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– Es su siete -explicó Molly-, y sin duda, el dos es suyo. Y la J.

Yo entendí inmediatamente. "Código Rosa" significaba en realidad Código Ónix. Dulles no había querido dar el nombre verdadero en el libro. El Código Ónix era un libro de códigos legendario de la Primera Guerra Mundial que la Agencia había heredado del Servicio Diplomático de los Estados Unidos. Todavía estaba en carrera, aunque rara vez se utilizaba realmente porque hacía siglos que alguien lo había decodificado. L2576HJ era una frase en código.

Hal Sinclair le había dejado a Molly los medios legales para acceder a la cuenta.

Me había dejado a mí, el número de cuenta. Siempre que lograra descifrarlo.

– Uno más -dijo Molly-. En la página anterior.

En la parte superior de la página 72 había una serie de números, 79648, que Dulles citaba como ejemplo de cómo funcionan los códigos. Estaba subrayada en lápiz, sin mucha fuerza, y junto a ella, Sinclair había escrito "R2".

R2 se refería a un libro de códigos mucho más reciente, que yo nunca había usado. Supuse que 79648 era otro código que se traduciría en otra serie de números (o tal vez letras) cuando se le aplicara el código R2.

Necesitaba información de la CIA, y sin embargo, no podía arriesgarme a dar a conocer mi paradero. Así que llamé a un amigo de la Agencia, alguien que conocía desde lo de París y que se había retirado hacía unos años y enseñaba Ciencias Políticas en Erie, Pensilvania. Yo le había salvado el pellejo no una sino dos veces: una vez en una misión que se había complicado y otra vez, burocráticamente, limpiando el nombre en la investigación subsiguiente.

Me debía mucho y aceptó sin dudar ni un instante llamar a un amigo suyo de la Agencia y pedirle, como favor a un viejo conocido, que buscara en los archivos de criptografía que quedaban un piso más abajo. Como cualquier libro de código de más de setenta y cinco años de antigüedad no se considera asunto de seguridad nacional, la fuente de mi amigo le leyó una serie de códigos. Después, él llamó a mi teléfono pago fuera del hotel y me los leyó a mí.

Finalmente, tuve el número de cuenta ante mis ojos.

El segundo código, en cambio, fue un hueso mucho más difícil de roer. El amigo no encontró el libro entre los archivos cripto (Cripto, como los llamaban) porque todavía estaba activo.

– Haré lo que pueda -dijo mi amigo Eric.

– Te llamo más tarde -le contesté.

Nos quedamos sentados en silencio, mirando las memorias de Dulles, que había empezado la sección "Códigos" con ese famoso dicho de Henry Stimson, el secretario de Estado de-1929: "Un caballero no lee la correspondencia de otro".

Lo cual, por supuesto, era un error que Dulles se preocupaba por señalar una y otra vez. En el oficio de la inteligencia, todos leen la correspondencia del vecino además de todo lo que encuentran con ella. Para defender a Stimson, tal vez podría decirse que los espías no son caballeros.

Yo me preguntaba qué mierda hubiera dicho Henry Stimson sobre caballeros que leían las mentes de otros caballeros.

Llamé a Eric media hora después. Contestó apenas sonó el teléfono. La voz estaba cambiada, llena de tensión.

– No lo conseguí -dijo.

– ¿Qué quieres decir? -¿Alguien lo había interceptado?

– Está desactivado.

– ¿Ehh?

– Desactivado. Las copias se retiraron de circulación. Todas.

– ¿Desde cuándo?

– Desde ayer. ¿De qué se trata todo esto, Ben?

– Lo lamento -dije, con el pecho agitado. Los Sabios. -Tengo que irme corriendo. Gracias. -Y colgué.

A la mañana siguiente, caminamos por Bahnhofstrasse, a unas cuadras de la Paradeplatz, hasta que encontramos el número que buscábamos. La mayoría de los Bancos tenía las oficinas centrales en los niveles superiores de los edificios, arriba de los negocios de moda.

A pesar de su nombre grandilocuente, el Banco de Zúrich era pequeño, muy discreto y pertenecía a una familia. La entrada estaba escondida en una callecita lateral que terminaba en Bahnhofstrasse, junto a un Konditorei. Una placa de bronce, pequeña, decía solamente: B.Z. et Cié. Si tienes que preguntar, entonces no queremos que lo sepas.

Entramos en el vestíbulo y justo en ese momento, tuve la sensación de que veía un movimiento detrás de nosotros. Me volví con cuidado y vi que era probablemente alguien sin importancia, alguien de Zúrich que pasaba por la puerta. Alto, delgado, en un traje color gris paloma, seguramente un empleado, o un banquero rumbo al trabajo. Me relajé, le pasé el brazo por la cintura a Molly y entramos en el vestíbulo.

Pero algo se quedó en mi mente y volví a mirar. El supuesto empleado ya no estaba.

Era la cara. Pálida, extremadamente pálida, con círculos amarillos y grandes bajo los ojos, labios pálidos y flacos y un cabello fino, muy claro, peinado hacia atrás.

Me parecía extrañamente familiar. De eso, no había duda alguna.

Por un instante, me acordé de la tarde del tiroteo en la caHe Malborough en Boston, me acordé del hombre que había pasado por allí, alto, fantasmal…

Era él. Mi reacción había sido terriblemente lenta, pero ahora estaba seguro. El hombre de Boston estaba aquí, en Zúrich.

