Литмир - Электронная Библиотека

El doctor Pasqualucci me miró como un halcón furioso, la cara toda roja, y yo empecé a recibir sus pensamientos con claridad sorprendente.

Una hora más tarde, ya estaba maniobrando el Lancia a través del tránsito ruidoso, enloquecido, ensordecedor, hacia las afueras de Roma, por la calle del Trullo, y después por la calle S. Guiliano, una sección desolada y moderna de la ciudad. Unos pocos metros más allá localicé el bar y me detuve.

Era uno de esos bares para todo uso, un bar con todo lo demás incluido, un edificio pintado de blanco con una puerta a rayas amarillas, muebles de jardín de plástico blanco apilados al frente, y un cartel de la marca de café Lavazza con la inscripción: ROSTICCERIA-PIZZERIA-PANINOTECA-SPAGHETTERIA.

Faltaban veinte minutos para las diez y el lugar estaba lleno de obreros y adolescentes en camperas de cuero, que tomaban algo en el bar. Un tocadiscos aullaba una vieja canción estadounidense que reconocí: Quiero bailar con alguien. Descubríque era Whitney Houston.

Mi contacto de la cia, Charles Van Aver -el hombre que me había llamado al hotel antes- no estaba allí. Era demasiado temprano y seguramente estaba en el auto, en el estacionamiento. Me senté en un banquito de plástico en la barra y pedí un Averna. Miré la multitud. Uno de los adolescentes jugaba a las cartas en un juego que parecía involucrar la necesidad de tirar las cartas contra la mesa. Una gran familia se había reunido alrededor de una mesa demasiado chica, a hacer un brindis. Nada de Van Aver y -excepto yo- todos parecían pertenecer a ese medio.

En el consultorio del cardiólogo había confirmado definitivamente lo dicho por el doctor Mehta: que una persona bilingüe piensa en los dos lenguajes, una especie de mezcla extraña. Los pensamientos del doctor Pasqualucci eran una mezcla retorcida, una fusión de italiano e inglés.

Mi italiano no era fluido pero bastaba para permitirme entender lo que pensaba.

Escondida en el suelo de su depósito, una pequeña habitación que evidentemente contenía elementos de limpieza, escobas y cepillos, papel de fotocopias, discos de computadora, cintas de máquinas de escribir y cosas semejantes, había una caja de seguridad reforzada con cemento. Tenía muestras de sustancias secretas, archivos de un desagradable caso de mala práctica en el que había estado involucrado hacía diez años y varios ficheros de pacientes. Esos pacientes eran políticos italianos de primer nivel, y de partidos rivales, el jefe ejecutivo de uno de los grandes imperios automotrices de Europa, y Vladimir Orlov.

Mientras el doctor Pasqualucci me ponía el estetoscopio en el pecho y escuchaba, yo agonizaba dilucidando cómo podía hacerle pensar el número de combinación de la caja, y cómo podría llegar a ella, cuando de pronto, oí algo, un zumbido no del todo claro, una onda corta de radio que venía hacia mí y a veces se desvanecía, y las palabras:

Volte-Basse

y Castelbianco

Y otra vez: Volte-Basse… Castelbianco y Orlov…

Y supe que eso era lo único que necesitaba.

Pero Van Aver no había aparecido. Yo tenía su fotografía en mi memoria: un hombre grande, de cara roja, un sureño bebedor de sesenta y ocho años. Usaba el cabello blanco tan largo que se le curvaba sobre el cuello, por lo menos en las últimas fotos de la Agencia. Tenía la nariz grande y marcada por venas, propio de los alcohólicos. Un alcohólico, decía Hal Sinclair, es una persona que bebe más o menos lo mismo que tú y que no te cae bien.

A las diez y cuarto, pagué la cuenta y me deslicé hacia afuera por la puerta del frente del bar restaurante. El estacionamiento estaba oscuro pero vi la variedad típica de Fiat Pandas, Fiat Ritmos, Ford Fiestas, Peugeots y un Porsche negro. Después de los ruidos del bar, me gustaba la quietud del estacionamiento oscuro. Respiré una vez el aire frío que parecía más limpio y más tonificante en esa parte de Roma.

En la última fila de autos había un Mercedes brillante color oliva, licencia de Roma 17017. Y ahí estaba, dormido en el asiento del conductor, tirado hacia adelante, como un viejo. Yo hubiera esperado que tuviera el motor encendido, que estuviera impaciente por llevarme a Toscana en el viaje de tres horas de autopista, pero no, el auto estaba a oscuras. Y la luz del interior tampoco estaba encendida. Van Aver, supuse, dormía en las vastas cantidades de alcohol que según su ficha personal era su costumbre consumir. Un alcohólico, sí, pero un hombre que conocía a todos, que se movía bien en muchos medios. Por esas cualidades, se le toleraban sus pecadillos.

El parabrisas estaba empañado. Cuando me acerqué pensé en si sería prudente insistirle en manejar yo mismo o si lo ofendería en su ego. Me deslicé dentro del auto y traté de oír sus pensamientos, algo que se había convertido en un acto casi automático. Quería oír esos fragmentos interesantes de la gente que duerme.

Pero no había nada. Un silencio completo. Me pareció extraño, ilógico…

… y un segundo después, me sacudió una ola vertiginosa y desesperada de adrenalina.

Vi cómo se curvaba el largo cabello blanco de Van Aver contra su cuello, contra el suéter de cuello alto color azul marino, la boca abierta en lo que parecía un ronquido y debajo, el cuello abierto de un extremo al otro, grotesco. Una mancha terrible de color rojo oscuro se le deslizaba por las solapas de la chaqueta; el cuello pálido, arrugado, seguía soltando el lago rojo de sangre que mis ojos al principio se negaban a aceptar. Vi que estaba muerto y salté para salir del auto cuanto antes.

