Литмир - Электронная Библиотека

Metí la mano en el bolsillo delantero de mi mono, toqué la empuñadura de la pistola Sig-Sauer. Acaricié con los dedos el frío tranquilizador del acero del cañón.

Estaba de pie frente a dos altas puertas de roble El zumbido venía a intervalos regulares, desde adentro.

Tomé la pistola y, agachándome lo más posible, abrí una de las puertas, sin saber quién o qué estaría adentro.

El lugar era un enorme comedor vacío con paredes y pisos desnudos y una inmensa mesa de roble preparada para el almuerzo de una sola persona. Esa persona ya había almorzado, eso era evidente.

El único comensal, sentado en un extremo de la mesa, tocaba el timbre para llamar a un ama de llaves que no podía contestarle Era un hombrecito calvo, viejo, aparentemente inofensivo, con anteojos gruesos, de marco negro Lo había visto en fotos miles de veces pero no tenía idea de que fuera tan chiquito.

Vladimir Orlov usaba un traje y una corbata, cosa rara ¿a quién podía estar esperando allí, escondido en Toscana? El traje no tenia la elegancia inglesa, como los que les gustaba usar a los rusos en posiciones de poder. Al contrario era antiguo, estaba mal hecho, era de manufactura soviética o de Europa del Este, probablemente muy viejo.

Vladimir Orlov, el último jefe de la kgb, cuya cara, dura ysin sonrisa, había visto muchísimas veces en los archivos de la Agencia, en diarios y en revistas. Mikhail Gorbachov lo había puesto en la Agencia para reemplazar al traidor anterior que había tratado de sacarlo del gobierno durante las últimas convulsiones del poder ruso. Sabíamos muy poco sobre él, excepto que lo consideraban "confiable" y "pro Gorbachov" y otros rasgos tan vagos y tan poco fáciles de probar como esos.

Ahora estaba sentado frente a mí, chiquito y retorcido. Todo el poder parecía habérsele escurrido del cuerpo.

Levantó la vista, hizo un gesto de desprecio y dijo en un ruso con acento de Siberia:

– ¿Quién es usted?

Tardé unos segundos en contestar, pero cuando lo hice, fue con una facilidad de palabra en ruso que me sorprendió:

– Soy el yerno de Harrison Sinclair -dije-. Estoy casado con su hija, Martha.

El viejo parecía haber visto un fantasma. Se le frunció el ceño y luego levantó bruscamente la vista; los ojos se afinaron, después se abrieron del todo. Parecía pálido, de pronto.

– Bozhe moi -susurró-. Bozhe moi. -Ay, mi Dios.

Yo lo miré, el corazón en la boca, sin entender lo que significaban esas palabras, sin saber quién pensaba él que era yo.

Se levantó lentamente, y me señaló, como acusándome.

– ¿Cómo diablos entró aquí?

No le contesté.

– Qué estupidez, qué estupidez ha hecho al venir aquí. -Las palabras eran un susurro apenas audible. -Harrison Sinclair me traicionó. Y ahora van a matarnos a los dos.

35

Caminé despacio hacia el interior cavernoso del comedor. Mis pasos hacían eco contra las paredes desnudas, los altos techos en forma de bóveda.

Detrás de su calma glacial, de sus gestos imperiales, los ojos de Vladimir Orlov iban de un lado a otro, angustiados.

Pasaron varios minutos de silencio.

Mis pensamientos corrían al galope.

Harrison Sinclair me traicionó. Y ahora nos van a matar a los dos.

¿Traicionarlo? ¿Qué significaba eso?

Orlov volvió a hablar, la voz clara y resonante, reverberando en el silencio.

– ¿Cómo se atreve a venir a verme?

El viejo puso una mano sobre la parte inferior de la mesa y tocó un botón. Desde algún lugar en el vestíbulo llegó el sonido del timbre. Luego, pasos en el interior de la casa. El ama de llaves, probablemente despierta ya pero atada y amordazada, no contestaba los llamados. Pero tal vez uno de los guardias había oído el ruido y venía a ver si todo estaba bien.

Saqué la pistola del bolsillo y apunté al jefe de la kgb. Me pregunté si Orlov se habría visto en esa situación alguna vez. En los círculos de inteligencia en los que había trabajado, por lo menos según los informes y las suposiciones que yo había leído, no había revólveres ni dardos envenenados. En esos círculos, las armas eran los informes y los memorandos.

– Quiero que sepa -dije, con la pistola bajo la mesa- que no tengo intenciones de hacerle daño. Tenemos que charlar un poco, usted y yo. Después voy a irme de esta casa. Cuando aparezca el guardia, quiero que le asegure que todo está bien. Si no lo hace, creo que voy a verme obligado a matarlo.

Antes de que pudiera seguir hablando, se abrió de par en par la puerta de la habitación y un guardia que no había visto antes me apuntó con una automática mientras me ordenaba:

– ¡No se mueva!

Sonreí como si no me importara, miré al viejo una sola vez,y después de un momento de duda, él le dijo al guardia: -Vete. Todo está bien, Volodya. Yo estoy bien. Fue un error.

El guardia bajó la pistola, me miró de arriba abajo -el verme vestido como trabajador le pareció sospechoso-, y dijo:

– Perdone. -Retrocedió y cerró la puerta despacio detrás de él.

Me acerqué a la mesa y me senté cerca de Orlov. Había sudor en su frente; la cara, de cerca, parecía cenicienta. Glacial e imperiosa, sí, pero muy asustada aunque el hombre trataba de no demostrarlo.

Estaba sentado a unos pocos metros, demasiado cerca para su gusto y volvió la cabeza cuando habló. Una expresión de asco le cruzó la cara.

– ¿Para qué vino? -gruñó.

