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El lector se formará una idea equivocada si cree que mis diálogos con Julio versaban siempre sobre hechos. No niego que a veces partíamos de un detalle material, pero en seguida lo escamoteábamos y ese detalle, simple pretexto, nos llevaba en pujante ascensión hacia regiones más nobles y abstractas. Al evadirnos de la realidad cotidiana, nos encontrábamos, de pronto, en la verdadera realidad. Conseguíamos explicarla, superarla.

Yo hablaba, insisto, con la mayor soltura. Y a veces no dudaba en consultarlo sobre ciertas circunstancias que perdían, al enunciarse, todo carácter escabroso, confesional. Dejaban de ser revelaciones impúdicas. Las obsesiones de los catorce años subían de las zonas penumbrosas de mi alma, llegaban a la superficie, después me abandonaban, y después, todavía después, las sentía flotar a mi alrededor despojadas de su residuo oscuro, venenoso, del maléfico imperio que ejercían sobre mí. En problemas apasionantes que me concernían de una manera puramente intelectual, en perspectivas agudas, esenciales, sobre la naturaleza del hombre y su destino en el mundo, reconocía mis antiguas obsesiones milagrosamente transformadas: no contentas con haberme libertado de una cruel esclavitud, luchaban para ponerse a mis órdenes, para inundarme de optimismo y sabiduría. Continuaban hablando, continúan hablando, la razón y la pasión, el espíritu y la carne, el deber y los instintos, tantas leyes opuestas y elementos irreconciliables que aún coexisten dentro de mí. Pero ya su enconada disputa no me ensordecía, y los escuchaba discurrir uno a uno, con esa tenue lucidez que adquieren nuestras palabras en los sueños felices. Ahora, sin necesidad de acudir a la Sonata en si menor, nuestro diálogo proseguía ininterrumpidamente, límpido, fluido, musical, ceñido a la clara línea melódica que imprime a las dos voces determinado andante de Mozart, o la Romanza en fa de Schumann, o el segundo preludio de Chopin. Y era, por autonomasia, el diálogo entre hermanos: de una fraternidad absoluta, genérica, como sólo puede concebirse entre dos hermanos. Como en la vida, entre dos hermanos, no se puede concebir.

Claro está que ese mismo día, o al día siguiente, yo encontraba un Julio menos comunicativo. En la mesa nos sentábamos el uno frente al otro. Parecía ignorarme. Lo veo almorzar en silencio y levantarse con el último sorbo del café. Besa a mi madre, ya no está en el comedor, oigo sus pasos por el jardín. Al cabo de un momento, vuelvo a oír los mismos pasos. Julio atraviesa el jardín en sentido inverso y sale a la calle, después de haberse despedido de sus ratas.

VI

Las ratas se alojaban en grandes armarios con tapas de alambre tejido. Eran blancas. A menudo, por los intersticios de la malla de alambre asomaban sus gruesas colas rosadas. Periódicamente trasladaban al instituto las ratas de un armario y volvían a llenar los estantes vacíos con otras más pequeñas: crecían con rapidez. Las viajeras eran inmoladas en el instituto, a juzgar por unos cráneos triangulares, de huesitos consistentes, que adornaban la mesa de trabajo. Las ratas me atraían. Me gustaba subir al laboratorio, al caer la noche. Las oía removerse, arañar la madera, chillar. En la penumbra fulguraban bolitas alarmantes de cristal rosado. Una vez se apagaron instantáneamente los ojos de las ratas al tiempo que Julio encendió la luz eléctrica.

– ¿Qué haces aquí? -me preguntó.

Le pedí disculpas; estaba a punto de irme, cuando me dijo:

– No me molestas.

