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Capítulo 7

Jueves, 30 de octubre

El sol que se filtraba por las tablillas podridas despertó a Timmy. Al principio, no recordaba dónde estaba; después, olió el queroseno y las paredes mohosas. La cadena de metal resonó cuando se incorporó. Le dolía el cuerpo de estar acurrucado en el trineo de plástico. El pánico inundó su estómago vacío; debía controlarlo antes de que volviera a dar paso a las convulsiones.

– Piensa en cosas bonitas -dijo en voz alta.

A la luz del sol, reparó en los pósters que cubrían las paredes agrietadas y descascarilladas. Se parecían a los que tenía en su habitación. Había varios de los Cornhuskers de Nebraska, un Barman y dos distintos de La guerra de las galaxias. Intentó oír ruidos de tráfico, pero sólo el viento se colaba por las rendijas, haciendo vibrar el cristal roto.

Si pudiera llegar a la ventana, estaba seguro de poder arrancar las tablillas. La abertura era pequeña, pero podría pasar por ella y, tal vez, pedir ayuda. Intentó mover la cama, pero ésta no cedía. Y él se sentía débil y mareado por falta de comida.

Se metió algunas patatas fritas en la boca. Estaban frías, pero saladas. También encontró dos chocolatinas Snickers, una bolsa de Cheetos y una naranja. Tenía el estómago un poco revuelto, pero devoró la naranja y las chocolatinas y empezó a atacar los Cheetos mientras examinaba la cadena que lo unía al poste de la cama. Los eslabones eran de metal y tenían una rendija muy fina cada uno, pero era imposible abrirlos, ni siquiera para deslizar uno por la rendija del siguiente. Era inútil. No era lo bastante fuerte y, una vez más, detestó sentirse impotente y pequeño.

Oyó pasos al otro lado de la puerta. Se subió a la cama y se metió debajo de las mantas mientras los cerrojos gemían y la puerta se abría con un chirrido. El hombre entró despacio. Iba vestido con una gruesa chaqueta de esquí, las botas negras de goma y una gorra de punto sobre la careta que le cubría toda la cabeza.

– Buenos días -balbució. Dejó una bolsa de papel sobre la caja, pero no se quitó el abrigo ni las botas para quedarse-. Te he traído algunas cosas -hablaba en voz baja y amable.

Timmy se acercó al borde de la cama, mostrándose interesado y fingiendo no estar asustado. El hombre le pasó varios tebeos; eran antiguos, pero estaban en buen estado. También le pasó un fajo de cromos de béisbol, unidos por una goma elástica. Después, empezó a sacar algunos alimentos y a llenar la caja en la que Timmy había encontrado las chocolatinas. Vio cómo sacaba cereales azucarados, más Snickers, triángulos de maíz y varias latas de raviolis.

– He intentado comprarte tu comida favorita -dijo mirando a Timmy, tratando de agradar.

– Gracias -se sorprendió diciendo automáticamente. El hombre asintió, y los ojos volvieron a centellearle como si estuviera sonriendo-. ¿Cómo sabe que me encantan los cereales azucarados?

– Tengo buena memoria -dijo con suavidad-. No puedo quedarme. ¿Quieres que te traiga alguna otra cosa?

Timmy lo vio apagar la lámpara de queroseno y sintió una punzada de pánico.

– ¿Piensa volver antes de que anochezca? No me gusta estar a oscuras.

– Lo intentaré -echó a andar hacia la puerta, pero volvió a mirar a Timmy. Suspiró, se metió la mano en los bolsillos y extrajo un objeto brillante-. Te dejaré mi mechero, por si acaso no vuelvo. Pero ten cuidado, Timmy, no vayas a provocar un incendio -arrojó el encendedor metálico a la cama, cerca de donde estaba. Después, se fue.

El pánico volvió a revolverle el estómago. Quizá fuera toda la comida basura que había devorado. Detestaba estar encerrado pero, al menos, si el hombre no volvía, no podría hacerle daño. Disponía de todo el día para planear su fuga. Recogió el mechero y deslizó los dedos por el acabado pulido. Se fijó en el logotipo que tenía estampado en un lateral, y reconoció la estrella dorada. La había visto muchas veces en las chaquetas y uniformes que gastaban su abuelo y su tío Nick. Era el símbolo de la oficina del sheriff.

El olor del café le levantaba el estómago, pero parecía ser el único remedio contra los efectos del whisky. Maggie picoteaba los huevos revueltos con tostada sin dejar de lanzar miradas a la puerta de la cafetería. Nick había afirmado que sólo tardaría diez o quince minutos, y ya había pasado una hora. El pequeño establecimiento empezaba a llenarse con la clientela del desayuno, granjeros con gorras junto a hombres y mujeres de negocios trajeados.

No le había hecho gracia dejar a Christine aquella mañana, aunque sabía que su presencia no era un gran consuelo. A fin de cuentas, apenas la conocía; una cena no creaba lazos de amistad. Sin embargo, el pequeño rostro pecoso de Timmy seguía grabado en su mente. Durante los ocho años que llevaba persiguiendo a criminales, todas las víctimas habían sido personas desconocidas… Aunque los cadáveres la acompañaban, y sus fantasmas formaban parte permanente de su libro de recortes mental. No se imaginaba añadiendo a Timmy a ese portafolios de imágenes torturadas.

