Entre esas curvas esperaba yo que apareciera Ilir, el otro hijo de Mane Voco, mi más íntimo compañero. En cuanto lo vi venir, bajé a todo correr las escaleras y salí a la calle.
– ¿Vamos al matadero? -dijo Ilir-. No hemos estado nunca.
– ¿Al matadero? ¿Para qué?
– ¿Cómo? Para ver. Ver cómo descuartizan las vacas y las ovejas.
– ¿Qué se puede ver en un matadero? No hay más que ver las carnicerías. Reses colgadas de un gancho, unas patas arriba y otras patas abajo.
– Las carnicerías son otra cosa -dijo Ilir-. En el matadero es distinto. Allí ves cómo las matan. Aquello no es una tienda. ¿Me entiendes? Aquello es el matadero.
La palabra matadero era una de las más utilizadas en los últimos tiempos y con un sentido no muy preciso.
– La semana pasada, a los matarifes se les escapó un toro de las manos y salió corriendo enloquecido -prosiguió Ilir-. Se echaron todos sobre él y lo golpearon con lo que tenían más a mano hasta que el toro cayó por las escaleras y se rompió la crisma. Va allí mucha gente mayor, sólo para mirar.
La verdad es que los lugares donde había alguna cosa interesante que ver en la ciudad se contaban con los dedos de la mano. Dejando aparte el cine, donde acudía la gente poco seria y los niños, quedaban dos lugares donde, con seguridad, podían presenciarse peleas, sobre todo los domingos: el barrio de los gitanos y la plaza tras la mezquita del mercado, donde los descargadores se repartían el dinero. El resto de las peleas eran casuales y surgían en lugares imprevisibles. Además, en los últimos tiempos, muchas de ellas no se desarrollaban tal como prometían los propios contendientes al comienzo de la pendencia. Dos o tres veces había oído murmurar a los espectadores: «Bueno, en nuestra época sí que saltaban chispas», y se marchaban desalentados. Tan sólo los gitanos y sobre todo los descargadores se sacudían sin problemas y ponían en práctica casi todo lo que prometían al comienzo.
El matadero constituía, pues, una nueva diversión, así que no continué oponiéndome.
Mientras subíamos por el empedrado, vimos a Javer y a Maksut, el hijo de Nazo, que bajaban. No cambiaban palabra y parecían enfadados. Nosotros tampoco dijimos nada. El hijo de Nazo tenía los ojos un poco saltones y yo no podía mirarlos sin repulsión. Un día, al oír a una mujer que decía a su vecina dos veces seguidas: «Así se te salten los ojos», me acordé de pronto de los ojos del hijo de Nazo. Después, cada vez que me lo cruzaba por la calle, imaginaba que se le salían los ojos de las órbitas, se le caían al suelo y después, mientras rodaban por el empedrado, yo los pisaba sin querer y los ojos reventaban.
– ¿Qué te pasa? -dijo Ilir-. ¿Por qué pones esa cara?
– Por el hijo de Nazo. Tengo náuseas cuando lo veo.
– A Isa tampoco le gusta -respondió-. Últimamente, en cuanto se menciona su nombre, Isa tuerce la cara, lo mismo que tú ahora.
– ¿De verdad? ¿Así que a Isa también le parece que se le van a saltar los ojos y se le van a caer al suelo?
– ¿Qué dices?
Preferí no continuar.
En nuestra dirección, con una manta sobre los hombros y el hatillo de la comida en la mano, se acercaba Llukan Burgamadhi.
– Eh, Llukan, ¿ya has salido de la cárcel? -le preguntó un transeúnte.
– Salí, salí.
– ¿Cuándo vuelves a entrar?
– Bueno, la cárcel sabe esperar a los hombres…
Desde los tiempos de Turquía, Llukan Burgamadhi había ido decenas de veces a prisión por pequeños delitos. Así lo recordaban todos, bajando por el camino de la cárcel, con la manta marrón y el hatillo a cuestas.
– ¿Ya has salido, Llukan? -le preguntó otro.
– Ya he salido, querido.
– ¿Por qué no dejas la manta en la celda? Al fin y al cabo vas a volver pronto.
Llukan comenzó a soltar maldiciones. Alzaba la voz a medida que se alejaba.
Nos dirigíamos al centro. Las calles estaban repletas de sonidos extraños. Era día de mercado. Los campesinos afluían a la plaza de todas direcciones. Los cascos de los caballos resonaban, resbalaban, arrancaban chispas del empedrado. En las cuestas, los campesinos tiraban de las bridas de sus jamelgos y, uniendo su cuerpo, su sudor y su resuello al de las bestias, los ayudaban a acometer la cuesta con mayor ímpetu.
