta llegar a sus puntos vulnerables, hasta esos lugares de la casa que menos defensas pueden oponer a mi recuerdo; en cierto sentido me pertenecen: la galería del piso alto, por ejemplo, con sus maderas resecas y carcomidas por el sol; cerca del techo, sobre las ventanas que se abren al jardín, tiene una guarda de rombos azules y grises. Muchas tardes, desde la galería, escuchaba a mi madre hablar con el jardinero; después oía los pasos de Julio, que llegaba de la calle. Entonces, inclinándome un poco tras esa perfumada maraña de jazmines, lo veía avanzar, unirse a ellos. Julio le preguntaba al jardinero por el resultado de una mezcla nueva que preparó para sulfatar los rosales; mi madre consultaba a Julio sobre sus plantas; ese año, el taco de la reina no daba flores amarillas o purpúreas sino anaranjadas, con estrías rojas. ¿Qué opinaba Julio de dos frutales de adorno, ciruelos o cerezos de doble flor, contra el fondo oscuro de la hiedra? ¿Tendrían espacio suficiente para crecer? Después se iba el jardinero; quedaban mi madre y Julio, sentados en un banco. En el interior de la casa se prendían algunas luces que atravesaban el césped con resplandores amarillos. Ellos continuaban hablando. No sé decir de qué hablaban, no podría, tampoco. Cambiaban palabras banales, efímeras, y por eso mismo preciosas, irrecuperables. Las menudas circunstancias del día bastaban para alimentar un diálogo del cual me sentía excluido y que perdura en mí, sobre todo, por el matiz afectuoso de las voces. Los rombos azules y grises de la galería, el perfume de los jazmines, han compartido conmigo esas tardes innumerables, fugaces, en que permanecía de pie, con la mirada fija en los mosaicos y el oído en acecho, hasta que mi madre entraba en la casa y Julio subía a su laboratorio.
Por las mañanas Julio trabajaba en su laboratorio; por las tardes, en un instituto de investigaciones bioquímicas. No era fácil verlo, a no ser durante las comidas. Sin embargo me atrevo a decir que yo lo veía todas las tardes, mientras tocaba el piano. Porque hay otro sitio de la casa que también me pertenece: es el vestíbulo. La luz que llega del cielo atraviesa la claraboya, cae a plomo en las partituras, abiertas sobre el atril del piano, e ilumina un cuadro al óleo, detrás del piano. Es un autorretrato de mi padre, lo sé, lo he sabido siempre, pero no se parece a mi padre. El personaje del cuadro, sentado en una silla blanca, lleva sobre la cabeza un sombrero de paja echado hacia atrás y sostiene en las manos, apoyadas en el bastón, un par de guantes. Al fondo se ven unas hojas verdes, una pared. El cuadro está apenas manchado (la tela rugosa imita la pared, la silla, los guantes) y la pintura sólo adquiere un leve empastamiento al llegar a la cara tensa y bruñida del modelo que no es sino Julio -el único hombre joven de la casa. Un mechón de pelo rubio le cae sobre la frente y los ojos se destacan dorados, muy risueños, entre una confusión de pestañas y cejas parduscas.
¿Cómo ha ido a parar al vestíbulo ese autorretrato que mi padre pintó treinta años antes, cuando tendría, aproximadamente, la edad de Julio?
IV
No me parece oportuno hablar de mis éxitos en este relato. Contaré, sin embargo, que a los trece años me presenté a examinarme en un conservatorio de música, del cual no era alumno regular, y obtuve un primer premio y un diploma. Isabel, para celebrar mi triunfo, me regaló un Érard de concierto. La recuerdo observando con los ojos entornados, en un vago gesto de présbita, el efecto que hacía en el vestíbulo esa larga superficie de caoba. Sube al desván, escoge un cuadro entre los muchos que había y lo hace colocar detrás del piano. Durante esa época yo trabajaba en la Sonata de Liszt. Había emprendido su estudio cediendo a las instancias de mi profesor, y por una de esas puerilidades que no sabemos cómo ni en qué momento han nacido en nuestro espíritu, asociaba esta obra al plano que acababan de obsequiarme y en cierto sentido a todo mi porvenir artístico. Con gran extrañeza de Isabel, había resuelto no abrir el piano nuevo hasta no tocar en él, de manera impecable, la Sonata de Liszt. Era una obra superior a mis fuerzas. Yo analizaba sus dificultades, desarticulando los pasajes más arduos, que repetía hasta el cansancio; aisladamente lograba tocarlos con limpieza, pero cuando quería ensamblarlos con los otros tenía que disminuir la velocidad o escuchar, pálido de rabia, a un intérprete efectista que arrancaba del teclado acordes turbios y hacía falso sobre falso.
