"¡Por Dios, camina!", me grité interiormente.
Caminar, sí, pero, ¿adonde?
Corriendo desesperadamente por el vestíbulo, hacia la escalera principal, probé puerta tras puerta y luego, cinco, seis más adelante, una se abrió.
Un baño, chiquito y oscuro, con una ventana abierta y pequeña por la que pasaba una corriente de aire frío. La cortina de plástico se movía en la brisa y ahí estaba la solución, sí.
Arranqué la cortina y la dejé caer al suelo.
La alarma parecía todavía más urgente, más fuerte que antes. Hubo un ruido de puertas abiertas, gritos.
¿Y ahora qué?
¡Afuera!
Sólo una cortina de baño, carajo. Si hubiera pensado en traerme una sábana.
"Tienes que atarla a algo, atarla. Engánchala en alguna parte. Algo estable", pensé.
¡No, no había dónde fijarla!
Ningún lugar de dónde sostener el vinilo, anclarme mientras bajaba por la ventana, y no había duda de que no había tiempo de seguir explorando porque los pasos se acercaban, como truenos, cada vez más. Tenían que haberme seguido al primer piso y mientras yo miraba a mi alrededor, desesperado, el corazón golpeando con fuerza, oí a mi derecha, a menos de seis metros, en el vestíbulo:
– ¡Aquí! ¡Vamos!
Levanté la ventana hasta el límite, encontré una malla metálica, me tiré contra ella, tratando de destrabar los malditos tornillos de la base, pero estaba fija, no se movía, y entonces retrocedí, me agaché…Y me tiré contra la ventana, a través de la malla, y hacia el aire de la noche. Mi cuerpo se contorsionó, tratando de frenar ia caída.
Y golpeé el suelo… polvo, no húmedo sino frío, seco, duro, un polvo que pareció subir a encontrarse conmigo y golpearme los hombros y la nuca y entonces, salté inmediatamente sobre mis pies, me torcí un poco el tobillo y aullé de dolor.
Arboles delante de mí, sí, un bosquecillo, apenas visible en la oscuridad pero iluminado por las luces de la alarma que subían por las hojas hasta el nivel del segundo piso, oscuras un segundo, luego claras otra vez.
Una explosión de armas de fuego.
Detrás de mí, a mi izquierda, un zumbido de algo demasiado cercano, el dolor de algo contra mi oído. Me agaché. Los disparos continuaron, erráticos, cercanos, y yo me arrastré por el pasto hacia los árboles, sí, ya estaba, gracias a Dios. Una cobertura natural, una protección. A unos metros de mí un tronco se astilló y luego otro y yo corrí otra vez a pesar del dolor cegador del tobillo y los hombros y ahí estaba, la cerca.
¿Electrificada?
Una cerca de cuatro metros, hierro forjado sólido, a prueba de ladrones, seguridad de alto nivel… ¿alta tensión?
Ahora no podía ni retroceder ni volverme ni detenerme. Tenía apenas segundos, eso era todo, pero los oí en el patio, venían hacia mí, muchos al parecer, y los tiros volvieron a empezar. Me habían localizado pero los árboles les bloqueaban la línea de tiro.
Inhalé una vez y calculé la situación con la mente. La casa estaba rodeada por naturaleza, en medio de los hermosos bosques de Virginia, es decir, árboles y animales, ardillas que suben a las cercas aquí y allá…
Me arrojé contra la cerca, tomé una sección horizontal y trepé hacia las cabezas agudas de la parte superior, luego dudé un segundo y me tomé de las espadas ominosas y negras de arriba.
Y sentí el hierro fresco, duro.
No. Electrificada no. Una ardilla se volvería loca con una cerca electrificada, ¿verdad? No se electrifican las cercas en lugares así. Pasé las piernas con cuidado, mirando las puntas y me dejé caer en el pasto blando del otro lado.
Detrás, la mansión relampagueaba, las luces latían, el clamor quebraba la quietud de la noche.
Corrí, oyendo los gritos y los pasos detrás de mí, pero estaban del otro lado de la cerca. Sabía que estaba a salvo.
Corrí y corrí, haciendo muecas de dolor, seguramente gimiendo en voz alta pero sin bajar la velocidad, hasta que elcamino dobló y quedé en un cruce que había visto al llegar, y mientras subía por el camino oscuro, estrecho, vi un par de faros que venían hacia mí.
El auto se movía no demasiado rápido pero tampoco con lentitud, un Honda. Lo vi cuando se acercó y pensé en llamarlo pero era un riesgo.
Había venido de la ruta principal, pero yo sabía que en mi situación tenía que ser cuidadoso. Cuando bajé la velocidad, los faros aumentaron la luz, me cegaron y luego apareció otro par detrás, luces altas también, y de pronto, estaba atrapado entre dos vehículos, el Honda y otro, uno estadounidense que me había bloqueado por detrás.
Giré en redondo pero me tenían atrapado y luego aparecieron otros dos en la oscuridad, los frenos al rojo, aullando, junto a los demás.
Estaba ciego frente a cuatro pares de faros y volví a girar, pensando en una forma de huir, pero sabiendo que era imposible. Después oí una voz que venía desde uno de los autos.
Un eco en la noche.
– Buen intento, Ben -oí que llegaban las palabras de Toby-. Siempre tan bueno en lo tuyo. Por favor, entra.
Estaba rodeado de hombres que me apuntaban y de autos, y bajé la Ruger lentamente.
Toby estaba sentado en la parte trasera de una camioneta cubierta, una de las últimas en llegar. Hablaba a través de la ventanilla cerrada.
