Así que era verdad. Alex Truslow tenía razón.
Pero… ¿miles de millones de dólares?
¿Entonces todo tenía que ver con el dinero? ¿Esa era la respuesta? El dinero siempre ha motivado los grandes actos del mal. ¿Era el dinero la razón por la que Sinclair y los otros habían muerto, por la que estaban destrozando la Agencia, como decía Edmund Moore?
Miles de millones de dólares.
El ex jefe de la kgb me miraba con arrogancia, casi con superioridad, y trataba de arreglarse los anteojos.
– Y ahora -dijo con un suspiro, pasando al inglés-, es sólo cuestión de tiempo antes de que me encuentren los míos. De eso no tengo duda alguna. No estoy totalmente sorprendido de que usted me haya rastreado. No hay lugar en la Tierra, por lo menos no un lugar tolerable, en el que no puedan encontrar a quien quieran, cualquiera de ellos. Pero lo que no sé es por qué, por qué decidió poner en peligro mi vida y venir aquí. Es algo muy, pero muy estúpido. -Tenía un inglés excelente, aparentemente fluido y de acento británico.
Yo respiré hondo y dije:
– Tuve muchísimo cuidado al venir. Tiene muy poco de qué preocuparse. -La expresión del ruso no cambió. Respiraba despacio por la nariz. Los ojos, quietos, no tenían ninguna expresión, no lo traicionaban. -Estoy aquí para arreglar las cosas. Para rectificar el mal que haya hecho mi suegro. Estoy dispuesto a ofrecerle mucho dinero si me ayuda a localizar ese dinero.
Él levantó los labios en una mueca de desprecio.
– A riesgo de que me crea grosero, señor Ellison, me interesaría muchísimo que me diera su definición de "mucho".
Yo asentí y me levanté. Volví a poner la pistola en el bolsillo y retrocedí hasta quedar fuera de su alcance físico. Me agaché y me levanté el mono para que viera los fajos de dólares que había pegado a mis tobillos con bandas. Solté los seguros de Velcro que había comprado en un negocio de deportes de Siena, y el dinero salió en dos partes.
Las puse a ambas sobre la mesa.
Era mucho dinero, probablemente más del que había visto Orlov en toda su vida, y ciertamente más de lo que yo podía imaginarme. Tuvo un efecto persuasivo.
El miró los paquetes uno por uno, los hojeó, y aparentemente se convenció de que eran verdaderos. Levantó la vista y dijo:
– Serán… ¿cuánto? ¿Tal vez unos tres cuartos de millón?
– Tal vez un millón entero -dije.
– Ah -dijo él, los ojos muy abiertos. Y después rió, una risa despectiva, aguda. Empujó los montones hacia mí con un gesto teatral. -Señor Ellison, estoy en una situación financiera muy difícil. Pero a pesar de lo mucho que me ofrece… no creo que sea gran cosa comparado con lo que me hubiera tocado en el trato con Sinclair.
– Sí -dije-, con su ayuda, yo puedo localizar el dinero. Pero tenemos que hablar.
Él sonrió.
– Aceptaré su dinero como prueba de buena fe. No soy tan orgulloso. Y sí, hablemos. Hasta que lleguemos a un acuerdo.
– En ese caso, lo primero que quiero saber es: ¿quién mató a Harrison Sinclair?
– Yo esperaba que usted pudiera decirme algo sobre eso, señor Ellison.
– Los que cumplieron la orden fueron agentes de la Stasi -dije.
– Es probable, sí. Pero fueran Stasi o Securitate, no tenían nada que ver conmigo. Ciertamente no me interesaba eliminar a Harrison Sinclair.
Levanté una ceja, como haciéndole una pregunta.
– Cuando mataron a Sinclair -dijo Orlov-, yo y mi país perdimos más de diez mil millones de dólares, robados.
Sentí que enrojecía, que me ardía la piel. Al parecer, el ex jefe de la kgb decía la verdad. Me latía el corazón con fuerza.
No había nada modesto en la villa toscana de Orlov, pero tampoco vivía en medio del lujo como algunos de los nazis en Brasil y Argentina, después de la Segunda Guerra Mundial. Una gran suma de dinero no sólo podía darle a ese hombre una vida de lujos sino, sobre todo, protección por el resto de su vida.
¿Pero diez mil millones?
Orlov siguió hablando.
– ¿Cómo era ese libro de memorias escrito por ese director de la CIA de tiempos de Nixon, William Colby? Hombres de honor, ¿no se llamaba así?
Asentí, preocupado. No me gustaba mucho Orlov, aunquelas razones no tenían tanto que ver con la ideología o la rivalidad aguda que la gente creía ver entre los hombres de la kgb y la CIA. Hal Sinclair me había dicho una vez que cuando era jefe de estación en varias capitales del mundo, algunos de sus mejores compañeros y hasta amigos eran hombres de la estación de la kgb. Somos… ¿o debería decir fuimos?… más semejantes que distintos.
No, a mí me repelía la forma relamida en que se comportaba. Hacía unos momentos me había estado atacando como una mujer y ahora se sentaba como un pachá y pensaba en ucraniano, por Dios.
– Bueno -dijo-, Bill Colby era, es, un hombre de honor. Tal vez demasiado para su profesión; y hasta que me traicionó, yo creía que Harrison Sinclair también lo era.
– No entiendo.
– ¿Cuánto le dijo de esto?
– Muy poco -admití.
– Justo antes de la caída de la Unión Soviética -agregó él-, hice un contacto secreto con Harrison Sinclair, usando canales que no se habían usado en muchos años. Hay… bueno… formas… Y le pedí ayuda.
