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– No todo es de la noche anterior -dijo Greg, y el enojo prevalecía sobre la preocupación-. ¿Por qué no me lo dijiste?

– ¿Por qué no te diste cuenta?

– Entonces, ¿la culpa es mía? -una vez más elevó las manos. Era un gesto que Maggie reconocía de cuando practicaba sus alegatos finales. Quizá funcionara con los jurados. Para ella, era un melodrama sin valor, una mera táctica para llamar la atención. ¡Cómo se atrevía a utilizar sus cicatrices para eso!

– No tiene nada que ver contigo.

– Eres mi esposa. Tu trabajo te deja el cuerpo lleno de costurones. ¿Por qué no iba a preocuparme? -su tez pálida se puso púrpura de ira, amplios ronchones que parecían un sarpullido.

– No estás preocupado. Estás furioso porque no te lo he contado.

– Por supuesto que estoy furioso. ¿Por qué no me lo has contado?

Maggie arrojó el camisón sobre la cama para que pudiera ver bien la cicatriz.

– Esto es de hace un mes, Greg -dijo, y deslizó el dedo por el recuerdo que le había dejado Stucky-. Casi todos los maridos se habrían dado cuenta. Pero ya no hacemos el amor, así que ¿cómo ibas a fijarte? Ni siquiera te has percatado de que ya no duermo a tu lado, de que me paso las noches dando vueltas. No te preocupas por mí, Greg.

– Eso es absurdo. ¿Cómo puedes decir que no me preocupo por ti? Por eso precisamente quiero que dejes el FBI.

– Si de verdad te preocuparas, comprenderías lo importante que es mi trabajo para mí. No, te preocupa más la imagen que doy de ti. Por eso no quieres que trabaje fuera de la oficina. Quieres poder decirles a tus amigos y socios que soy un pez gordo del FBI, que tengo un despacho enorme con una secretaria que te hace esperar cuando me llamas. Quieres que me ponga vestiditos sexys en tus selectas fiestas de abogados para así poder presumir de mí, y mis horribles cicatrices no encajan en ese escenario. Pues ésta soy yo, Greg -dijo, con las manos en las caderas, tratando de no prestar atención al escalofrío que sentía en el cuerpo-. Así soy. Puede que ya no encaje en tu estilo de vida de club selecto.

Greg movió la cabeza, como un padre impaciente con su hija descarriada. Ella volvió a tomar el camisón arrugado y se cubrió los senos, sintiéndose vulnerable; había dejado al descubierto algo más que su desnudez.

– Gracias por traerme mis cosas -le dijo en voz baja, con calma-. Ahora quiero que te vayas.

– Bien -se puso la gabardina-. ¿Qué tal si almorzamos juntos cuando te hayas calmado?

– No, quiero que te vayas a casa.

Se la quedó mirando. Sus ojos grises se enfriaron, y sus labios fruncidos reprimieron las palabras de enojo. Maggie se acorazó contra el próximo ataque, pero Greg giró sobre sus talones y salió de la habitación.

Maggie se dejó caer sobre la cama; el dolor del costado sólo era una pequeña contribución a su agotamiento. Apenas oyó el golpe de nudillos en la puerta, pero se preparó para repeler la furia de Greg. Sin embargo, fue Nick el que entró y, nada más verla, giró en redondo.

– Perdona, no sabía que no estabas vestida.

Maggie bajó la vista, y sólo entonces advirtió que únicamente llevaba puestas unas braguitas y el delgado camisón apretado contra el pecho, que apenas cubría nada. Lo miró para asegurarse de que seguía de espaldas a ella y rescató el sujetador de la bolsa para ponérselo con dificultad. Las punzadas del costado entorpecían sus movimientos.

– En realidad, debería ser yo quien se disculpara -dijo, recurriendo al sarcasmo de Greg-. Al parecer, mi cuerpo lleno de cicatrices repugna a los hombres.

Tomó una blusa del montón y metió los brazos por las mangas. Nick le lanzó una mirada por encima del hombro, pero volvió a su posición inicial.

– Dios, Maggie, a estas alturas ya deberías saber que te equivocas de persona al decir eso. Hace días que intento encontrar algo en ti que no me ponga a cien.

Oyó la sonrisa en la voz de Nick. Dejó de abrocharse los botones, porque el levé temblor, la oleada de calor, le impedían continuar. Contempló la espalda de Nick y se preguntó cómo podía hacerla sentirse tan sensual, tan llena de vida, sin ni siquiera mirarla.

– De todas formas, no pretendía importunarte, pero hay un pequeño problema para interrogar al padre Keller.

– Ya lo sé, no tenemos suficientes pruebas.

– No, no es eso -otra mirada para comprobar si ella estaba visible. Maggie tenía los pantalones a medio muslo, pero volvió a mirar hacia la puerta.

– Si no son las pruebas, ¿cuál es el problema?

– Acabo de telefonear a la casa parroquial y he hablado con la cocinera. El padre Keller se ha ido, y Ray Howard también.

En cuanto salieron del ascensor, Timmy reparó en el cartel de Zona Restringida , Sólo Personal Autorizado. El padre Keller no pareció reparar en el cartel. Avanzaba por el pasillo sin vacilar, como si hubiera estado allí muchas veces.

Timmy intentaba no quedarse rezagado, aunque todavía le dolía el tobillo. Casi le dolía más desde que el médico se lo había envuelto en esa tela elástica tan prieta; estaba convencido de que le saldrían más cardenales.

El padre Keller lo miró, y sólo entonces reparó en la cojera.

– ¿Qué te ha pasado en la pierna?

– Creo que me torcí el tobillo anoche, en el bosque.

