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Vuelvo a la Sonata de Liszt. Pocas obras me han exigido más trabajo. Había llegado a deprimirme, a desconfiar de mis medios, a perder la memoria, mi excelente memoria musical. A veces me sucedían cosas tan inverosímiles como quedar encajado en una tonalidad, prisionero de ella para siempre. Buscaba desesperadamente la modulación, pero no podía pasar del re al si y en el tercer tiempo, al terminar el piú mosso, me encontraba repitiendo el alegro enérgico de la primera parte. Era como si la sonata me hubiera echado un maleficio. Me levantaba del piano.

Núñez se colocaba a cierta distancia y tenía por norma interrumpir la ejecución integral de la lección. Yo le decía, tembloroso, mientras daba una vuelta por la sala:

– Ya ve usted las cosas que me suceden. Es inútil.

Núñez, sonriendo, ensayaba explicaciones psicoanalíticas que tenían la virtud de enfurecerme:

– En el fondo, te atormentaban las octavas del primer alegro; por eso lo has vuelto a tocar: era una orden de tu inconsciente. Y esta vez ha salido mejor. Ya sabes: pulso rígido, mucho antebrazo, e intervención de los hombros.

Al decir estas palabras me golpeaba fuertemente en la espalda, y tomándome del brazo me arrastraba hasta el piano.

Transcurrieron varios días. Aún no me atrevía a tocar la Sonata en el Érard. Una tarde, después del té, encontrándome solo en casa, subí al vestíbulo como si fuera sonámbulo, me senté al piano nuevo y ataqué los primeros compases de la Sonata de Liszt. El sonido, muy poco semejante al del viejo Steinway de la sala, más aterciopelado, más profundo, y a la vez menos estridente, me permitía no retenerme en los fortísimos y lanzar toda mi energía sobre las teclas sin miedo de golpear. Por eso, quizá, olvidé mis aprensiones; cada vez con mayor dominio pasé de un tiempo a otro tiempo; pasé del brío a la elocuencia, de la elocuencia al arrebato, a la fiebre; cedió la fiebre, llegó la dulzura, y de nuevo fue el vértigo, y otra vez la dulzura, el sosiego. En un momento dado me sorprendí en los graves compases del lento final. Había ejecutado la Sonata al movimiento exacto, sin el menor tropiezo. Y entonces pude oír, no precisamente aplausos, pero sí un murmullo de admiración, un aliento. Alguien, conmigo, había escuchado la Sonata. Tuve la certeza de una presencia real. Miré a uno y otro lado: al enfrentarme con el cuadro, encontré en los ojos de Julio ese fulgor de simpatía que sólo iluminaba su rostro cuando hablaba con mi madre. Entonces toqué de nuevo la Sonata, pero empezando por el tercer tiempo, ese cantabile apasionado, confidencial. Y mientras tocaba eché la cabeza hacia atrás, detuve los ojos en los ojos de Julio. Julio sonreía como las personas que han sido sorprendidas en un momento de debilidad y comprenden que ya es inútil continuar fingiendo. Hablaba despacio, y las palabras no alteraban el tono de su voz, una voz blanda, dúctil, que seguía los delicados arabescos del cantabile y me inducía a responder: en un determinado instante, era yo quien hablaba. Y hablaba sin esfuerzo alguno: había tomado la palabra obedeciendo a un impulso tan espontáneo e imperceptible como el de la cromática descendente que le permite a la mano izquierda apoderarse de la melodía, una octava más abajo, y pasar a los altos el acompañamiento. Muchas veces, después de esa tarde, he tocado la Sonata en si menor, y de muchas maneras el cantabile del allegretto y del andante sostenuto se ha dirigido a mí en su lenguaje cifrado. Pero cualquiera que haya sido su mensaje, más o menos prodigioso, más o menos deslumbrador, la felicidad en que estaba sumergido ha sido siempre la misma. Digo felicidad, sí, pero hay en esa felicidad algo melancólico. Lleva consigo la angustia de su propio fin. Nos embriaga… y nos aflige en razón de su vehemencia. Sentimos nostalgias del goce que nos procura, y echamos de menos, anticipadamente, los momentos de gloria que nos permite conocer.