– ¿Para qué?
– Para sacar la mayor parte de las reservas de oro de mi país -dijo.
Yo estaba atónito… pero lo que decía tenía cierto sentido. Concordaba con lo que yo sabía, con lo que había leído en la prensa y lo que me habían dicho mis amigos.
La CIA siempre había calculado que la Unión Soviética tenía unas decenas de miles de millones de dólares en oro, guardadas en las bóvedas centrales en Moscú y sus alrededores. Pero luego, de pronto, inmediatamente después del golpe de estado de la línea dura del comunismo, el que fracasó en agosto de 1991, el gobierno soviético anunció que apenas tenía tres mil millones.
Esa novedad desató olas de inquietud en la comunidad financiera. ¿Dónde diablos podía estar el resto del oro? Hubo todo tipo de informes. Uno, que según los rumores, era confiable, afirmaba que el Partido Comunista Soviético había ordenado que se escondieran fuera del país 150 toneladas de plata, 8 toneladas de platino, y por lo menos 60 toneladas de oro. Se dijo que los funcionarios del Partido Comunista podían haber escondido hasta cincuenta mil millones de dólares en Bancos occidentales, en Suiza, en Monaco, en Luxemburgo, en Panamá, en Licchtenstein y en un grupo de Bancos de islas financieras, incluyendo las Caimán.
El Partido Comunista Soviético, se dijo, había lavado dinero con furia en los últimos años de su existencia. Se crearon empresas falsas con capitales soviéticos para sacar dinero del país.
En realidad, el gobierno de Yeltsin llegó a pagarle a una firma de investigadores estadounidenses, Kroll y asociados -una de las mayores competidoras de Alex Truslow- para que rastreara el dinero, pero la verdad es que nunca consiguieron nada. Hasta se dijo que hubo un enorme traslado de dinero a Bancos de Suiza ordenado por el jefe del Partido, que terminó suicidándose -o fue asesinado- un día o dos después del fracaso del golpe.
¿Serían los antiguos camaradas de Orlov, que trataban de impedir que yo rastreara el oro, los que habían matado a Charles Van Aver, hombre de la CIA, en Roma?
Yo escuchaba, aturdido.
– Rusia -dijo él-, Rusia se derrumbaba.
– Quiere decir que la Unión Soviética se derrumbaba…
– Las dos. Hablo de las dos. Para mí y para todos los que tuvieran cerebro era más que evidente que la Unión Soviética estaba a punto de pasar a las cenizas de las historia, para usar la cansada frase de Marx. Pero Rusia, mi amada Rusia, también estaba en esa situación. Gorbachov me había pedido que manejara la kgb después de que Kryuchkov intentó el golpe. Pero el poder se le estaba escapando de las manos. Los duros estaban saqueando las riquezas del país. Sabían que Yeltsin iba a tomar el poder y estaban esperando la oportunidad de destruirlo.
Yo había leído mucho acerca de misteriosas desapariciones de bienes rusos: metales preciosos, dinero fuerte, hasta arte. Lo que él me decía no era nuevo para mí.
– Por eso -siguió diciendo él- se me ocurrió un plan para sacar del país la mayor cantidad posible de oro ruso. Los duros tratarían de volver pero si yo podía mantener sus manos sucias lejos de las riquezas del país, no tendrían nada. Yo quería salvar a Rusia del desastre.
– Hal Sinclair también -dije, tanto para él como para mí mismo.
– Sí, yo sabía que él estaría de acuerdo. Pero lo que yo le propuse lo asustó. Era una operación extraoficial, una operación en la que la CIA ayudaría a la kgb a robar el oro de Rusia. Sacarlo del país. Y un día, cuando todo estuviera en calma, lo recuperaríamos.
– ¿Pero por qué quería la ayuda de la CIA?
– El oro es muy difícil de mover. Extraordinariamente difícil de mover. Y dada la vigilancia a que me sometían, yo no podría haberlo sacado en persona. Mi gente y yo estábamos bajo constante escrutinio. Y ciertamente no podía venderlo porque lo rastrearían hasta mí en un segundo.
– Y para eso se encontraron en Zúrich.
– Sí. Fue algo muy complicado. Nos encontramos con un banquero que conocíamos y en quien confiábamos. Él estableció un sistema de cuentas para recibir el oro. Sinclair aceptó mis condiciones, aceptó que se me permitiera "desaparecer". Sacó todos los datos relevantes de los bancos de datos de la CIA.
– Pero, ¿cómo se las arregló la CIA o Sinclair para sacar el dinero?
– Ah -dijo él, con cansancio-, hay formas, ya sabe… Los mismos canales que se usaban para sacar a los desertores de Rusia en los viejos días.
Esos canales (yo lo sabía) incluían el sistema de correos militares, protegido por la Convención de Viena. Ese método en particular se usó para sacar a varios desertores de detrás de la Cortina de Hierro. Yo me acuerdo de haber oído hablar de uno de ellos, Oleg Gordievsky, legendario en los chismes de la Agencia, que había salido del país en un camión de muebles. No era verdad, pero por lo menos era plausible.
Él siguió hablando.
– Se puede tratar a un avión militar como a una valija diplomática y si es así, ese avión puede salir del país sin revisación aduanera. Y hay camiones sellados, por supuesto. Unos pocos métodos eran de la CIA; nosotros no teníamos acceso a ellos porque nos vigilaban demasiado. Había informantes en todas partes, incluso entre mis secretarias y secretarios personales.