Para ser exactos, la inmensa mayoría lo comprenden y me aprecian. Una minoría venenosa, sin embargo, son unos chismosos que creen todo lo que oyen acerca de mí y que adornan todos los chismes con la probidad satisfecha de los espectadores de un juicio a las brujas de Salem.
Si aquellos dos jóvenes eran de este último tipo, debieron de sentirse chasqueados al ver que yo parecía tan normal. No vieron un rostro con la palidez de la tumba. Ni unos ojos inyectados en sangre. Ni unos colmillos largos. Ni siquiera tenía un bocadillo de arañas y gusanos. Qué decepción.
Las ruedas de la camilla crujieron cuando los auxiliares salieron con el cuerpo. Una vez cerrada la puerta, seguí oyendo cómo se alejaba el chirrido- chirrido-chirrido .
Solo en la habitación, a la luz de las velas, saque el maletín de mi padre del armarito. Sólo contenía las ropas que había llevado cuando entró por última vez en el hospital.
En la repisa de la mesilla de noche estaba su reloj, la cartera y cuatro libros de bolsillo. Los metí en la maleta.
Me puse en el bolsillo el encendedor de butano y dejé allí las velas. No deseaba volver a oler a árbol de la cera nunca más. Ese aroma tenía ahora unas connotaciones intolerables para mí.
Reuní las pocas pertenencias de mi padre con tal rapidez que me admiró mi autocontrol.
Lo cierto es que su pérdida me había dejado atontado. Apagué las velas apretando las llamas entre el pulgar y el dedo índice y no sentí el calor o el olor de la cera chamuscada.
Cuando salí al corredor con la maleta, una enfermera apagó los paneles fluorescentes del techo. Caminé directamente hacia las escaleras que antes había subido.
No podía utilizar los ascensores porque las luces que tenían en el techo no se podían apagar independientemente de sus mecanismos de elevación. Durante el breve descenso desde la tercera planta, la loción contra el sol sería suficiente protección, sin embargo, no estaba preparado para correr el riesgo de quedarme atascado entre dos plantas durante un largo espacio de tiempo.
Sin acordarme de ponerme las gafas, baje rápidamente las escaleras iluminadas por una luz mortecina y, ante mi sorpresa, no me detuve en la planta baja. Llevado por una sensación compulsiva que no comprendí inmediatamente, continué bajando a mayor velocidad que antes, con la maleta golpeándome la pierna, hasta que llegue al sótano, a donde habían llevado a mi padre.
El aturdimiento se transformo en un escalofrío. Moviéndose en espiral hacia fuera desde aquel temblor helado, me atravesaron una serie de estremecimientos.
De repente me dominó la seguridad de que había sido despojado del cuerpo de mi padre sin cumplir un encargo solemne, aunque en ese momento era incapaz de recordar qué era lo que debía hacer.
Mi corazón latía con tanta fuerza que podía oírlo como el toque de tambor de un cortejo funerario que se fuera aproximando, pero a paso ligero. Mi garganta entumecida quedó medio cerrada y conseguí tragar la repentina afluencia de saliva haciendo un esfuerzo.
Al fondo de la escalera había una puerta de acero bajo el signo rojo de salida de emergencia. Un poco confundido me detuve y dudé con una mano en la barra de apertura.
Entonces recordé la obligación que había estado a punto de olvidar. Mi padre, romántico hasta el final, había querido que lo incineraran con su fotografía preferida de mi madre, y me había encargado que me asegurara que la llevaba con él al depósito. La fotografía estaba dentro de la cartera. Y la cartera dentro a su vez de la maleta que yo llevaba.
Abrí la puerta con decisión y entré en un corredor del sótano. Las paredes estaban pintadas de un blanco brillante. Desde los difusores parabólicos plateados del techo, torrentes de luz fluorescente se esparcían por el corredor.
Debería de haberme detenido, no atravesar aquella puerta o, al menos, debería de haber buscado el interruptor de la luz. Pero en lugar de hacerlo, me lancé precipitadamente hacia delante, la pesada puerta se cerró con un suspiro a mis espaldas, mantuve gacha la cabeza y estimé que la crema antisolar y la visera de la gorra eran suficientes para protegerme la cara.
Me metí la mano izquierda en el bolsillo de la chaqueta. Quedó expuesta a la luz la mano derecha que agarraba el asa de la maleta.
Aquella cantidad de luz bombardeándome durante el trayecto de un centenar de pasos por el corredor no sería suficiente, en si misma, para disparar un torrente de canceres de piel o tumores en los ojos. Era plenamente consciente, sin embargo, que el daño que iba a sufrir el ADN en las células de mi piel era acumulativo porque mi cuerpo no podía repararlo. Un minuto exacto de exposición diaria durante dos meses tendría el mismo efecto catastrófico que una hora seguida abrasándome en una sesión suicida a merced del sol.
Mis padres me habían inculcado, desde la infancia, que las consecuencias de un solo acto irresponsable, por insignificante o hasta mínimo que pudiera parecer, traería consigo aquellos horrores inevitables como consecuencia de la lógica irresponsabilidad.
Aunque caminaba con la cabeza inclinada y la visera de la gorra bloqueaba la visión directa de los paneles fluorescentes, no tenía protección contra la claridad que se reflejaba de las paredes blancas. Debería de haberme puesto las gafas de sol, pero estaba tan solo a unos segundos del final del pasillo.
