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– Tus tiempos son muy breves, supongo… -No es sólo eso. No puedo. Pero vamos a hablar. Ahora no. Pronto.

Nunca hablamos.

Cuando Molly y yo llegamos al aeropuerto Kloten, tomamos un taxi al centro de Zúrich, un Mercedes. Pasamos el mamut recientemente renovado de Hauptbahnhof, giramos alrededor de la estatua de Alfred Escher, el político del siglo XIX al que, según se dice, se debe la transformación de Zúrich en un moderno centro de Bancos y banqueros.

Yo había reservado habitaciones en el Savoy Baur en Ville, el hotel más viejo de la ciudad, favorito entre los hombres de negocios y abogados estadounidenses. Está renovado desde 1975 y justo en Paradeplatz, cerca de todo y, sobre todo, cerca de Bahnhofstrasse, donde casi todos los edificios son Bancos.

Me registré y subimos a la habitación, que era agradable -mucho bronce y madera y muebles laqueados-, nada demasiado moderno ni demasiado antiguo. Hablamos un rato hasta que los dos nos sentimos demasiado cansados para seguir haciéndolo. Molly volvió a ofrecerme un sedante y yo volví a negarme. Miré cómo Molly empezaba a dejarse llevar por el sueño, traté de unirme a ella. Necesitaba mucho dormir pero el sueño no venía. El dolor de las manos y los brazos subía por mi cuerpo con un calor agobiante y yo tenía la mente mareada por los hechos, las revelaciones de los últimos días que giraban en ella como un remolino.

En una de las bóvedas bajo la Bahnhofstrasse, apenas a unos metros de nuestro hotel, estaba la respuesta a lo que había pasado con más de diez mil millones de dólares en oro robados de la antigua Unión Soviética, la respuesta al enigma de la muerte de Sinclair. Seguramente en unas horas estaría mucho más cerca de resolverlo. Deseaba que ya fuera de mañana.

En el otro extremo de la mesa, cerca de la base de la lámpara, estaba el International Herald Tribune que nos habían dejado en la habitación. Lo levanté y revisé la primera plana sin prestarle demasiada atención.

Uno de los artículos, a una sola columna, en el costado derecho de la página, estaba encabezado por una fotografía de alguien bastante familiar. Aunque no me sorprendió verla, el contenido del artículo era amenazador.

ÚLTIMO JEFE DE LA KGB

ASESINADO EN EL NORTE

DE ITALIA

Por Craig Rimer

Servicio del Washington Post

Roma. Vladimir A Orlov, último jefe de la agencia de inteligencia soviética, kgb, fue encontrado muerto por la policía local en su residencia a 25 kilómetros de Siena Tenia 72 años. Fuentes diplomáticas revelaron aquí que el señor Orlov estaba escondido en la región toscana de Italia desde hace varios meses, después de su huida de Rusia.

Las autoridades italianas confirmaron que el señor Orlov murió en un ataque armado. Sus asaltantes no han sido identificados pero se cree que son enemigos políticos o miembros de la Mafia siciliana. Según informes no confirmados, antes de su muerte el señor Orlov podría haber estado involucrado en operaciones financieras ilegales. El gobierno ruso se negó a comentar la muerte de Orlov, pero en un comunicado de Washington esta mañana, el nuevo jefe de la CIA, Alexander Truslow dijo "Vladimir Orlov presidió la desmantelacion de la agencia mas grande de la opresión soviética por lo cual todos debemos estarle agradecidos. Todos lloramos su muerte ".

Me senté en la cama, el corazón apresurado a pesar del dolor en la cabeza, los brazos y las manos El artículo que venía después tenía que ver con el nuevo líder alemán "Vogel", decía el título, "acepta los lazos con los Estados Unidos"

Y luego "El canciller electo Wilhelm Vogel, de Alemania, cuya elección para el puesto se concretó días después de que cayera la Bolsa alemana hundiendo a la nación en el pánico total, ha invitado al nuevo jefe de la CIA, Alexander Truslow, a Alemania para pedirle consejo sobre cómo asegurar la amistad entre su país y los Estados Unidos El nuevo jefe de inteligencia aceptó la invitación como su primera visita oficial en el cargo y se cree que viajará a Bonn para un encuentro con el canciller electo y también con su colega alemán, el director de la Bundesnachrichtendienst, o Servicio de Inteligencia de Alemania Federal, Hans Koenig…”

Y yo sabía que Truslow estaba en peligro Lo que me preocupaba era la yuxtaposición.

Vladimir Orlov había advertido que los rusos duros podían tomar su país ¿Qué había dicho mi amigo corresponsal inglés, Miles Preston, sobre la relación entre Rusia y Alemania, sobre el hecho de que para que hubiera una Alemania fuerte, hacía falta una Rusia débil? Orlov, que había tratado de salvar a Rusia, junto con Sinclair, estaba muerto.Sobre la estela de una Rusia debilitada, sola, había subido al poder un nuevo líder alemán.

Los teóricos de la conspiración, entre quienes no me cuento (como ya dije), aman hablar y analizar el problema de los neonazis, como si lo único que Alemania quisiera fuera volver al Tercer Reich Es una tontería, una estupidez total: los alemanes que conozco, los que finalmente llegué a apreciar durante mi breve paso por Leipzig, no eran así. No eran nazis ni camisas negras, no llevaban esvásticas ni nada parecido Eran personas buenas, decentes, patrióticas, semejantes en esencia al ruso promedio, al estadounidense promedio, al sueco promedio, al camboyano promedio.

Pero, ¿acaso el punto de la discusión era la gente, el pueblo? No, seguramente no.

