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– Aqi Kaxahu se ha vestido de ballista -dijo sacudiéndose la harina de las manos-. Lo he visto con mis propios ojos, el muy perro, todo cubierto de correajes y cartucheras.

– ¡Así reviente! -dijo la abuela.

Doña Pino empujó la puerta.

– ¿Cómo es posible? No nos enteramos de lo que pasa -dijo la tía Xemo, que había dormido aquella noche en casa.

– ¿En manos de quién está la ciudad? -preguntó la abuela.

– De nadie -respondió Doña Pino-. Es la hecatombe.

La ciudad estaba en manos de los guerrilleros. Se supo alrededor de las ocho de la mañana, cuando sus patrullas se dejaron ver por todas partes. Los ballistas se habían replegado en el barrio de Dunavat. Las bandas de Isa Toska lo habían hecho en el monasterio de Selim. Los italianos llenaban ambos márgenes de la carretera, la orilla del río y una parte de la explanada del aeropuerto.

Reinaba la calma. La abuela y la tía Xemo tomaban el café matutino.

– Dicen que los guerrilleros van a abrir comedores colectivos -dijo la tía Xemo pensativa.

La abuela calló. Se puso los impertinentes sobre la nariz y miró fuera.

– ¿Qué puerta es ésa que suena con tanto estrépito? -dijo-. Mira a ver. Me parece que es la casa de Nazo.

Lo había adivinado. Sí que estaban llamando a la puerta de Nazo. Eran tres guerrilleros. Uno, el que llamaba, tenía una sola mano: la izquierda. Los otros dos miraban las ventanas. Nazo y su nuera se asomaron.

– ¿La casa de Maksut Gega? -gritó desde abajo el guerrillero.

– ¿Mande usted? -dijo la nuera de Nazo.

– Que salga Maksut en seguida.

– Maksut no está en casa.

– ¿Dónde está?

– Se ha ido a casa de unos primos.

– Abre la puerta. Vamos a hacer un registro.

Salieron un cuarto de hora después. El guerrillero manco extrajo del bolsillo de la chaqueta un pedazo de papel y, juntando las cejas, lo leyó.

Un minuto más tarde llamaron al gran portón de los Karllashe. Al principio no respondió nadie. Volvieron a llamar. Alguien apareció en la ventana.

– ¿La casa de Mak Karllashe?

– Mande usted, señor guerrillero.

– Que salgan Mak Karllashe y su hijo.

La cabeza desapareció de la ventana. Silencio. Dos de los guerrilleros se descolgaron las armas del hombro. El manco volvió a llamar. El portón era de hierro y los golpes resonaban a gran distancia.

Por fin se oyó ruido en el interior. Se oyeron también gemidos, lloros, un grito femenino. La puerta se entreabrió y apareció Mak Karllashe. Alguien le tiraba de la manga. «¡Papá, no salgas, papá!» Salió. Las bolsas que tenía bajo los ojos estaban negras. Su hija lo tenía agarrado por el brazo y no lo soltaba. Su hijo, con unas relucientes botas negras y la cara pálida, completamente pálida, iba detrás. «¡Papá!», gritaba la muchacha aferrándose a su brazo. Alguien lloraba tras la puerta.

– ¿Qué queréis de nosotros? -dijo Mak Karllashe. Su cara alargada se estremecía al ritmo de los sollozos que emitía la muchacha colgada de su brazo.

– Mak Karllashe y su hijo, estáis condenados como enemigos del pueblo -gritó el guerrillero y se descolgó la metralleta del hombro con su única mano.

Tras la puerta estallaron los gritos. «¡Papá!», gritaba la niña, «¡Papá!»

– ¿Quiénes sois vosotros? -dijo Mak Karllashe-. No os conozco.

– El tribunal del pueblo -bramó el guerrillero y alzó la metralleta. La chica volvió a chillar.

– Yo no soy un enemigo; soy un fabricante de pieles; hago zapatos para el pueblo.

El guerrillero se miró las alpargatas destrozadas.

– ¡Lárgate, muchacha! -gritó y enderezó la metralleta. La chica gritó. Tras la puerta volvieron a oírse los alaridos.

– ¡Perro, aparta esta arma! -gritó la muchacha con voz ronca.

– ¡Lárgate, zonal -dijo el guerrillero y la apuntó.

– Espera, Tare -dijo uno de los otros dos y se dispuso a apartar a la muchacha, pero no llegó a tiempo.