– Lo lamento mucho -dijo-. Buen intento, de todos modos.
Me llevaron en un auto del gobierno, un sedán azul Chrysler hasta Crystal City, en Virginia. Entramos en un edificio de oficinas sin identificación con un garaje subterráneo. Yo sabía que la CIA tenía varios edificios así en Crystal City y sus alrededores: obviamente éste era uno de ellos.
El conductor me escoltó por el ascensor hasta el sexto piso y me acompañó por un pasillo de aspecto gubernamental, pintado de un castaño típico. HABITACIÓN 706 decían las curvas negras sobre el vidrio translúcido. Una recepcionista me mostró una oficina interior, donde me presentaron a un neurólogo barbudo, hindú, de unos cuarenta años, el doctor Sanjay Mehta.
Sin duda se preguntará por qué no traté de leer los pensamientos del conductor en el ascensor, o de la gente que pasamos en el corredor, del neurólogo y demás. La respuesta es que sí traté. El conductor era empleado de la Agencia, y no tenía ninguna información, como el anterior. No averigüé nada con él. Todo lo que supe caminando por el pasillo fue que estaba en un edificio de la cía donde se hacían trabajos científicos y técnicos.
Con el doctor Mehta, las cosas fueron diferentes. Cuando le di la mano, oí: ¿Oye mis pensamientos?
Dudé un momento, pero había decidido no disimular y contesté en voz alta:
– Sí, sí.
Hizo un gesto indicándome una silla y pensó: ¿Oye los pensamientos de todos?
– No -le dije-. Sólo los que…
Sólo los que tienen una intensidad particular… como los que vienen acompañados de emociones violentas, ¿correcto?, oí.
Sonreí y asentí.
Oí una frase de algo en un lenguaje que no entendí, y que supuse era de su país.
Por primera vez, me habló en voz alta:
– No habla usted hindi, ¿verdad, señor Ellison? -Su inglés tenía acento británico.
– No.
– Soy totalmente bilingüe, es decir que puedo pensar en hindú o en inglés. Lo que está diciéndome es que no entiende lo que pienso cuando pienso en hindú. Lo oye pero no lo entiende, ¿verdad?
– Cierto.
– Pero no oye todo lo que pienso, por supuesto -siguió diciendo-. Hace unos minutos pensé unas cuantas cosas, en hindú y en inglés. Tal vez cientos de "pensamientos" si es que se puede categorizar así el flujo de procesamiento de ideas. Pero usted oyó sólo lo que yo pensé con fuerza.
– Supongo que eso es cierto.
– ¿Puede sentarse un momento, por favor?
Asentí otra vez.
Se levantó del escritorio y abandonó la habitación, cerrando la puerta detrás.
Me quedé sentado unos minutos, inspeccionando la colección de pisapapeles, recuerditos de plástico que había en el escritorio, de esos que producen nieve cuando uno los da vuelta. Y entonces, recibí otro pensamiento. Esta vez el timbre era el de una voz de mujer, agudo y angustiado.
Mataron a mi esposo. A Jack, Dios mío, Dios, mataron a Jack, oí.
Un minuto después, volvió el doctor Mehta.
– ¿Y bien? -dijo.
– Lo oí bien.
– ¿Oír qué?
– Una voz de mujer, que pensaba que habían matado a su marido -contesté-. El nombre del marido es Jack.
El doctor Mehta suspiró, un suspiro audible. Asintió en silencio. Después de un silencio largo, me preguntó:
– ¿Y?
– ¿Y qué?
– No "oyó" nada ahora, ¿no es cierto? -Dio a la palabra "oyó" el mismo giro que le daba yo mentalmente.
– Silencio -dije.
– Ah, pero la de antes fue una mujer, sí. Eso es interesante. Yo habría pensado que usted sólo escuchaba los sentimientos de alguien angustiado. Pero usted no percibe sentimientos, sólo oye palabras.
– Correcto.
– ¿Puede decirme exactamente lo que oyó?
Se lo repetí.
– Exactamente -dijo-. Excelente. ¿Distingue usted entre lo que oye y lo que "oye"?-El… supongo que el timbre es diferente. La sensación de la voz -traté de explicarle-. Es como la diferencia entre un susurro y una voz alzada. O… como cuando uno se acuerda de una conversación a veces, inflexiones y entonaciones, y todo eso. Percibo una voz hablada. Pero es diferente de la voz audible.
– Interesante -dijo. Se levantó, tomó uno de sus recuerdos de las cataratas del Niágara de su escritorio, y jugó con él mientras caminaba de un lado al otro, más allá del escritorio. -Pero no oyó la primera voz.
– No sabía que hubiera habido otra voz.
– Hubo otra, de un hombre, del otro lado de la pared, pero le pedimos que pensara con placidez. La segunda era una mujer, en la misma habitación y las instrucciones fueron que conjurara un pensamiento horripilante y lo pensara con cierta intensidad. La habitación es a prueba de ruidos. El tercer intento, que usted dice que no oyó, vino de la mujer pero esta vez a cien metros en el pasillo, en otra habitación.
– Usted dice que la mujer "conjuraba" los sentimientos -dije-. ¿Es decir que no mataron a su marido?
– Correcto.
– ¿Lo cual significa que no distingo entre pensamientos genuinos y fingidos?
– Se podría decir eso, sí -respondió Mehta-. Interesante, ¿verdad?
– "Interesante" me parece una palabra demasiado tonta para lo que siento.