El pavimento de vinilo jaspeado en gris y rojo parecía carne cruda de varios días. Me sobrevino un ligero mareo, provocado por la pésima forma de las baldosas y por el terrible fulgor.
Dejé atrás el almacén y las salas de máquinas.
Tuve la impresión de que el sótano estaba desierto.
La puerta del corredor en uno de los extremos se transformó en la puerta del próximo final. Entré en un pequeño garaje subterráneo.
No se trataba del aparcamiento público, ese se encontraba en la planta de encima.
Allí solo había una camioneta de reparto con el nombre del hospital a un lado y una ambulancia.
A mayor distancia estaba aparcado un Cadillac negro, el coche de la funeraria de Kirk. Me alivio observar que Sandy Kirk todavía no había recogido el cuerpo y se había marchado. Todavía tenía tiempo de poner la foto de mi madre entre las manos cruzadas de mi padre.
Aparcada junto al reluciente coche fúnebre había una camioneta Ford parecida a las ambulancias aunque no llevaba los faros de emergencia. Tanto el coche como la camioneta estaban frente a mí, junto a la gran puerta abatible, que permanecía abierta.
El espacio restante estaba vacío, así los camiones de reparto podían entrar y descargar la comida, las sábanas, los suministros médicos hasta el ascensor de carga. En ese momento no se estaba haciendo ninguna entrega.
Aquí las paredes no estaban pintadas y los fluorescentes fijos en el techo eran más tenues y estaban más separados que los del corredor que acababa de abandonar. De todas formas no era un lugar resguardado para mí, así es que me dirigí rápidamente hacia el coche fúnebre y la camioneta blanca.
El extremo del sótano situado inmediatamente a la izquierda de la puerta abatible del garaje y más allá de los dos vehículos aparcados, estaba ocupado por un cuarto que yo conocía muy bien. Era la cámara frigorífica, donde se mantenía al fallecido hasta que era transportado al depósito de cadáveres.
Una terrible noche de enero de hacía dos años, habíamos velado el cuerpo de mi madre mi padre y yo, a la luz de las velas y soportando el frío intenso durante más de media hora. No pudimos soportar dejarla allí sola.
Aquella noche papá la hubiera acompañado desde el hospital al depósito de cadáveres y de allí al horno incinerador, si no hubiera sido porque se sintió incapaz de dejarme solo. Un poeta y una científica, pero almas gemelas.
La sacaron del escenario del accidente y se la llevaron en una ambulancia directamente al quirófano de urgencias. Murió tres minutos después de haberla instalado en la mesa de operaciones, sin recuperar el conocimiento, antes de que pudieran determinar la gravedad de sus heridas.
La puerta de aislamiento de la cámara frigorífica estaba abierta y cuando me aproximaba a ella, oí a unos hombres discutiendo en el interior. A pesar de su enfado, hablaban en voz baja; una nota de emoción muy alterada rivalizaba con un tono de intensidad y secreto.
La cautela, más que la disputa, me hizo detenerme justo antes de llegar al umbral de la puerta. A pesar de la mortífera luz fluorescente, me detuve un instante lleno de indecisión.
Del otro lado de la puerta llegó una voz que reconocí.
– ¿Quién es el tipo que meteré en el horno crematorio? -dijo Sandy Kirk.
– Nadie. Un vagabundo -repuso otro hombre.
– Deberías de haberlo traído a mi casa y no aquí -protestó Sandy-. ¿Qué pasa si lo reconocen?
Habló entonces un tercero, cuya voz reconocí como la de uno de los auxiliares que recogieron el cuerpo de mi padre de la habitación de la planta de arriba:
– ¿Por Dios, podemos continuar?
De repente comprendí que sería peligroso que me descubrieran y dejé la maleta contra la pared, para tener libres las dos manos.
Apareció un hombre en el umbral, pero no me vio porque estaba de espaldas a la puerta, empujando una camilla.
El coche fúnebre estaba a dos metros y medio de distancia. Para no ser descubierto, me dirigí hacia él y me agazapé en la puerta trasera, por la que cargaban a los cadáveres.
Saqué un poco la cabeza por encima del guardabarros y observé la entrada a la cámara frigorífica. El hombre que en ese momento salía de la habitación era un desconocido: próximo a la treintena, de alrededor de 1,80 de estatura, constitución maciza, con un cuello grueso y la cabeza rapada. Llevaba zapatos de trabajo, téjanos, una camisa de franela roja y un arete con una perla.
Una vez cruzó el umbral de la puerta con la camilla, la hizo girar hacia el coche funerario, que ya estaba dispuesto para hacerla entrar.
Encima de la camilla había un cadáver dentro de una bolsa de plástico opaco con cierre de cremallera. Hacía dos años, mi madre fue trasladada a la funeraria desde la cámara frigorífica en una bolsa similar.
Sandy Kirk siguió a aquel extraño cabeza rapada hasta el garaje y sujetó la camilla con una mano.
– ¿Qué pasa si lo reconocen? -preguntó otra vez, bloqueando una de las ruedas con el pie izquierdo.
El calvo frunció el entrecejo e irguió la cabeza. Brilló la perla que llevaba en el lóbulo de la oreja.
– Ya te he dicho que era un vagabundo. Todas sus pertenencias están en su mochila.
– ¿De verdad?
– Si desaparece, ¿quién se va a dar cuenta o se va a preocupar?