– Querías hablar -le dijo Roosevelt a Orson - Viniste aquí para hablar, pero sospecho que no confías en mi.
Orson bajó la cabeza y clavó la mirada en las galletas.
– Hace dos años sospechaste que quizá yo podía estar implicado con los de Wyvern y decidiste comportarte como un perrito hasta estar seguro.
Orson olisqueó las galletas, volvió a lamer la mesa a su alrededor, como si no fuera consciente de que le estaban hablando.
– Esos nuevos gatos proceden de Wyvern. Algunos son primera generación, los prófugos originales, y otros segundas generaciones que han nacido en libertad -dijo Roosevelt volviendo a centrar en mí su atención.
– ¿Animales de laboratorio? -inquirí.
– La primera generación si lo eran. Ellos y su prole son diferentes de los otros gatos. Diferentes en muchas cosas.
– Son más inteligentes -añadí recordando el comportamiento de los monos.
– Sabes más de lo que creía.
– Ha sido una noche muy activa ¿Hasta que punto son inteligentes?
– No sé cómo calibrarlo -repuso evasivo- Pero son más inteligentes y diferentes también.
– ¿Por qué? ¿Qué les hicieron?
– Lo ignoro -contesto.
– ¿Cómo consiguieron liberarse?
– Eso me pregunto yo también.
– ¿Por que no los han capturado?
– Me estás dando la paliza.
– No se ofenda, pero miente muy mal.
– Siempre me ha pasado -contestó Roosevelt sonriendo- Oye, hijo, yo tampoco lo se todo. Sólo lo que los animales me cuentan. Y a ti no te conviene saber demasiado. Cuanto más sepas, cuanto más quieras saber… ya tienes bastante con preocuparte de tu perro y tus amigos.
– Suena a amenaza -dije sin animosidad.
Cuando alzó sus inmensos hombros se creó una corriente de aire.
– Si piensas que he cooperado con ellos en Wyvern, entonces es una amenaza. Si crees que soy tu amigo, entonces es una advertencia.
Aunque deseaba creer a Roosevelt, compartía las dudas de Orson. Me resultaba difícil creer que ese hombre fuera capaz de una traición. Pero estaba en el lado fantástico del espejo mágico, y creía que el rostro verdadero era el rostro falso.
Nervioso por la cafeína, pero con deseos de ingerir más, acerqué la taza a la cafetera y la volví a llenar.
– Lo que puedo decirte -dijo Roosevelt- es que al parecer hay perros y gatos procedentes de Fort Wyvern.
– Orson no es de Wyvern.
– ¿De dónde salió?
Apoyé la espalda en la nevera y sorbí un poco de café caliente. -Nos lo dio un colega de mi madre. Su perra había tenido cachorros y necesitaban encontrar casas para ellos.
– ¿Uno de los colegas de tu madre en la universidad?
– Sí. Un profesor de Ashdon.
Roosevelt se me quedó mirando en silencio mientras una terrible sombra de piedad le atravesaba la cara.
– ¿Que? -pregunté, la nota de temblor en mi voz no me gusto.
Abrió la boca para hablar, pero luego se lo pensó mejor y continuó en silencio. De repente fue como si quisiera evitar mis ojos. Él y Orson se concentraron en las malditas galletas.
Al gato no le interesaban las galletas. Me observaba.
Si un gato de oro puro y ojos de diamante, permaneciendo en silenciosa guardia durante milenios en la cámara sagrada de una pirámide bajo un mar de arena, hubiera recuperado la vida de repente ante mis ojos, no hubiera parecido más misterioso que ese gato con su mirada fija y antigua.
– ¿No creerás que Orson procede de Wyvern? ¿Por qué le iba a mentir a mi madre uno de sus colegas? -le pregunté a Roosevelt.
Sacudió la cabeza, como si no lo supiera, pero lo sabía muy bien.
Me desorientaba aquella fluctuación entre revelaciones y secretos. No comprendía su juego, no podía captar por qué se comportaba amigablemente y un instante después se negaba a hablar.
Bajo la jeroglífica mirada del gato gris, a la luz temblorosa de las velas, con el aire húmedo más denso por un misterio tan palpable como el incienso, dije:
– Lo que necesita para completar su actuación es una bola de cristal, unos pendientes de aro de plata, un pañuelo de gitano en la cabeza y acento rumano.
Mis palabras no le provocaron una explosión de indignación.
Volví a mi silla ante la mesa e intente utilizar lo poco que sabía para hacerle creer que sabía más de lo que en realidad conocía. A lo mejor se abría más si pensaba que algunos de sus secretos no eran tales.
– En los laboratorios de Wyvern no solo había gatos y perros. Había monos.
Roosevelt no replicó y siguió evitando mi mirada.
– ¿Sabe algo de los monos? -pregunté.
– No -repuso, pero apartó la mirada de las galletas y la dirigió al monitor de la cámara de seguridad.
– Creo que debido a los monos soltó amarras hace tres meses.
Se dio cuenta de que se había delatado al mirar hacia el monitor cuando yo mencione a los monos y volvió a centrar su atención en las galletas.