– Por un acuerdo que usted tenía con mi suegro -dije. Hubo una larga pausa durante la cual me concentré, tratando de oír la voz del pensamiento, pero no conseguí nada.

– Sin duda lo siguieron. Está poniéndonos en peligro a los dos.

Apreté los labios, sin contestarle, concentrándome más, y de pronto oí un ruido, una frase sin sentido, algo que no entendí. Una onda de pensamiento pero nada que pudiera servirme en absoluto.

– Usted no es ruso, ¿verdad?

– ¿Para qué vino? -dijo Orlov, retorciéndose en la silla. Su codo tomó un plato y lo empujó contra otro con un ruido agudo. Su voz empezaba a elevarse, a ganar en fuerza y gritó: -¡Estúpido!

Oí otra frase mientras él hablaba, algo que no entendí, algo en una lengua desconocida. ¿Qué era eso? Ruso, no, no podía ser ruso, no me era familiar. Hice un gesto, cerré los ojos, escuché, oí un alarido de vocales, palabras que no podía decodificar.

– ¿De qué se trata todo esto? -preguntó-. ¿Para qué vino? ¿Qué está haciendo? -Movió la silla de roble tallado para levantarse. La silla chilló contra el suelo de terracota.

– Usted nació en Kiev. ¿Verdad?

– ¡Fuera!

– No es ruso. Es ucraniano.

Él se levantó y empezó a retroceder por la habitación.

Yo me puse de pie otra vez y volví a empuñar la Sig aunque no quería amenazarlo de nuevo.

– Quédese ahí, por favor.

Él se quedó quieto.-Su ruso tiene un leve acento ucraniano. Las "ges", diría yo.

– ¿Para qué vino?

– Su lengua nativa es el ucraniano. Usted piensa en ucraniano, ¿verdad?

– Si lo sabe -dijo él como ladrando-, no necesitaba venir y ponerme en peligro para decirme eso. Harrison Sinclair lo sabía. -Dio un paso hacia mí, como para amenazarme, un intento torpe de recuperar su ventaja sicológica. Su viejo traje estalinista le colgaba como un traje de espantapájaros. -Si tiene algo que decirme o algo que darme, será mejor que sea algo increíble. Si no, no vale la pena. -Otro paso. Luego agregó: -Voy a suponer que es así y le daré cinco minutos para explicarse. Después, será mejor que se vaya.

– Siéntese, por favor -dije, haciendo un gesto con la pistola hacia la silla-. No va a llevarme mucho, se lo aseguro. Mi nombre es Benjamin Ellison. Como ya le dije, estoy casado con Martha Sinclair, la hija de Harrison Sinclair. Martha heredó todas las propiedades y fondos de su padre. Sus contactos, y estoy seguro de que los tiene y muchos, pueden confirmarle mi identidad.

Pareció relajarse, y luego, de pronto, se lanzó contra mí, como si perdiera el equilibrio, las manos extendidas hacia adelante. Con un sonido inhumano, casi gutural, un alarido retorcido y ahogado, se me tiró encima, tomándome de las rodillas, tratando de hacerme perder el equilibrio. Yo me di vuelta en el aire, lo tomé del hombro y lo aplasté contra el piso.

Él se dejó caer bajo la mesa de roble, jadeando, la cara roja.

– No -gruñó. Se le salieron los anteojos. Los miré rebotar en el piso, a medio metro de su mano.

Yo mantenía la pistola sobre él mientras me agachaba a buscarlos. Con el brazo libre, traté de ayudarlo a levantarse. Me costó un poco.

– Por favor, no vuelva a intentar algo así.

Orlov se dejó caer en la silla más cercana como una marioneta, exhausto pero alerta. Siempre me ha fascinado el hecho de que los líderes mundiales, cuando ya no tienen poder, se sienten tan palpablemente disminuidos, incluso a nivel físico. Me acordé de mi encuentro con Gorbachov en la Escuela Kennedy de Boston, me acordé de cómo le había dado la mano después de una conferencia unos años después de que lo echaran sin ceremonias del Kremlim, después de la ascensión al poder de Boris Yeltsin. Me pareció chiquito entonces, muy mortal, muy común. Sentí lástima por él.

Una frase en ruso.

La oí, oí sus pensamientos: una frase reconocible en ruso enmedio de la corriente de ucraniano, como un pedacito de uranio en el grafito.

Sí, había nacido en Kiev. A los cinco años, la familia se mudó a Moscú. Como el médico de Roma, él también era bilingüe, aunque pensaba sobre todo en ucraniano, con algo de ruso en el medio.

La frase que había pensado se traducía como los sabios,

– Usted sabe muy poco -dije, fingiendo gran seguridad- de los Sabios.

Orlov rió. Tenía los dientes mal cuidados, desparejos y manchados.

– Yo sé todo, señor… Ellison.

Miré su cara con cuidado, concentrándome, para ver qué podía recoger. Otra vez, la mayor parte estaba en ucraniano. Aquí y allí encontraba palabras parecidas a las rusas, inglesas o alemanas. Oí algo como Tsyurikh, algo que tenía que significar "Zúrich". Oí Sinclair y algo que parecía banco, aunque no estaba seguro.

– Tenemos que hablar -dije-. De Harrison Sinclair. Del trato que hizo con usted.

Otra vez me incliné hacia él, como pensando. Una corriente de palabras extrañas salía de su cabeza, baja e indistinta, confusa, pero una palabra me gritó algo. De nuevo, Zúrich, o algo parecido.

– ¡El trato! -dijo en tono de burla. Rió: una risa seca, fuerte. -¡Me robó miles de millones de dólares a mí y a mi país… miles de millones! ¿Se atreve a llamarlo trato?

47
{"b":"98850","o":1}