A ambos lados de la calle, las ventanas de las grandes casas estaban cerradas a cal y canto. Tras ellas, sentadas en mullidos cojines, las mujeres de los agaes se quejaban sin duda en ese instante del olor de los aldeanos que ascendía de la calle, se tapaban las narices con los dedos, palidecían, sentían ganas de vomitar. Opulentas, de rostros blancos y redondos, salían muy raramente por la ciudad. Se decía que estaban sufriendo mucho, pues la frontera con Grecia estaba cerrada y no podían comer anguilas de Yanina, que les sentaban bien para el reumatismo. Aparte de los campesinos, a quienes ellas llamaban siempre «Kicho», sin olvidarse de anteponer a dicho nombre las palabras «con perdón», lo mismo que cuando mencionaban el retrete, se decía que las mortificaba mucho este tiempo en que vivían sentadas en hilera sobre los cojines, sorbiendo interminables tazas de café, esperaban el retorno de la monarquía.
Algunos soldados italianos permanecían en pie ante las carteleras del cine, observando a los viandantes. Los rótulos de las tiendas se alineaban a continuación. Los cacharreros, los barberos, la taberna «Addis Abeba», los albarderos, una pancarta con la palabra «Vinagre», después un cartel que comenzaba con la palabra «ordeno», escrita en gruesos caracteres.
Seguimos caminando. El matadero estaba ya cerca. No se escuchaban balidos de oveja, no había olor a sangre, por ninguna parte aparecía letrero alguno anunciando su proximidad y, no obstante, se sabía que el matadero estaba ya cerca. El silencio del empedrado en los alrededores y una cierta soledad en las esquinas no revelaban sino su creciente proximidad. Comenzamos a subir por una escalera de cemento, una escalera húmeda, pulida, sin la más leve semejanza con las escaleras normales de piedra. Era muy alta y en sus peldaños no se observaba ningún ornamento, ni el más tosco cincelado. Ascendimos con esfuerzo. En lo alto reinaba un silencio sepulcral. Ni voces de hombres, ni berridos de bestias. ¿Qué es lo que hacían allí? Finalmente llegamos. Todo estaba dispuesto. Estaban de pie, con los rostros fríos, indiferentes, y esperaban. Iban bien vestidos, con camisas blancas de cuello duro y corbata. Algunos se cubrían con borsalinas. Uno de ellos llevaba un viejo sombrero de copa. Éste último consultó el reloj.
Oímos un gorgoteo. Un hombre lavaba el suelo con una manguera negra de goma. Otro empujaba el agua con un escobón hacia los canales laterales. Una avalancha fluida se estrelló junto a nuestros pies. Miramos hacia abajo, retrocedimos, pero ya era tarde. El suelo estaba ensangrentado. Era evidente que todo había sucedido antes de nuestra llegada. Sin embargo, los hombres no se movían, lo que significaba que se preparaba una nueva matanza. El agua espumeaba con fuerza sobre los grandes cuajarones de sangre, los arrastraba sobre el piso de cemento y se los llevaba antes de que pudieran solidificarse.
Entonces lo vimos todo. Alrededor había un cobertizo de una sola planta, también de cemento, que circundaba la nave por todas partes. De su techo pendían cientos de ganchos de hierro. Debajo estaban las ovejas y entre ellas los aldeanos vestidos con prendas de lana negra y pellizas igualmente negras, encorvados sobre los lomos de los animales y con las manos fuertemente aferradas a su lana. Ellos esperaban también.
La gente que pasaba el rato mirando no se impacientaba. Dos de ellos habían sacado los rosarios y los manipulaban con morosidad. Nunca había visto sus caras. El del sombrero de copa miró el reloj: al parecer, había llegado el momento. De pronto vimos a los matarifes, vestidos de blanco, con las manos delgadas y enrojecidas. Se situaron en pie junto al caño, justo en el centro del recinto, y cuando los aldeanos comenzaron a empujar sus reses hacia ellos desde los habitáculos laterales, ni siquiera se movieron. Nos pareció escuchar un fragor apagado, provocado por los miles de pezuñas que rozaban suavemente el suelo. El fragor era hondo, rítmico y se prolongó largamente. Cuando las hileras de ganado llegaron junto al caño, donde esperaban los matarifes, vimos relumbrar de pronto los cuchillos en sus manos. Comenzaba.