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– No lo extrañas, ¿verdad9 -me preguntó con una sonrisa traviesa Era un hombrecito bajo, casi enano, de cerca de ochenta años, con una cabeza pelada, casi una cúpula de iglesia, y grandes anteojos de marco negro que le agrandaban mucho los ojos El traje de tweed marrón le colgaba del cuerpo y lo hacía todavía más diminuto -El glamour, los viajes, los hoteles de primera

– las mujeres hermosas -agregué- y los restaurantes de tres estrellas que aparecen en la guía Michehn

– Ah, sí

Moore, que había sido jefe de la División de Operaciones de Europa mientras yo estaba en París -es decir, mi jefe- sabía perfectamente bien que la vida de un hombre de la clandestinidad tenía otro tono redacción constante de tediosos informes, cables, restaurantes de pésima calidad, y estacionamientos fríos, inundados y lluviosos Después de la muerte de Laura, Moore me había empujado a la fuerza para sacarme por la puerta de los cuarteles de Langley y había arreglado una entrevista con Bill Stearns en Boston Sentía que si me quedaba dentro de la Agencia después de lo que había pasado, cometería un gran error Durante un tiempo, me resentí por eso, pero pronto me di cuenta de que realmente lo había hecho por mi bien

Moore era un hombre tímido, dedicado a los libros, no muy fácil de relacionar con los de operaciones, generalmente agresivos, astutos, expansivos Sin conocerlo, yo también lo hubiera tomado por un analista de la Agencia No por un maestro de espías Enseñaba Historia en la Universidad de Oklahoma en Norman antes de que lo reclutaran para inteligencia del ejército en la Segunda Guerra Mundial, y en el fondo de su corazón todavía era un académico

Afuera aullaba el viento y torrentes de lluvia se aplastaban contra las ventanas amplias de un costado de la biblioteca, haciendo sonar el vidrio. Las puertas daban a un jardín muy bien cuidado en cuyo centro había un estanque donde a veces nadaban los patos.

La tormenta había empezado durante la cena, compuesta por un guiso de carne un poco pasado servido por Elena, la diminuta esposa de Ed. Hablamos sobre política, el Medio Oriente, las elecciones en Alemania; nos pasamos chismes sobre la gente que conocíamos, y comentamos la noticia dolorosa, la muerte de Hal Sinclair. Tanto Elena como Ed expresaron sus sinceras condolencias. Después de comer, Elena se disculpó y se retiró, dejándonos solos.

Toda su vida de casada, suponía yo, había sido una eterna disculpa y una retirada al piso superior o a dar un paseo, para dejar que su esposo hablara de negocios con quien fuera que hubiera llegado a la casa. Pero no era una mujer sin color: tenía opiniones fuertes y las sostenía contra todos, se reía mucho y me recordaba a Ruth Gordon porque era al mismo tiempo juguetona y activa.

– Así que supongo que la vida sedentaria te sienta bien…

– Me gusta lo que hay de tranquilo en mi vida con Molly. Quiero tener una familia. Pero la verdad es que ser abogado en Boston no es la forma más excitante de ganarse la vida.

Ed sonrió, tomó un trago de oporto y dijo:

– La excitación que tuviste basta para tres o cuatro vidas. -Moore conocía mi pasado, conocía lo que el comité de disciplina de la Agencia llamaba mi "temeridad" en el campo.

– Esa es una forma de plantearlo, sí.

– De acuerdo. La verdad es que a veces fuiste algo así como un loco. Pero eras joven. Y buen agente, que es lo principal. Dios, no tenías miedo de nada. Temíamos tener que ponerte bozal. ¿Es verdad que hiciste sacar de funciones a un instructor del Campo?

Yo me encogí de hombros. Era verdad: en los tiempos del entrenamiento en el Campo Peary de la CIA, un instructor de artes marciales me aplicó una toma de tijera frente a todos mis compañeros y empezó a burlarse de mí, a provocarme. Y de pronto, sentí que me dominaba una ola de rabia fría, lenta. Era como si un líquido corrosivo se hubiera metido en mi abdomen, inundado luego el resto de mi cuerpo, dándome una compostura, una calma glacial. Una parte antigua de mi cerebro estaba en los controles: yo era un animal feroz, un animal primitivo. Me solté la mano y le golpeé la cara con la muñeca. Le quebré la mandíbula. El incidente pasó a formar parte del folclore del Campo y se repitió una y otra vez, adornado y arreglado, en boca de cientos de agentes que tomaban un trago al atardecer. Desde entonces, todos me miraban de reojo, con cuidado, como se mira una granada sin espoleta. La reputación que me dio me sirvió mucho en el trabajo, hizo que me seleccionaran para misiones que suponían demasiado arriesgadas para los demás. Pero al mismo tiempo era un rasgo que me asqueaba; estaba en guerra con la parte tranquila, analítica, que había en mí. Simplemente, yo no podía ser así, no era así.

Moore cruzó las piernas y se reclinó.

– Bueno… dime por qué estás aquí. Supongo que no es algo que se pueda discutir por teléfono.

"No en un teléfono cualquiera, por cierto", pensé. La Agencia quita el privilegio de un teléfono seguro a los jubilados, incluso a los que se jubilan con honores, como Edmund Moore.

– Cuéntame lo que sepas de Alexander Truslow.

– Ah -dijo Ed, y levantó las cejas-. Estás trabajando para él, supongo.

– Lo estoy pensando. La verdad, Ed, es que estoy con graves problemas financieros.

– Ah.

– Tal vez sabes algo de lo que pasó con una firma de Boston, First Commonwealth.

