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– ¿Un topo soviético?

– No del todo. Una fuente. Uno de nosotros.

– ¿Y el nombre en código es urraca? -Usé la palabra rusa soroka que designa a ese pájaro.

– Sí.

– Entonces era un nombre en código de la kgb. -Había una larga lista de nombres en código de la kgb que coincidían con pájaros, y eran mucho más coloridos que nada que hubiéramos inventado nosotros.

– Sí, pero no un topo, no estrictamente. No un agente de penetración, más bien un agente que habíamos conseguido dar vuelta, poner de nuestro lado lo suficiente como para que nos fuera de utilidad.

– ¿Y urraca era…?

– urraca, eso lo supimos después, era James Tobías Thompson. Ciertamente yo no tenía ni idea de que estaba dirigiéndome a la fuente en cuestión porque no conocía el nombre real: los archivos de la kgb están demasiado compartimentalizados. Y ahí estaba, hablando de un archivo que quería vender sobre una delicada operación soviética nada menos que con el agente sobre el que hablaba ese archivo, y él escuchaba con gran interés mientras yo trataba de venderle información que haría volar en pedazos su trabajo como doble agente.

– Dios -dije-. Toby.

– De pronto, se puso violento, este Thompson. Se arrojó sobre mí, me apuntó con una pistola, una con silenciador, y me exigió el documento. Bueno, yo no era tan estúpido y no lo había llevado, no antes de que hubiéramos hecho un trato. El me amenazó y le dije que no lo tenía conmigo. Y estaba a punto de matarme cuando de pronto nos dimos vuelta y vemos entrar a una mujer en la habitación. Una mujer hermosa en un camisón blanco… toda de blanco.

– Sí, Laura.

– Ella lo había oído todo. Lo que yo había dicho, lo que había dicho Thompson. Nos dijo que estaba dormida en la otra habitación, enferma, y que el ruido la había despertado. Después, todo es confuso. Yo aproveché la interrupción para ponerme de pie y tratar de escapar. Corrí, saqué mi revólver para protegerme pero antes de que pudiera sacarle el seguro, sentí que me estallaba la pierna. Thompson me había disparado, pero no me había matado, se le había desviado la puntería en el apuro y para entonces yo ya tenía el revólver afuera y le disparé en defensa propia. Y luego, salté hacia el vestíbulo,bajé un piso y me escapé.

Yo sentía que lo único que deseaba era hundirme en el suelo, taparme los ojos, buscar refugio en el sueño, pero necesitaba toda mi voluntad. En lugar de dejarme ir a la nada, me dejé caer en un gran sillón, volví a poner el seguro en su lugar y seguí escuchando en silencio.

– Y mientras corría por las escaleras -siguió diciendo Berzin-, oí otro disparo, y supe que Thompson se había matado o había matado a la mujer.

Los ojos de la muje.r desfigurada estaban cerrados desde hacía mucho. Hubo un largo, largo silencio. Oí el lejano rugido del tránsito, un camión, la risa de unos chicos.

Por fin, conseguí hablar.

– Una historia plausible -dije.

– Plausible -dijo Berzin-. Y real.

– Pero usted no tiene pruebas…

– ¿No? ¿Examinó usted el cuerpo de su esposa?

No contesté. Ni siquiera había podido mirarla.

– Ah, claro -dijo Berzin, con amabilidad-. Entiendo. Pero si alguien con algo de experiencia en balística hubiera mirado las heridas, habría descubierto que el disparo había salido de un revólver perteneciente a James Tobias Thompson.

– Eso es fácil decirlo -dije-. Ahora sobre todo, cuando el cuerpo ha estado enterrado durante quince años.

– Tiene que haber registros, informes.

– Seguramente los hubo. -No seguí desarrollando la idea, pero la verdad era que yo no había tenido acceso a ellos.

– Entonces tengo algo que va a serle útil, y si me deja ir a buscarlo, eso saldará mi deuda con Harrison Sinclair. Su suegro, ¿verdad?

– ¿Él fue el que lo sacó de Moscú?

– ¿Qué otro hubiera tenido suficiente influencia?

– Pero, ¿por qué?

– Probablemente para que algún día pudiera contarle a usted esta historia. Está encima del televisor.

– ¿Qué?

– Lo que quiero mostrarle. Darle. Ahí, sobre el televisor.

Volví la cabeza para mirar el televisor, que ahora había empezado a pasar mash. Sobre la consola de madera había varias cosas: un busto de Lenin como el que se solía comprar en Moscú hace tiempo; un plato laqueado que parecía funcionar como cenicero; una pequeña colección de versos en ruso, publicada por los soviéticos y firmada por Aleksandr Blok y Anna Akhmatova.

– Está dentro del Lenin -dijo él con una mueca-. El tío Lenin.-Quédese ahí -dije, caminé hasta el televisor y levanté la pequeña cabeza de hierro hueco. La di vuelta. Había una etiqueta en la base. Decía beriozka 4.31, es decir que la habían comprado en uno de los viejos negocios soviéticos para turistas por cuatro rublos y treinta y un copecs, una buena cantidad de dinero en sus tiempos.

– Adentro -dijo él.

Sacudí el busto y algo cambió de lugar dentro de él. Saqué una pelota de lo que parecía ser papel para borrador y luego salió algo pequeño y oblongo. Lo tomé entre las manos y lo miré.

Un microcasete.

Miré a Berzin como haciéndole una pregunta. El perro (que yo suponía atado en otra habitación) empezó a gemir a lo lejos.

– Su prueba -dijo él, como si eso explicara todo.

