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El bar de Kronenhalle estaba tan repleto que apenas si conseguí deslizarme hacia el interior y llegar hasta un asiento. Pero no había duda de que los parroquianos eran los adecuados, los glitterati suizos. Knapp, que apreciaba la buena vida, coleccionaba lugares como ese. Generalmente, esquiaba en St. Moritz y Gstaad.

– Dios, ¿qué les pasó a tus manos? -preguntó cuando me apretó la derecha con algo de firmeza y vio la mueca que me provocaba ese gesto descuidado.

– Mala manicura -dije.

Su expresión de horror se transformó inmediatamente en una de risa exagerada.

– ¿Estás seguro de que no te cortaste con el papel de tus excitantes patentes?

Sonreí, casi tentado de empezar a nombrar mis últimos éxitos (los abogados de corporaciones son particularmente vulnerables a eso, es evidente), pero no le dije nada. Es importante tener en mente que un aburrido es alguien que habla cuando uno quiere que escuche. Y en mi caso, en un momento apenas, Knapp se había olvidado de mis manos vendadas.

Cuando terminamos con los preliminares, me preguntó:

– ¿Y qué mierda te trae a la ciudad Z?

Yo estaba tomando whisky. El había pedido, con todo orgullo, un kirschwasser, en Schweitzerdeutsch, el dialecto suizo del alemán.

– Esta vez, voy a tener que ser poco comunicativo, lo lamento -dije-. Negocios.

– Aja -dijo, levantando las cejas. Sin duda sabría por alguno de nuestros conocidos que alguna vez yo había trabajado en la Agencia. Probablemente pensaba que ésa era la clave de mi éxito legal (y, claro, no estaba muy lejos de la verdad). De todos modos, supuse que con Knapp era mejor ser misterioso que inventar tonterías.

Fingí ceder un poquito.

– Es un cliente con activos. Tiene que localizarlos aquí.

– ¿Localizar activos? ¿No está un poco fuera de tu línea de trabajo?

– No del todo. Está relacionado con un trato que se está por hacer en mi firma. Si no te importa, no puedo decir mucho más.

Él se lamió los labios y sonrió, como si supiera más que yo de qué estábamos hablando.-A ver -dijo.

Era tan alto el nivel de ruido que la idea de tratar de leerle la mente me pareció totalmente ridicula. Lo intenté varias veces, inclinándome hacia él lo más que podía, pero fue totalmente inútil. Y por otra parte, lo que yo quería averiguar no era nada que él no hubiera dicho en voz alta. Y seguramente los pensamientos de Knapp eran banales, absurdos y terriblemente aburridos.

– ¿Cuánto sabes sobre el tema del oro?

– ¿Cuánto quieres saber?

– Estoy tratando de rastrear un depósito de oro en uno de los Bancos de aquí.

– ¿Cuál?

– Ni idea.

Él suspiró, despectivo.

– Hay cuatrocientos Bancos registrados en la ciudad, viejo. Unas cinco mil oficinas. Y millones de onzas de oro nuevo llegan cada año desde Sud África y demás. Buena suerte con tus investigaciones.

– ¿Cuáles son los Bancos más grandes?

– ¿Los más grandes? Los Tres Grandes: el Anstalt, el Verein, y el Gesellschaft.

– ¿Mmrn?

– Lo lamento. El Anstalt es el que llamamos Credit Suisse, o Schweizerische Kreditanstalt. El Verein es el Swiss Bank Corporation. El Gesellschaft es el Union Bank of Switzerland. ¿Así que estás buscando oro depositado en uno de los tres grandes, pero no sabes en cuál buscas?

– Correcto.

– ¿Cuánto oro?

– Toneladas.

– ¿Toneladas? -Otro suspiro despectivo. -Lo dudo seriamente. ¿De qué estamos hablando, de un país?

Sacudí la cabeza.

– De una empresa muy próspera.

El silbó bajito. Una rubia en un traje verde claro pegado como un fideo sobre el cuerpo lo miró fijamente. Era evidente que pensaba que el silbido era por ella, luego desvió la vista. Seguramente no tenía interés en un monje disoluto en traje azul.

– ¿Y cuál es el problema? -me preguntó él, terminando el kirschwasser y haciéndole una seña al camarero para que trajera otro-. ¿Alguien se olvidó de dónde puso el número de cuenta?

– Espera un segundo -dije. Estaba empezando a sonar como él y no me gustaba. -Si se trajera una cantidad significativa de oro a Zúrich y se colocara en una cuenta numerada, ¿adonde iría a parar el oro, físicamente hablando?

– Bóvedas. Es un problema creciente para los Bancos de la ciudad. Tienen todo ese dinero y ese oro, y se están quedando sin espacio y las leyes municipales no les permiten construir edificios más altos, así que tienen que usar lo que está debajo, como si fueran duendes.

– Debajo de la Bahnhofstrasse.

– Exactamente.

– ¿Y no sería más conveniente vender el oro, convertirlo en activo líquido? ¿Marcos alemanes, francos suizos, lo que sea?

– No me parece. El gobierno suizo está aterrorizado por la inflación. No pueden tener cualquier cantidad de dinero de extranjeros: hay límites. En otro tiempo había un límite de cien mil francos para las cuentas extranjeras.

– El oro no da intereses, ¿verdad?

– Claro que no -dijo Knapp-. Pero, vamos, nadie trae aquí el dinero para ganar intereses, por Dios santo. Las tasas de interés son del uno por ciento o algo así. O cero. A veces hay que pagar por el privilegio de tener tu dinero aquí. No estoy bromeando. Muchos de los Bancos cobran como un uno y medio por cierto por cada extracción.