– Eso creo. ¿Dinero de las drogas o algo así?

– La cerraron. Con todo mi efectivo adentro.

– Lo lamento mucho, Ben.

– Así que ahora, de pronto, Truslow y Asociados me parece un poco más apetecible. A Molly y a mí no nos vendría mal el dinero.

– Pero, ¿tu especialidad no eran las patentes y la propiedad intelectual, o algo así?

– Seguro.

– Yo hubiera pensado que Alex preferiría los servicios de…

Se detuvo un momento para tomar un trago de oporto, y yo aproveché para interrumpirlo.

– ¿Alguien más experto en esconder dinero en bóvedas internacionales?

Moore sonrió, una sonrisa leve, y asintió.

– Sin embargo, tal vez tú eres lo que necesita. Tenías reputación de ser uno de los operativos con mayor capacidad y habilidades en el campo…

– Una bala perdida, Ed, y tú lo sabes.

Una "bala perdida" era, supongo, una de las tantas etiquetas que me habían puesto mis colegas y superiores de la Agencia. Me miraban con miedo, con asombro, con mucha curiosidad. Lo que hacía surgir mi lado oscuro era el trabajo de campo, laexposición al peligro y la amenaza de violencia Algunos pensaban que yo no tenía miedo de nada, lo cual no era verdad Otros, que era un temerario, lo cual se acercaba un poco más

La verdad era que en ciertos momentos, un Ben sin escrúpulos, un Ben aterrorizante, tomaba el control dentro de mi mente Apenas lo descubrí, se convirtió en motivo de inquietud para mí, y finalmente me llevó a dejar la Agencia

Antes de París, me mandaron a Leipzig para que me fogueara un poco Se suponía que era un funcionario de comercio Una de mis primeras misiones era proteger a un informante un tanto nervioso, un soldado del Ejército Rojo Me habían elegido porque sabía ruso Lo había estudiado en Harvard y lo hablaba casi con fluidez Llevé a cabo la misión sin una sola falla y por lo tanto me recompensaron -me ascendieron-, es decir, me dieron una misión mucho más peligrosa

Me ordenaron que escoltara a un agente desertor de Alemania del Este, un físico, desde Leipzig a un cruce fronterizo en Herleshausen, bastante lejos por cierto El Mercedes que yo manejaba tenía un compartimiento secreto detrás del asiento donde estaba escondido el físico En el control, pasamos las inspecciones de rutina y metieron el gran espejo de cuatro ruedas bajo el auto para controlar si no había alemanes tratando de escaparse de ese miserable país, todo eso. Habían enviado a un hombre de apoyo desde los cuarteles de Pullach para que nos esperara del otro lado Mientras yo pasaba por la aduana y por Inmigraciones con el pasaporte, felicitándome por un trabajo bien hecho, el hombre cometió un error y se mostró Alguien de la frontera lo reconoció e inmediatamente se levantaron sospechas sobre mí

De pronto, salieron tres y luego siete Volkspolizei del edificio y rodearon el auto Uno se paró frente a mí y me indicó que me detuviera

Según los procedimientos de la Agencia, yo debería haberme hecho el inocente y el sorprendido. Debería haberme detenido como para ver de qué se trataba Bajo ninguna circunstancia se debía arriesgar una vida humana Así no era como funcionaba el juego

Y mientras yo me quedaba sentado ahí, pensé en el físico, un hombrecito sudoroso enroscado en el compartimiento sin aire entre el asiento trasero y el baúl. Mi preciosa carga. El hombre era valiente. Estaba arriesgando su vida, cuando le hubiera sido tanto más fácil no hacer nada

Sonreí, miré a izquierda y a derecha y luego adelante El Vopo que me bloqueaba el camino -un Kommandant Stasi, supe después- me sonrió otra vez, con ironía.

Me tenían atrapado Era una clásica técnica de encajonamiento y la habíamos aprendido en Campo Peary Lo único que se podía hacer era rendirse No se arriesgan vidas humanas. Las consecuencias son demasiado graves

Y entonces, algo me invadió, la misma furia glacial que me había dominado cuando rompí la mandíbula del instructor de artes marciales Era como si estuviera en otro mundo Mi corazón no se aceleró, mi cara no cambió de color Estaba en calma, pero me recorría un súbito deseo de matar

Rompe el cerco, me dije a mí mismo Rompe el cerco

Pisé el acelerador a fondo.

Nunca podré sacar de mi memoria la cara del Kommandant cuando se elevó hasta quedar a la altura del parabrisas Un rictus de terror, incredulidad en los ojos

Tranquilo, flotando en una calma reptil, miré directo hacia adelante. Todo me parecía en cámara lenta Los ojos del Kommandant se hundieron en los míos, lagunas de miedo abyecto Vio en los míos una indiferencia suprema Ni furia ni desesperación Una calma gélida

Con un golpe horrible, el cuerpo del hombre fue lanzado hacia el aire Hubo un ruido de metralla y en un segundo, yo estaba del otro lado, con mi carga a salvo

Más tarde, por supuesto, me retaron en Langley por "medidas innecesarias y temerarias". Pero extraoficialmente, mis superiores me dijeron sutilmente que estaban conformes. Después de todo, el físico había cruzado, ¿no?

Lo que me quedó, sin embargo, no fue la satisfacción de una misión bien cumplida, ni orgullo por el acto de bravura y heroísmo, sino inquietud, malestar Durante un minuto o dos, en la frontera, me había convertido en algo semejante a un autómata Habría manejado el auto a cien por hora directo hacia un muro de ladrillos Nada me asustaba

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