Cuando no le contesté, agregó:

– Yo llevaba un micrófono.

– ¿En la calle Jacob?

Él asintió, satisfecho.

– Una cinta hecha en París hace quince años me compró la libertad.

– ¿Y por qué mierda llevaba usted un micrófono? -Se me ocurría una razón, pero no tenía sentido. -No estaba desertando, ¿eh? Seguía trabajando para la kgb, ¿no? ¿Plantando información falsa?

– ¡No! ¡Era para protegerme!

– ¿Protegerse? ¿Contra quién? ¿Contra la gente que iba a ayudarlo a desertar? ¡Eso es ridículo!

– No… escuche… Era un micrograbador que me habían dado los de Lubyanka para "provocaciones", trampas, todo eso. Pero esa vez lo usé para protegerme. Para grabar las promesas, las seguridades, hasta las amenazas. Si no lo hacía, y después había un problema con todo eso, sería mi palabra contra la de ellos. Y yo sabía que si tenía un grabador, eso me ayudaría. ¿Qué más podía hacer? -Tomó la mano de su esposa, que estaba algo desfigurada pero no tanto como su cara. -Eso es para usted. Una grabación de mi encuentro con James Tobías Thompson. La prueba que usted quería.

Atónito, me acerqué a los dos, puse una silla muy cerca y me senté. No fue fácil con la mente en turbulencia, la cabeza en un remolino como la tenía en ese momento, pero incliné la cabeza y me concentré, hasta que me pareció que estaba oyendo algo, una sílaba ahí, otra allá, y después estuve seguro. Oía, sí. Había enfocado sus pensamientos desesperados, ansiosos, que casi me gritaban. Muy despacio, metódicamente, dije en ruso:

– Es muy importante para mí que usted me esté diciendo la verdad sobre esto… sobre mi esposa, sobre Thompson, sobre todo.

– Claro que estoy diciéndole la verdad -dijo él.

No le contesté. Escuché. La quietud de la habitación sólo se quebraba con los aullidos del perro pero luego algo entró en mi conciencia, con fuerza, claro:

¡Claro que digo la verdad!

Pero, ¿la decía? ¿Estaba pensando eso? ¿O estaba a punto de decirlo?… dos cosas muy diferentes por cierto. ¿Qué me había hecho creer que yo podía estar seguro de la verdad de otros?

Aferrado a la incertidumbre de ese momento, no estaba listo para lo que sucedió después.

Una voz de mujer, agradable y profunda. Pero no hablada.

La voz del pensamiento, calma y tranquila.

Me oye usted, ¿verdad?

Levanté la vista hacia la mujer. Ella tenía los ojos cerrados otra vez, desaparecidos en ese paisaje horrendo de tumores y valles. Su boquita pareció arquearse ligeramente hacia arriba hasta parecer algo semejante a una sonrisa, una sonrisa triste, sabia.

Pensé: Sí, la oigo.

Y la miré, y sonreí, y asentí.

Un momento de silencio, y luego oí: Usted me oye, pero yo no puedo oírlo. No tengo su habilidad. Tiene que hablarme en voz alta.

– La cinta… -empezó a decir Berzin, pero su esposa le puso una mano sobre los labios. El se calló, extrañado.

– Sí -dije-. Sí, la oigo. ¿Cómo lo sabe usted?

Ella siguió sonriendo, los ojos cerrados todavía.

Sé bastante sobre eso. Conozco los proyectos de James Tobías Thompson.

– ¿Cómo? -pregunté.

Mientras mi esposo era funcionario en París, a mí me dejaron en Moscú. Siempre lo hacían… separar al marido de la esposa para dominarlos. Pero en mi caso, también era porque mi puesto era muy importante. Demasiado para que yo lo dejara. Fui secretaria principal de tres jefes sucesivos de la KGB. La que cuidaba la entrada de otros hacia ellos. Manejaba los papeles secretos, la correspondencia.

– ¿Entonces fue usted la que encontró el archivo urraca?

Sí, y muchos otros.

Berzin habló, sorprendido.

– ¿Qué pasa aquí?Su esposa le dijo con dulzura:

– Vadim, por favor. Silencio, unos minutos. Después, te explico todo.

Y siguió, los pensamientos claros y comprensibles, tanto como su voz hablada.

Toda mi vida tuve esta enfermedad. La mano derecha señaló hacia la cara al pasar, un gesto leve. Pero a los cuarenta, me atacó la cara y pronto… pronto ya no fui… presentable… no podía ocupar un puesto tan visible. Los jefes y sus ayudantes no podían ni mirarme a la cara. Como usted. Me sacaron del trabajo. Pero antes de irme, me llevé un documento que por lo menos le daría a Vadim el pasaporte al Oeste. Y cuando él me visitó en Moscú, se lo di.

– Pero… ¿cómo… cómo supo usted de mí? -insistí.

No sabía. Lo supuse. Como secretaria, me enteré del programa que estaba desarrollando Thompson. No es que nadie en el Directorio Principal de los cuarteles generales de Yasenyevo creyera que era posible… Pero yo si lo creía. No sabía si él lo conseguiría, pero sabía que era posible. Lo que usted tiene es algo muy notable, muy especial.

– No -dije-. Es terrible.

Antes de que pudiera decir más, explicarle, ella pensó: El padre de su esposa nos sacó de Rusia. Fue bueno y generoso con nosotros. Pero teníamos más que esta cinta para ofrecerle.

Yo fruncí el ceño y dije, sin decirlo: ¿Qué?

Sus pensamientos siguieron fluyendo, claros, apasionados.

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