– De acuerdo. Ahora, si uno está frente a un lingote, se puede saber de dónde viene por el aspecto, ¿verdad?

– Generalmente. El oro… el tipo de oro que usan los Bancos centrales como reserva monetaria está formado por lingotes, generalmente de cuatrocientas onzas troy por barra. Generalmente es oro de tres novenos, es decir, oro puro al 99.9 por ciento. Y generalmente está marcado, estampado con números, los números de identificación y de serie. -Llegó el camarero con el kirschwasser y Knapp se lo tomó sin darse cuenta de cómo había ido a parar a sus manos. -Por cada diez barras de oro que se hacen, se prueba una, es decir, se hacen agujeros en seis lugares distintos de la barra y se toman unos miligramos de restos y se los analiza. Pero sí, en la mayoría de los casos, se puede saber de dónde viene con sólo ver la barra.

Rió, se tomó el trago, pensativo.

– Deberías probar esto. Te gustaría. Como decía, el mercado del oro es raro, complicado y tenso. Me acuerdo de cuando ese mercado se volvió loco no hace mucho. Los soviéticos estaban tratando de vender un cargamento de barras aquí y alguien notó que algunas de las barras tenían águilas zaristas. Los duendes se quedaron de una pieza.

– ¿Por qué?

– Vamos, viejo. Estábamos en la Navidad de 1990. ¡Barras de oro con águilas Romanoff! El gobierno de Gorby estabayéndose a los caños y vendía hasta lo último… ¡Estaban llegando al fondo del barril! ¿Por qué otra razón hubieran tocado las reservas zaristas? ¿Para que el precio del oro subiera cincuenta dólares por onza?

Me quedé congelado en la mitad de un trago, la sangre toda en la cabeza.

– ¿Y entonces qué?

– ¿Entonces qué? Entonces, nada. Parece que era una broma pesada. Una desinformación financiera bastante sofisticada por parte de los soviéticos. Habían mezclado unas pocas barras zaristas en la pila deliberadamente. Miraron cómo el mercado se convertía en un aquelarre, y vendieron el oro al mejor precio. Inteligente, ¿eh? Los soviéticos esos no eran tan tontos, ¿sabes?

Yo me quedé pensando un rato sin decir nada. ¿Y si no había sido desinformación? ¿Y si…? Pero no tenía sentido de todos modos. Puse el vaso en la mesa y seguí preguntando, como si nada de eso me importara demasiado:

– ¿Se puede lavar oro?

Él se quedó pensando un momento.

– Sí… sí, claro. Lo fundes… lo vuelves a refinar, lo ensayas, le quitas las marcas. Si estás tratando de hacerlo en secreto, es una mierda moverlo y hacerle todo eso, muy difícil pero posible. Y barato. El oro es completamente maleable. Pero no lo entiendo, Ben. Estás buscando un cargamento grande de oro que pertenece a uno de tus clientes, ¿y no sabes dónde está?

– Es un poco más complicado que eso. No puedo ser más específico. Dime: cuando uno habla del secreto bancario en Suiza, ¿qué quiere decir? ¿Hasta qué punto es difícil penetrar el secreto?

– Ey, ey -dijo Knapp-, a mí me parece que esto se está poniendo interesante…

Yo lo miré con furia y entonces, me contestó:

– No es fácil, Ben. Algunas de las frases más sagradas de esta ciudad son: "principio de privacidad" y "libertad de intercambio en dinero". Traducción: el derecho inalienable de esconder el dinero. Esa es la razón de ser de la gente de aquí. El dinero es su religión. Quiero decir, cuando Huldrych Zwingli lanzó la Reforma de Zúrich y tiró todas las estatuas católicas al río Limmat, se aseguró de salvar el oro que había en ellas y dárselo a la municipalidad. Así dio nacimiento a los Bancos de Suiza.

"Pero los suizos… bueno, uno tiene que quererlos. Están locos con lo del secreto, a menos que los beneficie romper la confidencialidad. Los mafiosos, los príncipes de la droga, los dictadores corruptos del tercer mundo con valijas llenas del fruto de sus estafas… los suizos protegen los secretos de esa gente como un cura en confesión. Pero no te olvides que cuando los nazis vinieron durante la guerra y empezaron a presionarlos, de pronto cedieron totalmente. Les dieron los nombres de los judíos alemanes que tenían cuentas en Suiza. Les gusta alimentar el mito de que se levantaron contra los nazis, en serio y con fuerza, cuando vinieron a llevarse el dinero judío, pero no es así. No, no. De acuerdo, algunos de los Bancos sí, pero no todos. Muchos no. El Basler Handelsbank lavó dinero nazi y eso está documentado. -Había puesto los ojos en la multitud como si buscara a alguien. -Mira, Ben, estás buscando una aguja en un pajar.

Asentí, busqué un dibujo en la condensación que se había formado en mi vaso.

– Bueno -dije-. Tengo un nombre.

– ¿Un nombre?

– El nombre de un banquero. Creo. -Un nombre que había pensado Orlov con relación al dinero y a Zúrich, pero no le dije eso a Knapp. -Koerfer.

– Bueno -dijo él con voz triunfante-, ¿y por qué no me lo dijiste antes? El doctor Ernst Koerfer es el director gerente del Banco de Zúrich. O por lo menos, eso es lo que era hasta hace un mes o dos.

– ¿Se jubiló?

– Murió. Ataque al corazón o algo así. Aunque yo no juraría frente a nadie que realmente tenía un corazón. Un hijo de puta de arriba abajo. Pero tenía un barco duro de manejar.

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