Solo había disponibles cien amarres en aguas de la bahía, en la dársena para embarcaciones menores, y casi eran tan apreciados como los del muelle, aunque existía el inconveniente de tener que trasladar arriba y abajo la embarcación amarrada. Roosevelt había subarrendado un espacio a Dieter Gessel, un pescador cuyo palangrero estaba amarrado en la punta norte con el resto de la flota de pesca, pero que tenía un trasto de bote en el amarre para el día que se retirara y comprara una embarcación de recreo. Se rumoreaba que Roosevelt estaba pagando cinco veces más de lo que le costaba el arriendo a Dieter.
Hasta entonces nunca me lo había cuestionado porque no era asunto mío.
– Todas las noches saca el Nostromo del amarre y duerme allí. Todas las noches sin falta, excepto esta noche, porque me estaba esperando. La gente cree que va a comprar otra embarcación, más pequeña y más rápida, una embarcación de recreo. Cuando empezó a salir todas las noches a dormir abajo, en la litera, la gente pensaba: «Bueno, está bien, el viejo Roosevelt es un poco excéntrico, habla con los animales, por qué no».
Siguió en silencio.
Él y Orson aparentaban una fascinación tal por aquellas tres galletas, que podía casi imaginármelos rompiendo la disciplina y agarrando las golosinas.
– Ahora ya sé por qué se va a dormir allí. Se imagina que está a salvo. Quizá porque los monos no nadan bien, o al menos no les divierte hacerlo.
– Muy bien, chico, aunque no quieras hablar conmigo, puedes coger tus bocaditos -dijo, como si no me hubiera oído.
Orson arriesgó un intercambio de miradas con su inquisidor, buscando una confirmación.
– Adelante -le urgió Roosevelt.
Orson me lanzó una mirada vacilante, como preguntándome si creía que el permiso de Roosevelt era un truco.
– Él es el anfitrión -dije.
El perro agarró la primera galleta y la masticó con expresión de felicidad.
Finalmente fui el centro de su atención y con esa irritante expresión de piedad en el rostro y en los ojos, Roosevelt dijo:
– Las personas que están detrás del proyecto de Wyvern… quizá tuvieran buenas intenciones al principio. Al menos algunas de ellas. Creo que podían haber obtenido algo bueno de su trabajo -alargó la mano hacia el gato, que se relajó bajo su caricia, pero no apartó de mí sus brillantes ojos- Aunque en todo este asunto existe un lado oscuro. Un lado muy oscuro. Según me han contado, los monos son sólo una manifestación de este lado.
– ¿Sólo uno?
Roosevelt clavó en mí su mirada durante un buen rato, en silencio, mientras Orson se comía la segunda galleta, cuando al fin dijo algo, lo hizo con una voz muy suave.
– En esos laboratorios había algo más que gatos, perros y monos.
Ignoraba lo que había querido decir.
– Sospecho que no se refiere a cerdos de Guinea o a ratones blancos.
Desvió la mirada y se concentro en algo que estaba más allá de la cabina de la embarcación.
– Habrá muchos cambios.
– Se dice que el cambio es bueno.
– Algunas veces.
Cuando Orson se hubo comido la tercera galleta, Roosevelt se levantó de la silla. Cogió al gato, lo apretó contra el pecho, lo acarició con suavidad, parecía considerar si yo necesitaba -o debía- saber más .
Cuando finalmente volvió a tomar la palabra, lo hizo otra vez con aquel tono misterioso.
– Estoy cansado, hijo. Debería estar en la cama hace horas. Pero quería avisarte que tus amigos estaban en peligro si seguías adelante.
– El gato le pidió que me avisara.
– Es cierto.
Me levanté y empecé a darme cuenta del movimiento de la embarcación. Durante un instante me dominó una sensación de vértigo y me agarré al respaldo de la silla para mantenerme en equilibrio.
Aquel síntoma físico se unió a la confusión mental y la noción de la realidad se fue haciendo cada vez más tenue. Me sentí como si estuviera corriendo por el borde superior de un remolino que iba a succionarme rápido, rápido, rápido, hasta hacerme atravesar el fondo del embudo -mi versión del tornado Dorothy - y me encontré no en Oz sino en Waimea Bay, Hawai, discutiendo solemnemente delicados asuntos de la reencarnación con Pia Klick.
– Y el gato, Mungojerrie… ¿no se relaciona entonces con los de Wyvern? -pregunté, aunque era perfectamente consciente de la extrema inconsistencia de la pregunta.
– Huyó de ellos.
Relamiéndose para asegurarse de que ninguna preciosa miga de las galletas se le quedaba adherida a los labios o en el pelo del hocico, Orson abandonó la silla del comedor y vino a mi lado.
– A primeras horas de la noche, me han descrito el proyecto de Wyvern en términos apocalípticos… como el fin del mundo -le expliqué a Roosevelt.
– Del mundo tal y como lo conocemos.
– ¿Lo cree así?
– Podría suceder, si. Pero quizá cuando todo esto suceda, los cambios serán para mejor y no para peor. El fin del mundo que conocemos no es necesariamente lo mismo que el fin del mundo.
– Como los dinosaurios después del impacto del cometa.
– Tengo mis momentos de duda -admitió.
– Si tiene tanto miedo como para soltar amarras y salir a dormir todas las noches, si cree realmente que lo que estaban haciendo en Wyvern era tan peligroso, ¿por que no se ha ido de Moonlight Bay?
– Consideré la posibilidad. Pero aquí tengo mis negocios. Mi vida está aquí. Además, no hubiera podido escapar. Solo comprar un poco de tiempo. Nadie esta a salvo.
– Es una perspectiva sombría.