Los matorrales presagiaban la muerte. Recorriendo con Ilir los barrios altos, a lo largo de la frontera que separa la montaña de la ciudad, habíamos observado que tras la franja de ruinas de la últimas casas, abandonadas tiempo atrás, crecían los matojos. Crecían y acechaban como pequeñas bestias burlonas. Toda la ciudad estaba rodeada por ellas. De noche, había llegado a escuchar cómo aullaban. Era un aullido sordo, apenas audible, casi un llanto.
Hacia el norte del barrio pasaba el camino de la fortaleza, que enlazaba los barrios altos con el centro. Esta calzada discurría por encima del tejado de las dos únicas casas del barrio y, en una ocasión, un camión se había precipitado en el patio de la casa del babazoti. A veces ocurría que un borracho se caía sobre nuestro tejado y luego había goteras durante semanas. Pero esto era infrecuente. El camino tenía escasos transeúntes, aunque pasaba por él con frecuencia un solitario desconocido que cantaba bajo la solana, con toda la fuerza de sus pulmones, mientras regresaba del mercado:
A las siete de la tarde
Acudí a tu puerta
Escuché tu voz, Meri,
Decía: me duele la cabeza.
A una tal Meri le dolía siempre la cabeza a las siete de la tarde y se quejaba por ello. Era simple y sin embargo me gustaba mucho la canción. Nadie en nuestro barrio se habría atrevido a cantar una canción así y, si alguien lo hiciera, se abrirían al instante decenas de ventanas; las mujeres y las viejas se golpearían el rostro maldiciendo y finalmente alguna tiraría un cubo de agua al atrevido. Pero aquí la amplitud y la soledad permitían alzar la voz hasta la cima del cielo sin que el espacio inmenso llegara a llenarse. No era casual que el desconocido entonara su canción precisamente al volver la curva y emprender aquel camino. Sin duda le rondaba en la cabeza todo el día, en el mercado, en el café, por las calles de la ciudad y aguardaba impaciente el momento de llegar a aquel lugar perdido para ponerse a cantarla a voz en cuello.
Las tardes en aquel barrio eran particularmente hermosas e incomparables. Cuando escuchaba a la gente desearse las buenas tardes, recordaba de inmediato el patio de la casa del abuelo, donde los gitanos que vivían en el cobertizo tocaban el violín, mientras el babazoti, tumbado en su otomana, chupaba su pipa grande y negra. Hacía ya tiempo que los gitanos no tenían con qué pagar el alquiler y, al parecer, aquellos conciertos en las noches de verano servían para satisfacer en cierto modo la obligación que habían contraído con el abuelo.
– Babazoti, líame también a mí un cigarrillo -le pedía yo con voz suplicante y él, sin decir palabra, liaba un cigarrillo fino, lo encendía y me lo daba. Me sentaba junto a él y aspiraba el humo con enorme placer, sin hacer caso de los gestos amenazadores que me hacían mis tías desde la penumbra.
Imaginaba que no existía felicidad mayor en el mundo que, tras haber comido mucho, mucho, fumar y escuchar a los gitanos mientras tocaban el violín, entornando los ojos como el abuelo.
Cuando crezca, pensaba, compraré una pipa grande y negra que eche humo como una chimenea, me dejaré la barba como el abuelo y me pasaré el día leyendo libros enormes, tumbado en la otomana.
– Babazoti -le decía con voz extasiada, como si estuviera soñando- ¿me enseñarás también a mí el turco?
– Te lo enseñaré -me respondía-. En cuanto crezcas un poco más, te lo enseñaré.
Su voz era gruesa y acariciadora y yo, recostado en su otomana, soñaba con la magia del tabaco y me esforzaba en calcular cuánto me sería dado fumar y cuántos libros me haría falta leer antes de que, después de muchos años, me llegara el momento de la muerte.
Los gruesos librotes estaban allí, en el baúl, apilados, una multitud interminable de signos arábigos que esperaban para llevarme consigo y conducirme a los secretos y a los misterios, pues el camino hacia los secretos sólo lo conocían las letras arábigas, como las hormigas conocen los agujeros y las grietas de la tierra.