Recordaba lo que me había dicho Miles Preston

Alemania, hombre, Alemania La ola del futuro. Estamos a punto de ver el nacimiento de una nueva dictadura alemana. Y no va a ser accidental, Ben Hace mucho tiempo que la planifican.

La planifican…

Y Toby me había advertido sobre un complot para asesinar a alguien.

Y así fue como de pronto, se encendió una luz, un brillo profundo en la oscuridad, un momento de revelación.

Lo que lo provocó fue la imagen del asesinado Vladimir Orlov. Había hablado de la caída del mercado de valores estadounidense en 1987.

Una "caída" del mercado de valores, para usar sus palabras, no es necesariamente un desastre para el que esta preparado. Al contrario, un grupo de inversores con información certera puede hacer grandes ganancias en una de esas caí das.

¿Acaso los Sabios hicieron dinero en ese colapso?, le había preguntado yo

Sin duda, me había dicho él Usaron programas computarizados para mercados y mil cuatrocientas cuentas diferentes, calibraron con precisión lo que pasaba en el Nikkei de Tokio y movieron los hilos del comercio en el momento exacto con la velocidad exacta. Ah, no sólo hicieron vastas sumas de dinero con la caída, señor Ellison la provocaron.

Si los Sabios habían provocado la caída de la Bolsa en 1987, significativa y sin embargo relativamente benigna…

¿No habrían hecho lo mismo en Alemania?

Había un cáncer de corrupción en la CIA, había dicho Alex. Una corrupción que incluía reunir y usar datos muy secretos de inteligencia económica y de todo el mundo para manipular mercados y por lo tanto, naciones.

¿Sería cierto?

Y si era cierto, ¿podría haber un motivo más oscuro aún para que el canciller electo Vogel invitara a Alexander Truslow a visitar Alemania?

¿Y si había protestas en Bonn contra el jefe de espías de los Estados Unidos? Después de todo, las manifestaciones neonazis estaban a la orden del día, siempre en las noticias. ¿Quién se sorprendería si Alex Truslow moría a manos de un "extremista" alemán? Era un plan perfecto, lógico.

Y, sin duda, Alex sabía demasiado de los Sabios, demasiado de la caída de la Bolsa en Alemania…

Eran las nueve de la mañana en Washington cuando conseguí hablar con Miles Preston.

– ¿La caída de la Bolsa alemana? -repitió con un gruñido, como si yo estuviera completamente loco-. Ben, la Bolsa cayó porque los alemanes formaron un mercado unificado, único, la Deutsche Börse. No hubiera pasado hace cuatro años. Ahora dime, ¿desde cuándo ese súbito interés por la economía alemana?

– No puedo decírtelo, Miles…

– Pero, ¿en qué andas? Estás en Europa, ¿no? ¿Dónde?

– Digamos Europa y dejémoslo ahí.

– ¿Y en qué estás metido?

– Lo lamento.

– Ben Ellison… somos amigos. Sé franco conmigo.

– Si pudiera,… Pero no.

– Mira, de acuerdo, de acuerdo. Si no me vas a decir nada, por lo menos déjame ayudarte. Voy a preguntar un poco, investigación de campo, a amigos. Dime dónde llamarte.

– No puedo.

– Llámame tú entonces…

– Sí, Miles -dije y corté.

Empezaba a entender algo.

Durante un rato muy largo me quedé sentado en el borde de la cama, mirando por la ventana la elegante vista de la Para-deplatz, los edificios brillantes bajo el sol, y me sentí paralizado de pronto por un terror enorme, oscuro, opaco.

43

No dormí. No podía.

En lugar de eso, llamé a uno de los muchos abogados que conocía en Zúrich. Tuve la suerte de encontrarlo en la ciudad y en su oficina. John Knapp era un abogado especializado en leyes de corporaciones, la única práctica que me parecía más aburrida que la relacionada con las patentes. Había estado viviendo en Zúrich y trabajando para una firma de abogados estadounidense con sucursal suiza, desde hacía cinco años. Sabía más que cualquier otra persona que yo conociera sobre el sistema bancario de los suizos. Había estudiado en la Universidad de Zúrich y supervisado más de una transacción secreta no del todo limpia para algunos de sus clientes. Knapp y yo nos conocíamos desde la universidad, donde habíamos estado en la misma sección y el mismo año, y de vez en cuando jugábamos al squash juntos. Yo sospechaba que en el fondo yo le desagradaba tanto como él a mí, pero nuestros tratos nos unían como profesionales y los dos fingíamos compañerismo, camaradería ruidosa, como tantos hombres que se conocen.

Le dejé una nota a Molly, que seguía durmiendo, para avisarle que volvería en una hora o dos y tomé un taxi en la puerta del hotel. Le pedí al chofer que me llevara a Kronenhalle en la Ramistrasse.

John Knapp era un hombre bajito, delgado, con un caso terminal de la enfermedad de los petisos. Como un chihuahua que amenaza a un San Bernardo, se hinchaba todo el tiempo con sus gestos imperiosos, lo cual lo convertía en alguien levemente ridículo, como un personaje de dibujo animado. Tenía ojitos marrones y cabello castaño muy corto, salpicado de gris y cortado en bandas. Ese corte le daba el aspecto de un monje disoluto. Después de tantos años en Zúrich, había empezado a tomar el color local y en cuanto a la ropa, parecía un banquero suizo. Usaba un traje azul, inglés, y una camisa rayada que seguramente eran de Charvet, en París. No había duda de que de allí provenían los gemelos. Había llegado quince minutos tarde a la cita: sin duda un movimiento para demostrar su poder. Era un tipo que leía libros sobre cómo demostrar el poder que uno tiene y conseguir éxito y dominio en un almuerzo o acorralar a alguien en una oficina.

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