Pasó a su dormitorio y volvió después de un momento, sin saco, con la camisa remangada. Sacaba de los estantes rata por rata y las iba pesando sucesivamente en una balanza. Las ratas lo conocían. Julio se permitía jugar con ellas, entreabrirles la boca con el índice curvado para que en él asentaran sus largos colmillos: nunca lo mordían. Además les preparaba la comida, una pasta blanca que dejaba secar al sol; después de cortarla en panes iguales, la iba repartiendo en los distintos estantes. Esta comida tenía un olor que se adhería a la piel con insidiosa persistencia, el famoso «olor a rata». En vano Julio rociaba sus brazos con agua de colonia, después de jabonarlos bajo el único chorro de la pileta; no bien entraba en el comedor, mi padre -al olfatear el agua de colonia- vaticinaba una inminente peste bubónica que haría estragos en toda la familia. Julio lo dejaba hablar. Una noche, sin embargo, condescendió a responderle:

– Las ratas blancas no son vectores especiales de bubónica; además, lo que pretendes sentir no sería nunca olor a rata, sino a la comida de las ratas, comida, dicho sea de paso, bastante más higiénica que la nuestra: almidón, caseína, sal, aceite de hígado de bacalao y levadura de cerveza. Te noto de mal semblante: deberías ponerte a ese régimen.

Pero Julio, a esa comida, le agregaba agua en abundancia; traían el agua del instituto en damajuanas lacradas, con letreros que decían Avellaneda, Pergamino, San Rafael, Oran, etcétera. Julio estudiaba los efectos nocivos de ciertas sales disueltas en el agua y, en los últimos tiempos, se había declarado adversario del aluminio. Las sales de aluminio ejercían una acción progresivamente tóxica sobre los órganos y los tejidos, lo cual podía demostrarse porque la curva de aumento de las enfermedades cancerosas, de veinte años a la fecha, coincidía con las curvas de producción y difusión de utensilios de aluminio. Esto lo supimos por mi madre, que hizo desterrar de la cocina hasta la última cacerola de tan funesto metal. Mi madre hablaba con ese fervor que ponen las personas cuando explican asuntos que apenas comprenden. Entusiasmada, arrebatada, suplía la indigencia de su vocabulario con una abundante gesticulación. Mi padre la observaba sorprendido; Isabel, sonreía. Entonces, por toda respuesta, mi madre se alejó majestuosamente de la sala, pero volvió instantes después trayendo unas revistas extranjeras en que mencionaban «the very interesting but hazardous researches on vanadium and aluminium that Dr. Julio Heredia, of Buenos Aires, has undertaken»,1 [4] y la comunicación de M. Gabriel Renard a l'Académie des Sciences, donde afirmaba que «sur un certain plan et dans une certaine mesure, les experiences bio-chimiques qu’a faites M. Julio Heredia, le jeune savant argentin, pour démontrer l'influence de l’aluminium dans les maladies des os et de l’intestin, ne manquent peut-être pas d’une importance relative». [5] Recuerdo que Isabel le tomó la revista de las manos y volvió a leer el párrafo, marcado con lápiz azul, subrayando teatralmente los «certains», el «peut-être», «l’importance relative».

Este oblicuo antagonismo entre Isabel y mi madre estaba disimulado por una ostensible acumulación de buenas maneras y atenciones recíprocas. Sin embargo, un observador perspicaz empezaba a notar algo sospechoso en la cortesía vigilante con que se trataban. A veces ellas mismas parecían asombrarse del tono apacible de sus relaciones; entonces, por un sentimiento de solidaridad con el pasado, cambiaban de cuando en cuando una mirada escrutadora, una reticencia, una frase cuya insignificancia contrastaba con el ardor combativo del acento, y recobraban súbitamente la paz al comprobar que aún persistían, profundos, operantes, los viejos rencores que las ligaron de modo tan extraño en otra época.

Isabel comía con nosotros todas las noches. Claudio Núñez nos acompañaba dos veces por semana, cuando me daba lección por la tarde. En la mesa, mi madre y Julio hablaban entre sí, apartados de la conversación general. Una noche Claudio Núñez elogió el cuadro que Isabel había colocado en el vestíbulo. «Es una lástima -le dijo a mi padre- que usted no continuara pintando.» Mi madre intervino:

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[4] «Las muy interesantes pero aventuradas investigaciones sobre el vanadio y el aluminio que ha emprendido el Dr. Julio Heredia, de Buenos Aires.»

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[5] «Bajo cierto aspecto y en cierta medida, los experimentos bioquímicos que ha hecho el Sr. Julio Heredia, el joven sabio argentino, para demostrar la influencia del aluminio en las enfermedades de los huesos y del intestino, no carecen, quizás, de una relativa importancia.»

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