– Babazoti, ¿y las hormigas? ¿Puedes leerlas?
Reía plácidamente durante un rato y me acariciaba el cabello claro.
– No, hijo, las hormigas no se leen.
– Y ¿por qué? Cuando se amontonan son igual que las letras turcas.
– Eso parece, pero no es así.
– Pero yo las he visto -protestaba por última vez.
Chupaba entonces el cigarrillo y trataba de imaginar qué sentido tendrían las hormigas si pudieran leerse igual que los libros.
Todo esto me venía a la mente de modo completamente caótico, mientras dejaba atrás la casa del viejo artillero Avdo Babaramo, la única casa que se alzaba en las inmediaciones de la fortaleza, y descendía cuesta abajo entre pedregales por el estrecho camino que había vuelto a salirse de su curso. Retazos de recuerdos, medias frases y palabras, fragmentos de acontecimientos banales se interceptaban unos a otros, se empujaban, se daban tirones de la nariz o de la oreja con una vivacidad que crecía junto con la velocidad de mis pasos.
Allí estaba la casa de Susana. En cuanto supiera que había llegado saldría al camino y merodearía en torno a la casa del babazoti hasta encontrarse conmigo. En su correteo había algo de mariposa y de cigüeña a un tiempo. Era mayor que yo, delgada, de cabellos largos, que siempre se peinaba de modo distinto, y todos decían que era bonita. No había en el barrio ninguna otra muchacha o muchacho además de ella. Por eso Susana esperaba siempre con impaciencia mi llegada. Decía que se aburría mucho con los mayores. Se aburría en casa bordando, se aburría en la fuente y se aburría comiendo. A mediodía, por la tarde e incluso por la mañana. En una palabra, se aburría extraordinariamente. Esta palabra le encantaba y la pronunciaba con un cuidado especial, como si temiera dañarla sin querer con los dientes o la lengua.
Le contaba a Susana toda clase de cosas de las que sucedían en nuestro barrio. Ella lo escuchaba todo alzando las cejas, con toda la concentración de que era capaz. La última vez, cuando le había contado lo de la barba que le había salido a la hija de Checho Kaili, se le salieron los ojos de las órbitas; se mordió el labio dos o tres veces, estuvo a punto de decirme algo, pero se arrepintió; otra vez estuvo a punto de hablar y de nuevo cambió de idea. Después, con el semblante lívido, acercó sus labios a mi oído y me preguntó:
– ¿Sabes palabras feas?
– ¡Tonta del demonio! -le dije.
– Tonto, serás tú -me respondió casi a gritos y se marchó corriendo. Al correr, volvió la cabeza otra vez y desde lejos gritó:
– ¡Tonto!
Por la mañana vino corriendo al patio, puso su brazo delgado y largo en mi hombro y me dijo en voz baja al oído:
– Perdona por haberte insultado ayer. Yo quería contarte un secreto, pero olvidé que eres un chico.
– No necesito tus secretos -le dije-. Tengo la casa llena.
– Ella contuvo la risa a duras penas y volvió a marcharse corriendo, contenta de que poco más o menos nos hubiésemos reconciliado.
Esta vez llegaba a casa del babazoti cargado de noticias terribles y me sentía como una especie de héroe que acaba de atravesar el reino de la magia. Me deleitaba pensando en la sorpresa que les iba a dar a todos con mis relatos, ignorando que en la vieja casa del abuelo me esperaba una sorpresa inquietante: Margarita.
Nada más atravesar el umbral del gran portón del patio, alcé la cabeza sin querer y la vi por primera vez en una de las ventanas de la segunda planta. Nunca había visto una cabeza femenina tan hermosa en casa del abuelo, a la que no podía imaginar más que repleta de tías, letras árabes y comida.
Estaba sentada junto a los tiestos de flores, del todo ajena, ajena hasta el prodigio; ajena y sorprendente como la rosa que se abre de pronto una mañana, sin saber cómo, en una rama llena de espinas.