– Toma el alegro al movimiento debido y no te ocupes de los falsos -me decía Claudio Núñez, el profesor, en cuya charla persuasiva el francés hacía irrupción de vez en cuando. Sus argumentos eran tan especiosos que parecía burlarse de mí-. ¿Qué importancia tienen los falsos? -continuaba-. Elle a quand même du chic, ta façon de trébucher. Has aprendido a equivocarte, ya eres un verdadero pianista. Eso es todo.
Claudio Núñez había vivido muchos años en Europa, donde fue maestro de algunos concertistas famosos. Durante la guerra del 14 hizo un viaje a Buenos Aires y trajo, entre otras recomendaciones, una carta para Isabel. Isabel me propuso que tomara algunas lecciones con Núñez. Le dijimos a Mlle. Lenoir, mi antigua profesora, que yo pensaba descansar dos meses, y Mlle. Lenoir contribuyó, sin darse cuenta, a que adoptara definitivamente a mí nuevo profesor. Cuando volvió a casa, transcurridos los dos meses, quedó asombrada de mis progresos:
– Delfín -me dijo-, hoy ha tocado usted mejor que nunca. El descanso le ha hecho a usted un bien enorme.
– No es el descanso -exclamó Isabel que presenciaba la escena-. Es Claudio Núñez, un buen profesor.
Mlle. Lenoir me quería mucho; buscó una respuesta, no la encontró. De improviso se fue de la sala. En vano quise detenerla: la vi correr por el jardín, sollozando, hablando sola.
No volvió nunca mas.
– Con esa imbécil -me dijo Isabel por todo comentario- estabas perdiendo lastimosamente el tiempo.
Claudio Núñez había advertido el lado defectuoso de mi ejecución. Como primera medida, me obligó a tocar con el cuerpo suelto, enseñándome esa articulación del codo y el hombro que exigen del brazo una gimnasia que yo, hasta entonces, reservaba a la muñeca y a la mano. De esa manera conseguía imprimir al cuarto y quinto dedos igual intensidad que a los otros. Cuando fraseaba, Núñez me hacía ejercer sobre todos los dedos una presión constante para no perder ningún acento de la melodía. Debo añadir que las lecciones se desarrollaban en una atmósfera de optimismo casi frenético, porque yo aprendía con extrema rapidez todas las recetas de Núñez; de las dificultades, sólo subsistía el placer experimentado en vencerlas. Al poco tiempo yo mismo quedaba deslumbrado por la pureza que lograba obtener en las escalas, la sonoridad en los fortísimos, la simultaneidad en el juego polifónico de notas dobles. Y pensar que resultados tan exquisitos, tan inmateriales, se debían a pequeños trucos relativamente fáciles de aprender, como la vuelta completa de la mano en los arpegios, o el ataque desde cerca en los fortísimos, transmitiendo a los acordes, por intermedio de los hombros, el peso de la parte superior del cuerpo, o el paso del pulgar al índice en las series de terceras. Núñez repetía siempre que había que entrar de lleno en la música y adquirir técnica en la obra misma, ya fuese de Bach o de Chopin, de Beethoven o de Liszt. Poco a poco abandoné la ingrata escuela de Isidoro Philipp, de quien fue discípula Mlle. Lenoir, que «para estar en dedos» recomienda ejercicios antimusicales y fatigosos: había adquirido ese mecanismo que consiste en una adecuación inteligente de los músculos y tendones del brazo y de la mano y que nos permite retener nuestra técnica aunque pasemos varias semanas sin tocar. Se lo debo a un hombre autoritario, flaco, de labios inquietos y mirada recelosa. Al mencionarlo en este capítulo, quiero hacerle constar mi gratitud. Han pasado los años, pero nada hay en él que no recuerde con simpatía. Hasta su versatilidad, su obsecuencia, su falta de escrúpulos; hasta su mal aliento, que por entonces no me hacía demasiada gracia, ya que en sus raptos de fervor, para retribuirme el placer que le causaban mis progresos, tenía la costumbre de oprimirme entre sus brazos y besarme en las mejillas.