– ¿Qué pasa? -preguntó Molly.

Me volví y seguí caminando hacia el Banco.

– Nada. Vamos. Tenemos trabajo que hacer.

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– ¿Qué pasa, Ben? -preguntó Molly, asustada-. ¿Había alguien ahí afuera?

Pero antes de que pudiera decir nada, una voz masculina nos preguntó quiénes éramos, por el intercomunicador.

Le di mi nombre real.

La recepcionista me contestó con apenas una huella de deferencia:

– Entre, por favor, señor Ellison. Herr Director Eisler lo espera.

Tenía que aceptar que los buenos oficios de Knapp servían de mucho. Evidentemente era un hombre de poder en la ciudad.

– Por favor, asegúrense de no tener objetos de metal encima -dijo la voz sin cuerpo-. Llaves, cortaplumas, monedas, pongan lo que sea en ese cajón. -Mientras la voz hablaba, salió un cajoncito de la pared. Los dos depositamos allí todo lo que teníamos, todo lo de metal, por lo menos. Una operación impresionante y cuidadosa, me pareció.

Hubo un zumbido leve y el par de puertas que teníamos enfrente se abrió de par en par electrónicamente. Yo levanté la vista hacia un par de cámaras de vigilancia japonesas, montadas cerca del cielo raso, y Molly y yo pasamos a una pequeña cámara a esperar que se abriera el segundo de los juegos de puertas.

– No estás armado, ¿no? -susurró Molly.

Meneé la cabeza. Las segundas puertas se abrieron también y nos recibió una mujer rubia, joven, simple, un poco robusta, con anteojos de borde de acero que seguramente le hubieran quedado bien a cualquiera menos a ella. Se presentó como la secretaria privada de Eisler y nos llevó por un corredor alfombrado en gris. Yo me detuve un segundo en el baño y luego me uní al grupo de nuevo.

La oficina del doctor Eisler era pequeña y simple, con paredes revestidas en nogal. Las paredes estaban adornadas con unas cuantas acuarelas color pastel en marcos de roble, y casi nada más. Ninguno de los toques de decoración que yo hubiera esperado: nada de alfombras orientales, relojes de péndulo, muebles de caoba. El escritorio del director también era simple: una mesa de vidrio y cromo.

Enfrente, dos sillones individuales aparentemente muy cómodos, de cuero blanco y diseño sueco moderno, y uno grande del mismo material.

Eisler era bastante alto, más o menos como yo, pero algo porcino en su traje de lanilla negra. Tendría entre cuarenta y cincuenta años, una cara redonda, papada, ojos muy hundidos y orejas grandes. Alrededor de la boca se veían con claridad las líneas profundas de la edad, que también subían hacia la frente y entre las cejas. Y estaba totalmente calvo, con la cabeza brillante. Era una figura impresionante aunque algo siniestra.

– Señora Sinclair -dijo, tomándole la mano a Molly. Él sí sabía cuál era el centro de su atención: no el esposo, sino la mujer, legítima heredera de la cuenta numerada del padre según lo disponía la ley bancaria suiza. Se inclinó profundamente. -Y señor Ellison… -Tenía una voz baja, grave; el acento era una mezcla de alemán suizo e inglés de Oxford.

Nos sentamos en las sillas de cuero mientras él se acomodaba frente a nosotros, en el sillón grande. Nos presentamos, y él hizo que la secretaria nos trajera una bandeja con café. Mientras hablaba, las líneas que le marcaban la frente se hicieron más profundas y gesticuló con las manos bien cuidadas en movimientos tan delicados que parecían casi femeninos.

Sonrió con algo de tensión como para indicar que la reunión en sí ya había comenzado. ¿Qué era lo que queríamos de él?, decía su expresión.

Yo saqué el documento de autorización firmado por el padre del Molly.

Él lo miró.

– Supongo que quieren acceso a la cuenta numerada.

– Correcto -dijo Molly, como una mujer de negocios.

– Hay algunas formalidades -dijo él, como pidiendo disculpas antes que nada-. Tenemos que asegurarnos de su identidad, verificar la firma y todo lo demás. Supongo que tienen referencias bancarias de los Estados Unidos…

Molly asintió y sacó un grupo de papeles con la información que él necesitaba. Él los tomó, apretó un botón para llamar a la secretaria y le entregó todo a ella.

Luego hablamos unos cinco minutos del tiempo y la Kunthaus y otras visitas obligadas en Zúrich. Finalmente, sonó el teléfono. Él lo levantó, dijo "Ja!", escuchó unos segundos y volvió a poner el receptor en su lugar. Otra sonrisa tensa.

– El milagro del fax -dijo-. Esto llevaba mucho más tiempo hace unos años… ¿Si fuera usted tan amable…?

Le dio una lapicera a Molly y una pizarra con una sola hoja membretada del Banco de Zúrich y le pidió que escribiera el número de la cuenta, en palabras -la firma numérica-, sobre la línea de puntos grises en el centro.

Cuando ella terminó de escribir el número que su padre había codificado con tanto cuidado, él llamó otra vez a la secretaria, le entregó el papel y charlamos otro rato mientras estudiaban la escritura con máquinas especiales. Él explicó al pasar que se la comparaba con la firma de la tarjeta que habíamos firmado alguna vez en nuestro Banco de Boston.

El teléfono volvió a sonar, él lo levantó, dijo "Danke" y colgó. Un momento después, volvió la secretaria con una carpeta gris marcada con el número 322069.

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