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XV

Mi madre entró al laboratorio y se detuvo a pocos pasos de la puerta.

– He venido a despedirme -dijo.

Julio exclamó:

– ¿A despedirte?

– Nos vamos mañana.

Julio la tomó en los brazos, la besó. Mi madre ladeaba la cara para evitar sus caricias, pero él la obligó a sentarse y empezó a decirle que tenía el propósito de verla esa misma noche, que nunca la hubiera dejado partir sin una palabra de adiós. Esta afirmación estaba desmentida por su actitud de la última semana y por su asombro reciente, cuando mi madre le anunció nuestro viaje. Y la repugnancia que yo había sentido un momento antes, se apoderaba nuevamente de mí. Descubría en Julio un aspecto blando, equívoco. ¿Cómo podré expresar la ternura de su acento, las vibraciones ficticias de su voz? Ahí estaba, halagando a mi madre, echando mano de esos recursos inescrupulosos, poco viriles, que son, sin embargo, un índice de virilidad, porque el hombre sólo puede adquirirlos mediante un largo aprendizaje con las mujeres. Mi madre se puso de pie.

– Cuando estemos de vuelta, a principios de abril, no quiero encontrarte en esta casa.

Julio levantó la cabeza; balbuceaba.

– Te pido perdón. Cecilia era tu amiga.

Mi madre lo interrumpió, colérica:

– No me importa que tuvieras amores con Cecilia Eso es asunto de ustedes.

Se había vuelto a sentar, había cruzado los brazos. Yo le veía los dedos largos, nerviosos, con un anillo que conocía perfectamente bien.

– No pensaba que fueras capaz de simular, de calcular. En Delfín, que es hijo mío, un proceder semejante me habría ofendido menos.

Y yo comprendía, al escucharla, que mi madre había subido al laboratorio para convencerse de que existía un Julio a quien su propia conducta había dejado tan ultrajado como a ella. ¿No somos, acaso, las primeras víctimas de nuestros actos? ¿Y qué otra cosa hacemos, al juzgarlos con severidad, sino salir en nuestra defensa? De ahí que haya siempre algo irrisorio en un hombre que pide perdón. Sólo a él le incumbe perdonarse, y el perdón es subsiguiente a esa mirada escrutadora que mide, paso a paso, la distancia que ha debido franquear hasta cometer el hecho que se le imputa. Ahora, fuera de sí mismo, desde la exacta perspectiva que da el alejamiento, añora su ya perdida integridad moral. Es verdad que aún puede recobrarla, dolorosamente.

Reflexionaba en medio de una gran exaltación. Y la exaltación, que me permitía discernir con acuidad mis sentimientos, me descorazonaba ante la idea de formularlos. Entonces, como sucede en esos casos en que parecemos ceder la palabra a un enemigo cuyo único objeto es expresar exactamente lo contrario de lo que sentimos, escuchaba la voz de Julio, más que nunca mi propia voz y, a la vez, tan indiferente, tan ajena a mi estado de ánimo como las ratas que oía removerse en los armarios, arañar las mallas de alambre o golpear con sus gruesas colas los estantes de madera.

– Una vez más, te pido que me perdones.

Y mi madre:

– Pero Julio, no tengo nada que perdonarte. Si deseo que no estés en la casa cuando nosotros volvamos, es porque no quiero verte tal cual eres. En realidad, no me has engañado. Yo misma me he engañado. Desde chico, pensaba que tendrías otros defectos, pero que nunca serías un hipócrita. Gracias a ti, había conseguido librarme de una rebelión constante en que he vivido contra la mentira. Te creía limpio de corazón, leal. Te creía mi hijo. Y ahora descubro, sencillamente, que eres el hijo de Antonio, el sobrino de Isabel. Eres idéntico a Isabel, eres idéntico a los Heredia. Ni siquiera eso, ni siquiera tienes las cualidades de tus defectos. Porque los Heredia, después de todo, comprenderían mis reproches, son sensibles. Tú no comprendes.

Y mi madre pareció aliviada al decir que Julio no tenía ninguna de las cualidades de los Heredia. Por sus ojos pasó una luz de simpatía, casi de ternura, cuando Julio le contestó con las únicas palabras que yo hubiera pronunciado en su lugar:

– Pero entonces ¿qué quieres que haga? ¿Que me mate?

– Adiós -le dijo mi madre-. Haz de cuenta que no te he dicho nada. Quédate tranquilo.

Y todavía, antes de cerrar la puerta, volvió a decir:

– Hasta el mes de abril pueden suceder muchas cosas. Quédate tranquilo.

Julio no se levantó para acompañarla, y se puso a remover el vaso con limón exprimido que había sobre la mesa. Aún quedaba un pedazo de hielo; la cucharilla lo hacía chocar alegremente contra el vidrio. Yo aparecí en ese momento.

Julio me observaba. Poco a poco, el estupor de los primeros segundos fue cediendo ante una furia que iluminaba todo su rostro. Nunca he visto un rostro a tal punto inspirado por la furia. A veces lo tenía muy cerca del mío, y cuando una metralla de insultos, al cegarme, me privaba de su resplandor, con una mano me tomaban del cuello de la camisa y el rostro se acercaba de nuevo. Y a la par que mi abyección, yo sentía su grandeza, su terrible grandeza, su brillo sobrenatural, y le iba dictando, uno tras otro, los mismos insultos que me dirigía. Al fin me tumbaron de un puñetazo en el sillón donde estuvo sentada mi madre. El rostro pareció alejarse. Julio lanzó una carcajada insolente:

– Ahora puedes irte a tocar el piano, y a contárselo a Isabel.

Se aproximó el vaso a los labios, pero vaciló, lo volvió a dejar sobre la mesa y me dio la espalda. Yo me cubría la cara con las manos, gimiendo. Me sentía castigado a la vez que apaciguado, y recuerdo que tuve la sensación de apaciguarme del todo cuando tomé un frasco (lo había observado por entre los dedos, un momento antes, mientras me cubría la cara con las manos), levanté el tapón y eché en el vaso la mitad de su contenido. Después me volví a cubrir la cara, continué gimiendo. Mis sollozos, posiblemente, atrajeron la atención de Julio.

– ¿Todavía estás ahí? -vociferó-. ¡Querrás irte de una vez por todas!

Y me fui, dejándolo entregado a la tarea de pesar sus ratas que se quedaban sobre la mesa, muy tranquilas, esperando turno para subir a la balanza.

Una de estas ratas bajó las escaleras, atravesó el jardín y llegó a la cocina. Cuando subieron a encerrarla en el armario, encontraron a Julio de bruces en el suelo, junto a su mesa de trabajo.

Se había envenenado con una solución de aconitina al diez por ciento.

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