– Hola, Snowman -dijo.
– ¿Donde estas?
– A cinco minutos.
– ¿Has cerrado las ventanillas?
– ¿Que?
– Por el amor de Cristo, ¿has cerrado las ventanillas?
– Ahora si -repuso después de un momento de vacilación.
– No te detengas por nada. Por nada. Ni siquiera si encuentras a un amigo o un poli. Especialmente un poli.
– ¿Y si atropello a una viejecita?
– No será una viejecita. Solo lo parecerá.
– Estas espantoso, Snowman.
– Yo no. El resto del mundo. Escucha, quiero que permanezcas al teléfono hasta que estés frente a la casa.
– Explorer a torre de control la niebla casi ha desaparecido. No me subestimes.
– No te subestimo. Eres tu quien lo hace. Estoy inquieto.
– Ya lo he notado.
– Necesito oír tu voz. Hasta que estés en casa, necesito oír tu voz.
– Suave como la bahía -dijo, intentando animarme un poco.
La tuve al teléfono hasta que metió el coche en el cobertizo y apagó el motor.
Con sol o sin sol, quise salir y estar a su lado cuando abriera la puerta del coche. Quería estar a su lado con la Glock en la mano mientras se acercaba al porche trasero de la casa, que era la entrada que siempre utilizaba.
Me pareció que había pasado una hora hasta que oí sus pasos en el porche, entre las mesas llenas de hierbas embotelladas.
Cuando entró por la puerta abierta yo estaba bajo la brillante luz de la mañana que iluminaba la cocina. La cogí entre mis brazos, cerré la puerta de golpe tras ella y la apreté tan fuerte que por un momento ninguno de los dos pudo respirar. Luego la bese, era tan calida, tan real, tan real y gloriosa, tan gloriosa y tan viva.
No importaba lo fuerte que la abrazara, la dulzura de sus besos. Todavía persistía el presentimiento de que iba a sufrir terribles pérdidas.