– ¡Muerte al comunismo! -gritó Mak Karllashe.

La metralleta tembló en la única mano del guerrillero. Mak Karllashe fue el primero en tambalearse. El guerrillero intentó no alcanzar a la muchacha, pero fue imposible. La chica se estremeció, aferrándose a su padre, como si las balas cosieran a la vez los dos cuerpos. Tras la ráfaga, se sucedió una calma sorda. Los muertos se desplomaron uno sobre el otro. Sus cuerpos se agitaron aún por unos instantes, hasta que parecieron hallar tranquilidad, y entonces, sobre el montón silencioso, se alzaron las botas del hijo de Mak Karllashe, negras y brillantes. Del otro lado de la puerta llegaba un gemido contenido.

– Líame un cigarrillo -dijo a su camarada el guerrillero manco. Su rostro estaba demudado. Se colgaron las armas al hombro y echaron a andar, pero en ese momento el empedrado resonó con unos pasos pesados. Era una patrulla guerrillera. Los tres eran muy altos. Se acercaban. Llevaban suelas claveteadas.

– ¡Muerte al fascismo!

– ¡Libertad para el pueblo!

– ¿Qué ha sucedido? -preguntó el que iba en medio.

– Hemos fusilado a un enemigo del pueblo -dijo el manco.

– ¿Y la orden de arresto? -la voz del guerrillero tenía un tono sumamente grave.

El guerrillero Tare extrajo del bolsillo un papel arrugado.

– De acuerdo -dijo el otro.

La patrulla se dispuso a marcharse, pero en el último instante uno de ellos distinguió los cabellos de la hija de Mak Karllashe.

– Dame ese papel -dijo regresando.

El guerrillero Tare le miró a los ojos. Su única mano, lentamente, muy lentamente, extendió dos dedos hacia el interior del bolsillo pequeño de la chaqueta y extrajo el papel arrugado.

El de la patrulla lo leyó.

– Veo entre ellos a una muchacha -dijo-. ¿Dónde está su nombre?

– Su nombre no está -dijo el guerrillero Tare y su cuello se tensó como si le hubieran golpeado.

– ¿Quién ha disparado?

– Yo.

– ¿Nombre?

– Tare Bonjak.

– Guerrillero Tare Bonjak, entrega tu arma -ordenó el de la patrulla-. Quedas detenido.

El guerrillero Tare bajó la cabeza.

– El arma.

Su mano volvió a moverse. Hizo un movimiento con el hombro para facilitar el desprendimiento de la correa y le tendió la metralleta.

El otro miró a su alrededor. Sus ojos se detuvieron en el patio de la casa abandonada de Xuano.

– Allí -dijo señalando con la mano el patio.

El guerrillero Tare se dirigió donde le ordenaban.

– Vosotros lo mantendréis bajo vigilancia hasta que vengan los camaradas que lo vayan a juzgar -dijo dirigiéndose a los dos compañeros de Tare.

– Sí, de acuerdo.

– ¡Muerte al fascismo!

– ¡Libertad para el pueblo!

El guerrillero arrestado se sentó sobre un montón de piedras y observó los muros de la casa abandonada, que había comenzado a adquirir el aspecto de unas ruinas.

Sus camaradas se mantuvieron a cierta distancia, sin hablar. Se oían los alaridos de las mujeres de los Karllashe. Estaban metiendo los cadáveres en el patio. El detenido volvió a pedir un cigarrillo. Se lo dieron.

Se fumó el cigarrillo y apoyó después la barbilla sobre el puño. Los otros dos miraban en direcciones distintas. Por fin se escucharon pasos en la calle. Llegaron. Eran tres.

El detenido se puso en pie. El juicio sería breve.

– Guerrillero Tare Bonjak, se te acusa de matar a una muchacha. ¿Es verdad?

– Es verdad -dijo él.

– ¿Qué tienes que decir?

– Nada. Soy manco. La mano derecha me la cortaron los enemigos del pueblo. No consigo disparar bien con la izquierda. Los tiros alcanzaron a la chica…

– Está claro.

Conversaron entre sí. Después uno de ellos volvió a hablar:

– Guerrillero Tare Bonjak, se te condena a morir fusilado por mal uso de la violencia revolucionaria…

Silencio. El que había hablado se dirigió con un gesto de la cabeza a los dos camaradas de Tare.

– ¿Ahora? -preguntó uno con la voz quebrada…

– Ahora.

Sus frentes se cubrieron de sudor frío.

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