Timmy no quería pensar en ello, no quería recordarlo. Cada vez que recordaba, volvía a hacérsele un nudo en el estómago. Y, al poco, empezaba a sentir otra vez los temblores.

– Has vivido una experiencia horrible, ¿eh? -el sacerdote se detuvo, dio una palmadita a Timmy en la cabeza-. ¿Quieres contármelo?

– No, mejor no -dijo Timmy sin alzar la mirada. En cambio, se miró sus Nike recién compradas. Eran unas Air Nike, el modelo más caro. El tío Nick se las había regalado aquella misma mañana.

El padre Keller no insistió, no le hizo más preguntas como el resto de los adultos. Timmy se estaba cansando de las preguntas. El ayudante Hal, los periodistas, el médico, el tío Nick, el abuelo, todos querían que les hablara de la pequeña habitación, del desconocido, de la huida. Él ya no quería pensar en eso.

El padre Keller empujó una puerta y pulsó un interruptor. La enorme habitación se iluminó con los parpadeos sucesivos de los fluorescentes.

– Vaya, sí que parece sacado de Expediente X -dijo Timmy, y empezó a deslizar los dedos por los mostradores impecables de acero inoxidable, como el de la mesa que presidía la habitación. Lanzó miradas a su alrededor, hacia los materiales y las herramientas extrañas colocadas por orden sobre las bandejas. Entonces, se fijó en los cajones de la pared-. ¿Es ahí…? -señaló-. ¿Es ahí donde guardan a los muertos?

– Sí, ahí es -dijo el padre Keller, pero parecía distraído. Dejó con cuidado la bolsa de lona en la mesa de metal.

– ¿Está el padre Francis en uno de esos cajones? -susurró Timmy, y se sintió estúpido. A fin de cuentas, nadie podía oírlos.

– Sí, a no ser que ya hayan recogido su cuerpo.

– ¿Recogido?

– Para llevarlo al aeropuerto.

– ¿Al aeropuerto? -Timmy estaba confuso. Nunca había oído hablar de cadáveres que viajaran en aviones.

– Sí, ¿recuerdas que iba a llevar al padre Francis a su lugar de sepultura?

– Ah, ya -Timmy volvió a recorrer las encimeras con la mirada, en aquella ocasión, prestando más atención. Se acercó a mirar mejor, tentado de tocar pero manteniendolas manos a los costados. Algunas herramientas eran afiladas, otras largas, delgadas y serradas. Una de ellas parecía una sierra en miniatura. Nunca había visto unos instrumentos tan extraños. Intentó imaginar para qué servía cada uno.

– He oído que tu padre ha vuelto -dijo el padre Keller, rígido e inmóvil junto a la mesa.

– Sí, y espero que se quede -comentó Timmy sin apenas mirar al sacerdote. Había muchas ampollas, tubos de ensayo interesantes, incluso un microscopio. Quizá pudiera pedir un microscopio para su cumpleaños.

– ¿En serio? ¿Te gustaría que tu padre se quedara?

– Sí, creo que sí.

– ¿No era malo contigo?

Timmy miró al padre Keller. La pregunta lo sorprendió, y se preguntó qué querría decir el padre Keller, pero el sacerdote abrió la cremallera de la bolsa de lona y se quedó absorto mirando el contenido.

– ¿Malo? -preguntó por fin Timmy.

– ¿No te hacía daño? -dijo el padre Keller sin alzar la mirada-. ¿No te hacía cosas desagradables?

Timmy no sabía muy bien a qué cosas desagradables se refería. Sabía que tenía el semblante arrugado, como hacía siempre que estaba confuso. Podía oír a su madre diciendo: «No me mires así o te quedarás con la cara hecha una pasa». Intentó relajarse antes de que el padre Keller se diera cuenta, pero el sacerdote estaba ocupado hurgando en la bolsa.

– Mi padre era casi siempre amable conmigo. A veces, me gritaba.

– ¿Y los cardenales?

Timmy sabía que se estaba sonrojando de vergüenza pero, afortunadamente, el padre Keller no levantó la mirada.

– Me salen con mucha facilidad. La mayoría son de jugar al fútbol.

Del fútbol y de Chad Calloway.

– Entonces, ¿por qué echó tu madre a tu padre de casa? -la voz del padre Keller sorprendió a Timmy. De pronto, era grave, con un ápice de ira, mientras mantenía la mirada clavada en el interior de la bolsa.

Timmy no quería enfadar al padre Keller. Oyó el tintineo del metal y se preguntó qué clase de herramientas guardaría el padre Keller en la bolsa.

– No sé muy bien por qué lo echó de casa. Creo que tuvo algo que ver con una golfa pechugona que tenía de recepcionista -dijo Timmy, tratando de usar las palabras exactas que le había oído decir a su madre.

En aquella ocasión, el padre Keller sí que lo miró, sólo que sus penetrantes ojos azules le produjeron un escalofrío. Normalmente, los ojos del padre Keller eran amables y cálidos, pero de pronto… No, no podía ser. A Timmy se le revolvió el estómago. Se sintió mareado, notó el amargor que le ascendía por la garganta, y reprimió el impulso de vomitar. Los temblores empezaron en las yemas de sus dedos, por su espalda.

– Timmy, ¿te encuentras bien? -preguntó el padre Keller y, de pronto, la preocupación templó sus ojos fríos-. Siento haberte disgustado.

El pánico se le pasó, descendió por la garganta y cayó como plomo en su estómago. Timmy no dejaba de mirar al padre Keller a los ojos, atónito por el cambio drástico que había visto en ellos. ¿O lo había imaginado?

– Timmy -dijo el padre Keller con suavidad-. ¿Crees que tus padres van a reconciliarse? ¿Crees que podréis ser una familia de verdad otra vez?

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