32

Corrí hacia la calle del Trullo, con el corazón en la boca, y encontré allí el auto alquilado. Estuve manoseando la llave un rato hasta que finalmente conseguí abrirlo y hundirme en el asiento delantero. Respiré despacio, una y otra vez, hasta que conseguí tranquilizarme.

El problema era que de pronto me habían arrojado otra vez a la época de la pesadilla, estaba otra vez en París. Descubrí que recordaba cosas todo el tiempo, casi como en un caleidoscopio. Me volvía a la mente la calle Jacob, los dos cuerpos, uno de ellos el de mi amada Laura… una y otra y otra vez.

Sea cual sea la mística del trabajo clandestino de inteligencia, generalmente no incluye asesinatos ni acciones violentas. Esos momentos son las excepciones, nunca la regla, y aunque en el escenario de la Guerra Fría, todos estábamos entrenados para enfrentarnos con eventuales derramamientos de sangre, la sangre en sí casi nunca entraba en nuestras vidas.

La mayor parte de los que trabajan en la clandestinidad ven muy poca violencia durante sus carreras; mucho estrés y mucha ansiedad, sí, pero muy poca violencia directa. Y cuando la encuentran, si la encuentran, reaccionan como cualquier otra persona: todo eso les da asco, los llena de repulsión, se dejan dominar por el instinto del tipo de pelea-o-huida. La mayoría de los agentes que tiene la mala suerte de encontrarse con mucha sangre al comienzo de la carrera se quema pronto y se retira en pocos años.

Pero a mí me pasaba algo distinto. La exposición a la sangre y a la violencia tocaba un resorte muy adentro en mi interior. Apagaba algo: el horror esencial de todo ser humano frente a la violencia. En lugar de horrorizarme, me convertía en una persona furiosa, decidida, lógica, tranquila. Era como si me dieran un sedante por vía intravenosa.

Mientras trataba de encontrarle sentido a lo que acababa de suceder, repasé mentalmente una lista metódica, lenta, deposibilidades. ¿Quién más sabía que iba a encontrarme con Van Aver? ¿A quién le habría contado él mismo? Es decir, ¿a quién le habría contado que tuviera interés en mandarlo matar? ¿Y por qué razón?

Me hubiera gustado creer que lo habían matado las mismas personas que me habían seguido desde mi llegada a Roma. Lo cual inmediatamente hacía surgir la pregunta de por qué no me habían eliminado a mí. Obviamente, quienquiera que le hubiera cortado el cuello a Van Aver, me había precedido en el tiempo así que no tenía sentido creer que había sido alguien que me había seguido a mi cita (y además, yo había tomado elaboradas precauciones al dejar el consultorio de Pasqualucci).

Eso indicaba que había alguien, una persona o un grupo, dentro de la cia, que había hecho matar a Van Aver. Alguien que sabía que iba a encontrarse conmigo, alguien que había interceptado la comunicación entre Toby Thompson en Washington y Van Aver en Roma.

Y sin embargo, cuanto más pensaba en el asunto, más tenía que aceptar la posibilidad de que los culpables no tenían por qué ser de la cia necesariamente, que tal vez habían sido ex Stasi.

Así que esa línea de deducción no me servía para nada.

¿Y el motivo? No lo habían hecho pensando que era yo: Van Aver y yo no nos parecíamos para nada, nadie hubiera podido cometer ese error. Y seguramente había habido otras oportunidades, si el objetivo hubiera sido matarme.

No era que Van Aver poseyera información que alguien no quería que yo conociera. Su misión, me había informado Toby, era escoltarme a Toscana en cuanto supiera la dirección de Orlov y…

Y llevarme a ver a Orlov. Yo no conocía el protocolo; no sabía qué podía ayudarme a entrar en la casa del jefe retirado de la kgb. Ciertamente no era cuestión de tocar el timbre de la puerta.

¿No sería eso? ¿No sería ése el motivo para matar a Van Aver? ¿Impedirme llegar a Orlov? ¿Descorazonarme, frustrarme, hacérmelo lo más difícil posible? ¿Para que no averiguara ningún otro dato sobre los Sabios?

De pronto pegué un salto en el asiento.

No, no estaba razonando correctamente. Yo había llegado tarde a la cita con el hombre de la CIA. Deliberadamente, por táctica, pero había llegado tarde…

Como la mayoría de los agentes de campo, seguramente Van Aver había sido impecable en cuanto al horario. Quien quiera que lo hubiera sorprendido allí, con el cuchillo en la mano…Había esperado que estuviera con alguien.

Yo.

No sabía si ellos sabían que yo iba a encontrarme con Van Aver… pero sí sabían que Van Aver iba a ver a alguien…

Si hubiera llegado a tiempo, ¿estaría ahora recostado en el asiento del acompañante con la carótida partida en dos?

Me incliné sobre el asiento y respiré, despacio.

¿Posible? Sí, claro.

Todo era posible.

Para cuando salí de Roma con mis cosas en el baúl del Lancia, era más de medianoche. La autopista A-1 estaba bastante vacía, a excepción de los grandes camiones de transporte de mercaderías.

Había comprado un buen mapa de Toscana, uno del Touring Club Italiano que parecía abarcador y exacto. Fue muy fácil para mí guardarlo en mi memoria. Después localicé una ciudad pequeña llamada Volte-Basse, no muy lejos de Siena, a unas tres horas de viaje hacia el norte.

43
{"b":"98850","o":1}