Yo conocí un momento de gloria, esa tarde, cuando Julio me confesó su admiración. No me lo dijo, hasta entonces, para no estimular ese respeto excesivo hacia mi persona que Isabel creaba en la casa. Además, acercarse a mí hubiera significado luchar con Isabel, disputarme a su influencia, vencerla. Y perjudicarme en otro sentido. Habló de «las cosas materiales». Le contesté, un poco ruborizado, que ese talento musical que me reconocía llevaba implícito un absoluto desdén por las cosas materiales. En todo caso, desde ahora renunciaba a cualquier aspiración de esa naturaleza: no tenía otra aspiración que la música o, mejor dicho, que perderme a través de la música en el afecto de Julio y de mi madre. No deseaba poder, honores, riqueza. Por un momento hice mías esas hipotéticas ventajas que podía ofrecerme el destino para sentir, al rechazarlas, el áspero goce de ciertos grandes de la tierra que se consagran furiosamente a Dios, en el fondo de los monasterios. Julio sonreía. Me hizo notar que la música exigía de mí algunos sacrificios, y el primero de todos: sobrellevar a Isabel. «Isabel, le contesté, tiene algunas buenas cualidades.» «Sí, dijo Julio, pero quiere tenerlas todas. Quiere, además, que todos admitan su perfección. Desconfía de cualquier persona que se resista a sus designios o pretenda vivir prescindiendo de ella. Necesita rodearse de esclavos.» «Le gusta la música, insistía yo, es una mujer muy instruida.» Julio, sin desmentirme, señalaba algunos rasgos en el carácter de Isabel que venían a modificar insensiblemente mis palabras: «Es una mujer muy instruida que no desdeña las cosas materiales. A veces, la música otorga renombre, éxito. A Isabel le gusta el éxito. En ocasiones yo la encuentro demasiado inflexible; con la pobre Mlle. Lenoir, por ejemplo.» «Lo hizo por mí, contesté; si aún estudiara con Mlle. Lenoir, no podría tocar la Sonata de Liszt.» En ese momento ejecuté los acordes finales y todavía vibraba en el aire el si profundo de la octava baja, cuando escuché exclamaciones, risas. Me tomaron de la cintura, una mejilla se apoyó contra la mía. Era Isabel.

V

Mi diálogo con el retrato proseguía todas las tardes. Ahora que entre Julio y yo se había roto el hielo definitivamente, teníamos muchas cosas que decirnos. En una ocasión hablamos de nuestro padre y aludimos, de manera velada, a su infidelidad conyugal. Cambiamos algunas reflexiones sobre lo difícil que resulta librarse de la disipación cuando se la ha contraído en la juventud. Yo hice notar que una vejez disoluta me parecía repugnante, hasta por razones estéticas. Justificaba, también, que se ocultaran ciertas cosas cuando no se tiene el valor suficiente para prescindir de ellas. Julio se echó a reír.

No, yo no hacía el elogio de la hipocresía. Pero días antes, hojeando un legajo de expedientes que mi padre trajo consigo para estudiarlos por la noche, había encontrado una carta. Mi padre podía ser más cuidadoso con su correspondencia amorosa -aunque amorosa no era, quizá, el epíteto justo para calificar esa carta; en cambio, el legajo judicial, de cuyas fojas grasientas parecía desprenderse un corrupto olor a mala vida, suciedad y tabaco, era un sitio adecuado para guardarla. En la carta, que llevaba el membrete de un cabaret, una mujer le pedía dinero. Era una aventura ordinaria, venal. «¡Qué pensará mi madre!», exclamé. «Nada, contestó Julio. Ya esas cosas no pueden herirla. Isabel lo sabe.» «¿Por qué mezclas a Isabel?», le pregunté. Entonces, esfumando imperceptiblemente su sonrisa, Julio me hizo comprender que de una acción cualquiera es difícil hacer responsable a una sola persona. Y tantas personas intervenían más o menos directamente en ella, por comisión u omisión, que nadie podía sentirse ajeno a la culpa expuesta así; por momentos, adquiría la textura prolija e intrincada de un tapiz; por momentos, la diafanidad envolvente de una nube. Como notara mi sorpresa, agregó: «No te culpo, por cierto, de que hayan despedido a la pobre Mlle. Lenoir, pero en el caso de nuestro padre ¿supones que recursos tan limitados como los suyos le permitan mantener a una familia, costear nuestra educación y llevar, por añadidura, una vida irregular? Alguien ha hecho posible ese milagro, alguien que no ignora su inconducta y a quien su inconducta complacía, no digo ahora, pero sí en otros tiempos, cuando pudo afligir a tu madre.»

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