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Evidentemente, habíamos pasado la primera prueba. El número de cuenta era el correcto.

– Ahora -dijo Eisler-, ¿qué puedo hacer por ustedes?

Con toda intención, yo había elegido el asiento más cercano a él. Me incliné hacia adelante, puse la mente en blanco, enfoqué mi cerebro en el problema.

Aproveché el momento de silencio. Enfoqué otra vez.

Llegó. Alemán, claro está, una frase tras otra.

– ¿Señores? -dijo él, mirándome con la cabeza baja y el ceño fruncido.

No era suficiente. Yo sabía algo de alemán, había tenido entrenamiento intensivo en la Granja, pero él estaba pensando demasiado rápido para mis habilidades.

No podía.

– Nos gustaría saber cuánto hay en la cuenta -dije.

Me incliné hacia él otra vez, enfoqué, traté de aislar cualquier cosa que pudiera entender en el flujo continuo de alemán, algo a qué aferrarme.

– No se me permite discutir particularidades -dijo Eisler en tono flemático-. Y además, no lo sé.

Y entonces oí una palabra. Stahlkammer.

Sin duda, era la primera palabra que me saltaba a la mente. Stahlkammer.

Bóveda.

– Hay una bóveda que tiene que ver con esta cuenta, ¿verdad? -pregunté.

– Sí, señor -admitió él-. Una grande, debo decir.

– Quiero acceso. Inmediatamente.

– Como desee -dijo él-. Sin duda. Ahora mismo. -Se levantó del sillón. La cabeza calva reflejaba el brillo de las luces en el cielo raso. -Supongo que tienen el código de la combinación para acceder a ella. Molly me miró. Estaba fuera de su elemento.

– Supongo que es el mismo de la cuenta -dije.

Eisler rió una vez y después se sentó de nuevo.

– Realmente no lo sé. Aunque por razones de seguridad, aconsejamos a nuestros clientes que no usen ese número. Y de todos modos, no es la misma cantidad de dígitos.

– Tal vez lo tenemos -dije-. Estoy casi seguro… En alguna parte. Mi suegro nos dejó muchos papeles. Usted podría ayudarnos. Decirnos, por ejemplo, el número de dígitos.

El miró el archivo.

– Imposible -dijo.

Pero yo oí, varias veces, un número que él estaba pensando y no decía, que articulaba en algún lugar de su centro de habla. "Vier"…

Cuatro dígitos, ¿era eso?

– ¿Es de cuatro dígitos? -le pregunté.

El rió de nuevo, se encogió de hombros. Este juego es divertido, decía su cuerpo, pero creo que ya no queda mucho más que decir.

– Hay una cuenta numerada que nosotros administramos y atendemos -explicó con el tono que se usa para explicarle algo a un grupo de niños pequeños-. Ustedes pueden sacar o transferir esos fondos, como quieran. Pero también hay una bóveda, una caja de seguridad, digamos. Nosotros la mantenemos pero no tenemos acceso a ella. Nunca, excepto en las circunstancias más extraordinarias. Como estipuló el fallecido señor Sinclair, para abrir la bóveda se requiere un código de acceso.

– Entonces, usted nos lo puede dar -dijo Molly, reuniendo todo su valor.

– Lo lamento, pero no es posible.

– Se lo exijo como heredera legal de la cuenta.

– Si pudiera, se lo daría, señora -dijo Eisler-. Pero bajo los términos de los arreglos que se hicieron, no puedo.

– Pero…

– Lo lamento -dijo el banquero, la voz terminante-. Eso es imposible.

– Pero yo soy la heredera legal de todas las propiedades de mi padre -dijo Molly, indignada.

– Lo lamento muchísimo -dijo Eisler, imperturbable-. Espero que no haya venido desde Boston, ¿Boston no es cierto?, para esto solamente. Hubiera podido arreglarlo con una llamada telefónica. Menos gasto en dinero y en tiempo.

Me quedé sentado en silencio, escuchando, mientras abría el maletín de cuero con aire distraído.

Y entonces oí de nuevo: Vier… y después una serie denúmeros, "Acht"… "Sieben "… Lo miré estudiar el archivo que tenía en las manos y después volvió en una secuencia clara, evidente: "Vier… Acht… Sieben… Neun… Neun".

– Mire, señora Sinclair, el asunto es así -seguía diciendo el banquero-, se trata de un sistema de doble clave, diseñado…

– Sí -interrumpí. Hojeé las notas del maletín y fingí examinar una con más cuidado. -Aquí está, creo. Lo tenemos.

Eisler hizo una pausa, asintió y me observó con sospechas.

– Excelente -dijo como si yo ya hubiera dicho los números-. Por los términos establecidos en la cuenta por sus dueños, ahora que llegaron a la bóveda, el estado de la cuenta pasa de pasivo a activo…

– ¿Dueños? -pregunté-. ¿Hay más de uno?

– Ah, sí, señor, es una cuenta a doble firma. Como beneficiaría legal, usted, señora, es una de las dueñas…

– ¿Y el otro?

– No puedo revelar eso -dijo Eisler, desdeñoso y al mismo tiempo amable, como un hombre que pide disculpas-. Se requiere otra firma. Para ser totalmente sincero con ustedes, no conozco la identidad del otro dueño. Cuando se presente con el código de acceso, aparecerá la secuencia de números en la computadora. La firma del dueño entra como código en la base de datos y cuando el código es correcto, se la imprime gráficamente. Es el sistema de seguridad de nuestro Banco para asegurarse de que el personal de la institución no pueda estar involucrado en caso de una demanda contra nosotros.