Por fin, Nick entró en la cafetería. La divisó al momento y la saludó con la mano antes de abrirse camino hacia ella. Llevaba su acostumbrado uniforme de vaqueros y botas de cowboy sólo que, en aquella ocasión, bajo la chaqueta abierta podía ver una sudadera roja de los Cornhuskers de Nebraska. Se le había bajado la hinchazón de la mandíbula, pero seguía magullada; tenía cara de agotado, y ni siquiera se había molestado en peinarse ni en afeitarse después de la ducha. Estaba aún más atractivo de lo que recordaba.

Se sentó en el reservado frente a ella y tomó una de las cartas de detrás del servilletero.

– El juez Murphy se está haciendo de rogar con la orden de registro de la casa parroquial -dijo en voz baja, mientras miraba la carta-. No tuvo problema con la camioneta, pero cree que…

– Hola, Nick. ¿Qué vas a tomar?

– Ah, hola, Angie.

Maggie contempló la escena de Nick hablando con la bonita camarera rubia y enseguida supo que la mujer no estaba acostumbrada a ser sólo quien tomara nota de su almuerzo.

– ¿Qué tal estás? -preguntó, tratando de que pareciera una conversación espontánea, aunque Maggie advirtió que no había quitado los ojos de encima a Nick.

– Liadísimo. ¿Podría tomar un café con tostadas? -eludía mirarla a los ojos; su incomodidad le aceleraba el habla.

– Pan de trigo, ¿no? Y café con mucha leche.

– Sí, gracias -parecía ansioso de que se fiiera.

La bonita camarera sonrió y dejó la mesa sin ni siquiera fijarse en Maggie, aunque antes de la llegada de Nick había estado lo bastante interesada en ella como para rellenarle la taza tres veces.

– ¿Una vieja amiga? -preguntó Maggie, sabiendo que no tenía derecho, pero disfrutando de su nerviosismo.

– ¿Quién, Angie? Sí, supongo que sí -se sacó el teléfono móvil de Christine del bolsillo de la chaqueta, lo dejó en la mesa y se despojó de la prenda-. Detesto estos cacharros -dijo, refiriéndose al teléfono, desesperado por cambiar de tema.

– Parece muy agradable -Maggie no estaba dispuesta a dejarlo tranquilo todavía.

En aquella ocasión, alzó la vista, y sus intensos iris azules la miraron con intensidad, haciéndole recordar una vez más sus besos de la noche anterior.

– Es agradable, pero no me pone las manos sudorosas ni las rodillas trémulas, como tú -dijo en voz baja, con gravedad, y logrando desatar un nuevo hormigueo en el estómago de Maggie. Ésta bajó la mirada y se concentró en untar de mantequilla la tostada fría, como si le hubiera entrado hambre de repente.

– Oye, Nick, en cuanto a lo de anoche…

– Espero que no creas que estaba intentando aprovecharme de ti. Ya sabes, habías bebido más de la cuenta.

Ella lo miró. Nick la observaba con rostro grave, sinceramente preocupado. ¿Habría significado algo más para él que sus acostumbrados escarceos con las mujeres? Algo le hacía desear que así fuera, pero dijo:

– Será mejor que olvidemos lo de anoche.

Pareció dolerle, porque hizo una leve mueca; después, volvió a hablarle con la misma intensidad.

– ¿Y si yo no quiero olvidarlo? Maggie, hacía mucho tiempo que no me sentía así. No puedo…

– Por favor, Nick. No soy una camarera ingenua. No tienes que usar ningún truco ni hacer como si…

– No es ningún truco. Ayer, cuando pensé que te ibas y que no volvería a verte nunca más, fue como si alguien me hubiera dado un puñetazo en el estómago. Y después, lo de anoche. Dios, Maggie, me pones a cien. Me dejas mudo y con las rodillas de goma. Créeme, no me suele pasar eso con las mujeres.

– Hemos pasado mucho tiempo juntos. Los dos estamos agotados.

– Yo no estaba tan agotado. Y tú tampoco.

Maggie se lo quedó mirando. ¿Habría sido tan obvio su propio deseo, o sólo era el ego de Nick el que hablaba?

– ¿Qué esperabas que ocurriera, Nick? ¿Te molesta que no puedas añadir otro nombre a tu lista de conquistas? -miró a su alrededor, pero nadie parecía oír sus susurros airados.

– Sabes que no se trata de eso.

– Entonces, puede que sea la atracción de lo prohibido. Estoy casada, Nick. Aunque no sea el mejor matrimonio del mundo, todavía significa algo. Por favor, olvidemos lo de anoche -sintiendo la mirada de Nick, bajó la vista al café.

– Aquí tienes el café y las tostadas -los interrumpió Angie, obligando a Nick a inclinarse hacia atrás mientras le dejaba el plato y la taza, aunque él seguía mirando a Maggie-. ¿Te apetece alguna otra cosa? -le preguntó sólo a Nick.

– Maggie, ¿te apetece tomar algo más? -repuso Nick a propósito, y al instante Angie se mostró avergonzada.

– No, gracias.

– Muy bien -dijo Angie, ansiosa por marcharse.

Permanecieron un minuto en incómodo silencio. Luego, Maggie dijo:

– Has dicho que el juez Murphy está dándote largas con la orden de registro de la casa parroquial. ¿Por qué? -quería concentrarse en el caso, pero seguía rehuyendo la mirada de Nick.

– Murphy y mi padre se han criado pensando que los curas son intocables -dijo, mientras se untaba la tostada de mantequilla con movimientos rápidos y enérgicos.

– Entonces, ¿es posible que nos dé la orden o no?

– Intenté convencerlo de que era Ray Howard a quien queríamos atrapar.

– Todavía crees que es Howard.

– No lo sé -apartó la tostada sin probar bocado y se frotó la mandíbula rasposa. Maggie volvió a fijarse en la venda.

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