Fui hasta la Piazza della Repubblica, no muy lejos de la estación de trenes de Roma y alquilé un auto en la agencia Maggiore con mi nombre falso, Bernard Mason, y con la licencia de conductor, más una tarjeta Visa dorada del Citibank. (En realidad, la tarjeta era real, pero las cuentas que pagaba el ficticio señor Mason se hacían efectivas a través de Fairfax, Virginia, es decir, la cía misma.) Me dieron un brillante Lancia negro, grande como un transatlántico: el tipo de auto que Bernard Mason, nuevo rico de los Estados Unidos, apreciaría más.
El consultorio del cardiólogo estaba cerca, sobre el Corso del Rinascimento, una calle ruidosa y llena de tránsito que nace en Piazza Navona. Estacioné en un estacionamiento subterráneo a una cuadra y media y localicé el edificio cuya entrada tenía una placa de bronce con la inscripción dott. ALDO PASQUALUCCI.
Había llegado temprano para la cita, unos cuarenta y cinco minutos más o menos, y decidí caminar hasta la plaza. Por muchas razones, sabía que era mejor respetar la hora señalada. Tenía que ver al cardiólogo a las ocho de la noche, un horario extraño, pero lo había hecho a propósito. El inconveniente, supongo, estaba diseñado para agrandar mi leyenda: ésa era la única hora del día en que el millonario estadounidense, Bernard Mason, podría encontrar un minuto para una entrevista con el médico. Con ese inconveniente, el doctor Pasqualucci seguramente estaría más decidido a cooperar y a ayudarnos. Pasqualucci era uno de los cardiólogos más renombrados de Europa, y el antiguo jefe de la kgb lo había consultado seguramente por esa razón. Así que era lógico que el señor Mason, que residía varios meses por año en Roma, buscara sus servicios. Lo único que sabía Pasqualucci era que ese estadounidense le había sido derivado por otro médico, un interno al que conocía sólo casualmente. Se le pedía cierto grado de discreción ya que el imperio de negocios del señor Mason podría sufrir incalculables pérdidas si alguien se enteraba de que había recibido tratamiento por un problema cardíaco. Pasqua-lucci no sabía que el médico que me había derivado también era empleado de la cia.
A esa hora de la tarde, los edificios barrocos color ocre de la Piazza Navona estaban iluminados con luces poderosas, una visión impresionante, dramática. La plaza estaba repleta de gente que se sentaba en los cafés, excitada, eléctrica, chillona. Había parejas que caminaban absortas en el amor, o mirando a otros. La plaza está construida sobre las ruinas de un antiguo Circo, el del emperador Domiciano. (Siempre me acuerdo de que fue Domiciano el que dijo: "Los emperadores son necesariamente los hombres más desdichados ya que sólo su muerte por asesinato convencerá al público de que las conspiraciones contra sus vidas son reales".)
Las luces de la tarde brillaban sobre el agua de las dos fuentes de Bernini a las que la gente parece acercarse siempre: la de los Cuatro Ríos en el centro de la plaza y la del Moro en el extremo sur. Era una plaza extraña, la Piazza Navona. Hace siglos se usó para carreras de carros y más tarde los papas ordenaron que la inundaran para poder presenciar dramatizaciones de batallas navales.
Caminé a través de la multitud, sintiéndome algo aislado de los demás: el espíritu feliz y efervescente de todos contrastaba mucho con mi ansiedad. Había pasado unas cuantas noches como esa, solo en ciudades extranjeras, y siempre me había parecido que el parloteo de las voces en idiomas extraños me producía somnolencia. Esa noche, claro, transformado (¿o sería mejor decir "afligido"?) por mi nueva habilidad, me sentía cada vez más confuso, mientras los pensamientos se fundían con las voces y los gritos en una sola corriente imposible de comprender.
Oí, en voz bien alta:
– Non ho mai avuto una settimana peggiore.
Después en la voz-pensamiento: Avessimo potuto salvarlo.
Y en voz alta:
– Luí é uscito con la sua ragazza.
En la voz interior, más suave: Poverino!
Y después otra voz confusa, de las del pensamiento, esta vez con evidente tono estadounidense: ¡Dejarme así sola, carajo!
Me volví. Era obviamente una estadounidense de menos de veinticinco años, en una remera con el escudo de Stanford y una chaqueta de lona prelavada, caminando sola a unos pocos pasos. La cara redonda, simple, estaba fija en una mueca de disgusto. Me vio mirándola y me miró con furia. Yo desvié la vista y entonces oí otra frase en un inglés estadounidense, y mi corazón empezó a latir con fuerza.
Benjamín Ellison. ¿Pero de dónde venía? Tenía que estar cerca, tenía que estar dentro de un círculo de dos metros a mi alrededor. Una de las personas que me rodeaban, una docena más o menos, pero, ¿cuál? Me costó mucho trabajo no darme vuelta en redondo y tratar de detectar a alguien que pareciera algo fuera de lugar, un tipo de la Agencia. Me volví como casualmente y oí…
no tiene que darse cuenta
… y empecé a acelerar el paso hacia la iglesia de St. Agnes, incapaz de distinguir a la persona en la multitud. Me apresuré hacia la izquierda, golpeé una mesa blanca en un café y también a una mujer mayor que perdió el equilibrio, mientras yo me hundía en la oscuridad de una callecita estrecha, inundada de olor a orina. Desde lejos oí gritos, la voz de una mujer, la de un hombre, los sonidos de la conmoción. Corrí por la calle y me escondí en un portal que parecía una especie de entrada de servicio. Me aplasté contra dos puertas altas de madera, mientras sentía la costra de la pintura desprendida contra el cuello y la cabeza. Incliné las rodillas y me dejé caer sobre el suelo de baldosas del vestíbulo. Veía hacia afuera por un vidrio de la puerta exterior, roto en el medio. Pensé que la oscuridad y las sombras me ocultarían.