– ¿Y eso qué quiere decir? -preguntó Molly, severa.

– Que ustedes tienen permiso legal para inspeccionar la bóveda y ver el contenido. Pero sin la autorización del segundo dueño, no pueden ni transferir ni retirar ese contenido.

El doctor Alfred Eisler nos escoltó varios pisos hacia abajo por un ascensor estrecho. Descendíamos por debajo del nivel de Bahnhofstrasse, nos explicó, hacia las catacumbas.

Emergimos en un corredor alfombrado de gris, una jaula con barras de acero a los costados. Al final del corredor había un guardia de seguridad enorme en uniforme verde oliva. Asintió mirando al director y después abrió la puerta de acero. Ninguno de los dos dijo nada mientras cruzábamos la puerta, pasábamos por otro corredor con barras de acero, llegábamos a una pequeña área cerrada, marcada como Sieben. Las barras de acero rodeaban tres de las paredes de la jaula. La otra era de metal entero, recubierta con algún tipo de cromo o acero cepillado. En el centro había una enorme rueda de acero con seis saliencias, evidentemente el mecanismo por el cual se podía abrir la pared.

Eisler sacó una llave del anillo que llevaba en el cinturón y abrió la jaula.

– Por favor, señor -dijo, indicando una mesa de metal pequeña y gris frente a la cual había dos sillas. En el centro había un teléfono sin botones y un teclado electrónico. -La cuenta y el acuerdo con que se abrió -indicó- exigen que ningún funcionario del Banco esté presente en esta área mientras se marca la combinación. Marque usted ahí los dígitos del código de acceso, lentamente, controlando la lectura para estar seguro de que no comete ningún error. Si se equivoca, tiene posibilidad de intentarlo de nuevo. Pero si falla la segunda vez, el mecanismo electrónico se hará cargo y no se permitirá el acceso en veinticuatro horas.

– Ya veo -dije-. ¿Y cuando hayamos marcado el código, qué?

– En ese punto -explicó Eisler, señalando la rueda de metal-, la bóveda se abrirá electrónicamente y podrán hacer girar la rueda. Es mucho más fácil de lo que parece, se lo aseguro. Y así se abrirá la puerta.

– ¿Y cuando hayamos terminado?

– Cuando terminen de examinar el contenido, o si hay algún problema, por favor, llámenme levantando el teléfono.

– Gracias -dijo Molly al doctor Eisler. Él se retiró.

Esperamos un momento hasta oír cómo se cerraba la segunda puerta de acero.

– Ben -dijo Molly-, ¿qué mierda vamos a…?

– Paciencia. -Con calma, con cuidado (mis dedos quemados habían perdido casi toda la habilidad) marqué 48799, mirando cómo aparecía cada número en los dígitos del panel blanco del teclado. Cuando terminé con el último 9, hubo un ruidito electrónico, un suspiro, como si se hubiera quebrado un sello.

– Bingo -dije.

– Casi no puedo respirar -dijo Molly, la voz ahogada.

Juntos caminamos hasta la puerta de hierro y la abrimos. Se movió con facilidad en nuestras manos, en dirección de las agujas del reloj y toda una sección de la pared giró sobre sus goznes.

Una luz fluorescente débil iluminaba el interior de la bóveda, que me pareció notablemente chico. Me desilusionó. La cámara interior de ladrillos tendría tal vez un metro y medio por un metro y medio. Y estaba totalmente vacía.

Pero cuando volví a mirar, me di cuenta de que mis ojos me habían jugado una mala pasada. Lo que parecían paredes de ladrillos, apenas emparejados, eran otra cosa completamente distinta ahora que veíamos mejor en esa luz escasa.

No eran ladrillos. Eran lingotes de oro, amarillos y opacos, con un tinte rojizo.

La bóveda, como una caverna de leyenda, estaba llena del piso al techo, casi por completo, de oro puro.

46

Dios mío -susurró Molly.

Yo miraba todo con la boca abierta. Cautelosos, casi asustados, avanzamos hacia la bóveda, hacia las paredes de oro sólido. No brillaban ni refulgían como uno hubiera esperado. La coloración era algo así como de mostaza opaca, pero más de cerca vi que algunas de las barras eran de un amarillo manteca más brillante (nuevas y seguramente casi cien por ciento puras) y algunas de un amarillo rojizo, lo cual indicaba impurezas de cobre: seguramente las habían hecho a partir de monedas de oro y joyas. Cada barra tenía enormes números de serie en un extremo.

Si no hubiera sido por los tonos amarillos profundos y la pátina suave, hubieran podido ser ladrillos, ladrillos apilados como los que se ven en cualquier edificio en construcción.

Muchas estaban lastimadas y dentadas. Seguramente eran las que circulaban por Rusia desde hacía más de un siglo. Yo sabía que las tropas victoriosas de Stalin habían robado algunas a Hitler en Berlín, pero la mayoría provenía de las minas de la Unión Soviética. Algunas tenían los bordes ásperos: marcas. Y las más nuevas tenían forma trapezoidal, pero en general, eran rectangulares.

– Dios, Ben -dijo Molly, volviéndose hacia mí. Tenía la cara roja, los ojos muy abiertos. -¿Tenías idea?

Yo asentí.

Ella fue a levantar una de las barras, pero no pudo. Era demasiado pesada. Apenas si logró subirla un poco con las dos manos. Después de unos segundos, la volvió a apoyar sobre las demás. Hizo un ruido sordo. Entonces hundió el pulgar en el borde.

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