Sí, un perseguidor.
Una figura grande, muy musculosa, se apresuró por el callejón, las manos extendidas como para mantener el equilibrio. Yo lo había visto en la plaza, a mi derecha, pero me había parecido italiano; se había fundido con los demás y la fusión había sido demasiado buena para el ojo de un extranjero. Cuando pasó frente a mí, moviéndose lentamente, vi los ojos grandes. Miraban directamente hacia el vestíbulo diminuto.
¿Me veía?
Oí: correr…
Sus ojos miraban fijo hacia adelante, no hacia abajo.
Sentí el acero frío de la pistola en el bolsillo del pantalón y la saqué. Solté el seguro y puse un dedo en el gatillo.
El siguió adelante, por el callejón, mirando en las puertas a ambos lados. Yo me deslicé hacia adelante, miré cómo llegaba al final del callejón, se detenía un momento y doblaba a la derecha.
Me senté y dejé escapar un largo suspiro. Cerré los ojos un minuto. Luego me incliné hacia adelante y volví a mirar. No estaba. Lo había perdido por el momento.
Varios minutos después salí por el callejón hacia donde se había ido él, alejándome de la plaza, y atravesé una conejera confusa de calles poco iluminadas hacia el Corso.A las ocho en punto, el doctor Aldo Pasqualucci abrió la puerta de su consultorio, con una pequeña inclinación de cabeza y me dio la mano. Era sorprendentemente bajo, redondo pero no gordo, y usaba un traje de tweed marrón con un suéter color pelo de camello. Tenía una cara amable. Los ojos parecían preocupados. Tenía el cabello negro, manchado de gris, y aparentemente recién peinado. Sostenía una pipa en la mano. izquierda. El aire a su alrededor estaba fragante a vainilla por el humo.
– Adelante, por favor, señor Mason -dijo. El acento no era italiano sino inglés, como de la clase alta, un inglés claro. Hizo un gesto con la pipa hacia la camilla.
– Gracias por recibirme en una hora tan inconveniente – dije.
Él bajó la cabeza, sin aceptar ni rechazar la frase y dijo sonriendo:
– Encantado de conocerlo. He oído hablar mucho de usted.
– Y yo de usted. Pero primero tengo que preguntarle…
Me detuve, concentrado… pero no oí nada.
– ¿Sí? Si quiere sentarse y quitarse la camisa…
Mientras me sentaba en la camilla y me sacaba la chaqueta y la camisa, dije:
– Tengo que asegurarme de que cuento con toda su discreción.
Tomó un tensiómetro de la mesa, lo envolvió alrededor de mi brazo, apretó el Velero para unirlo, y dijo:
– Todos mis pacientes cuentan con la mayor discreción. Siempre.
Entonces dije en voz bien alta, deliberadamente provocativa:
– ¿Pero cómo me lo garantiza?
Un instante antes de que contestara, mientras seguía apretando el tensiómetro, oí: …pomposo… arrogante.
Estaba tan cerca de mí que me parecía que olía el aliento lleno de tabaco contra la mejilla. Sentía una tensión en él, y entonces supe que estaba leyendo sus pensamientos.
En italiano.
Era bilingüe, me habían dicho: nacido en Italia pero criado en Northumbria, Gran Bretaña, y educado en Harrow y Oxford.
¿Y qué significaba eso? ¿Qué significa ser bilingüe? ¿Hablaría en inglés mientras pensaba en italiano? ¿Era así cómo funcionaba eso?
Entonces, dijo con mucha menos calidez:
– Señor Mason, como usted seguramente sabe, yo trato a individuos muy importantes y muy exclusivos. No pienso revelar sus nombres. Si se siente incómodo al respecto, por favor, es usted libre de marcharse ahora mismo.
Había dejado el tensiómetro tan ajustado que me dolía el brazo. Era algo medio deliberado, me parecía. Pero ahora, como para enfatizar su declaración, soltó la válvula, que se aflojó con un siseo audible.
– No, si nos entendemos -dije.
– De acuerdo. Bueno, para ir a lo nuestro: el doctor Corsini dijo que usted tiene desmayos cada tanto, que de vez en cuando le parece que se le acelera el corazón sin motivo.
– Correcto.
– Quiero hacerle un examen completo. Y tal vez un Holter, una prueba de esfuerzo, veremos. Pero primero quiero que me diga en sus propias palabras qué fue lo que lo trajo aquí.
Me di vuelta para mirarlo y le dije:
– Doctor Pasqualucci, mis fuentes me dicen que usted trata a cierto Vladimir Orlov, alguien de la Unión Soviética, y eso me concierne.
Esta vez me espetó las palabras.
– Como ya le dije… siéntase libre de ir a ver a otro cardiólogo. Hasta puedo recomendarle uno.
– Pero, doctor, lo único que digo es que me preocupa que el archivo del señor Orlov, o sus fichas, o algo parecido estén aquí en su consultorio. Supongo… Si hay un robo por… digamos, interés de parte de alguna agencia de inteligencia, ¿mis archivos y mis fichas también son vulnerables? Quiero saber qué precauciones personales toma usted.