Miércoles, 29 de octubre
Maggie se había ofrecido a ir a casa de Michelle Tanner con Nick, pero éste había insistido en presentarse solo, de modo que la dejó en el hotel. A pesar de la intimidad o, tal vez, a causa de ello, la aliviaba separarse de él. Había sido un error congeniar tanto. Estaba enfadada y decepcionada consigo misma y, aquella mañana, durante el trayecto a la ciudad, castigó a Nick con su silencio.
Debía mantenerse centrada y, para ello, tenía que mantener las distancias. Como agente del FBI, no le convenía encariñarse, no sólo con una persona, sino con una comunidad. Resultaba fácil perder la agudeza y la objetividad; lo había visto en otros agentes. Y, como mujer, era peligroso implicarse sentimentalmente con Nick Morrelli, un hombre que equipaba su casa con trampas románticas para sus aventuras de una noche. Además, estaba casada… el grado de felicidad no contaba. Se dijo todo aquello para justificar su repentina altivez y para descargar su culpa.
Su ropa húmeda todavía olía a río cenagoso y a sangre seca. Los jirones de la chaqueta y la blusa dejaban al descubierto su hombro herido. Al entrar en el hotel, el recepcionista elevó su rostro salpicado de acné y su expresión pasó de inmediato del mecánico «buenos días» a la sorpresa.
– Caray, agente O'Dell, ¿se encuentra bien?
– Sí. ¿Me han dejado algún mensaje?
Se dio la vuelta con la torpeza de un adolescente larguirucho, y a punto estuvo de derramar su capuccino. El dulce aroma se elevaba con el vapor y, a pesar de ser una imitación de máquina del auténtico, olía de maravilla.
La nieve, una capa de casi quince centímetros, se había adherido a las perneras de sus pantalones y le estaba calando los zapatos. Tenía frío, agujetas y estaba agotada.
El muchacho le pasó media docena de notas de papel rosa y un pequeño sobre cerrado con las palabras AGENTE ESPECIAL O'DELL cuidadosamente escritas con tinta azul.
– ¿Qué es esto? -levantó la carta.
– No lo sé. La metieron por el buzón en algún momento durante la noche.
Maggie fingió que no tenía importancia.
– ¿Hay alguna tienda en la que pueda comprarme un abrigo y unas botas?
– La verdad es que no. Hay una ferretería especializada en productos agrícolas a kilómetro y medio al norte del pueblo, pero sólo tienen ropa de hombres.
– ¿Le importaría hacerme un favor? -extrajo un billete húmedo de cinco dólares del fajo para situaciones de emergencia que guardaba en la funda de la insignia. El chico parecía más interesado en la insignia que en el billete-. ¿Podrías llamar a la tienda y preguntarles si pueden enviarme una chaqueta? No me importa qué aspecto tenga, mientras sea abrigada y de talla pequeña.
– ¿Y las botas? -anotaba las instrucciones en un bloc lleno de garabatos.
– Sí. Lo más parecido que tengan a un treinta y ocho. Tampoco me importa el estilo, sólo quiero poder caminar por la nieve.
– Entendido. Seguramente, no abrirán hasta las ocho o las nueve.
– No importa. Pasaré la mañana en mi habitación. Llámame cuando lleguen y pagaré la factura.
– ¿Algo más? -de pronto, parecía ansioso por ganarse los cinco dólares.
– ¿Hay servicio de habitaciones?
– No, pero puedo pedirle casi cualquier cosa de la cafetería Wanda's. El reparto es gratuito, y podemos añadírselo a la cuenta del hotel.
– Estupendo. Querría un desayuno de verdad: huevos revueltos, chorizo, tostadas, zumo de naranja… Ah, y mira si tienen capuccinos.
– Entendido.
Una vez en su habitación, Maggie se quitó los zapatos llenos de nieve y a duras penas los pantalones. Subió el termostato a veinticinco grados, y se despojó de la blusa y de la chaqueta. Aquella mañana, le dolía todo el cuerpo. Intentó mover el hombro herido, se detuvo, esperó a que el latigazo de dolor pasara, y continuó.
En el baño, abrió el grifo de la ducha y se sentó en el borde de la bañera en ropa interior mientras esperaba a que saliera el agua caliente. Hojeó los mensajes. Uno era del director Cunningham, y no había dejado recado. ¿Por qué no la habría llamado al móvil? Maldición, lo había olvidado. Debía denunciar su desaparición y hacerse con otro.
Había tres mensajes de Darcy McManus, del Canal Cinco. El recepcionista, claramente impresionado, había dejada escrita la hora en los tres. Otros dos mensajes eran de la doctora Avery, la terapeuta de su madre, ambos de última hora de la noche, con instrucciones de llamarla cuando fuera posible.
Estaba imaginando que el sobre cerrado era de la persistente McManus. El vapor se elevaba por encima de la cortina de la ducha. Por lo general, el agua de los hoteles no pasaba de ser tibia. Se levantó para ponerla a su gusto y se detuvo al ver su reflejo en el espejo, que se estaba empañando rápidamente. Quitó el vaho con la palma de la mano para poder examinarse el hombro. Las incisiones triangulares aparecían rojas y descarnadas en contraste con su piel blanca. Arrancó el vendaje casero de Nick, dejando al descubierto un tajo de cinco o seis centímetros, fruncido y manchado de sangre. Le dejaría una cicatriz. Magnífico; haría juego con las demás.
Giró el torso y se levantó el sujetador. Por debajo del seno izquierdo empezaba otra cicatriz reciente. Se extendía a lo largo de diez centímetros a través de su abdomen: un regalo de Albert Stucky.
– Tienes suerte de que no te destripe -recordaba haberlo oído decir mientras deslizaba la hoja por su abdomen, con cuidado de cortarle únicamente la piel, para dejar una cicatriz. No había sentido nada; estaba demasiado aturdida y agotada, o ya se había resignado a morir-. Todavía estarás viva -le había prometido-, cuando empiece a comerte los intestinos.
Para entonces, ya nada la sorprendía. Acababa de ver cómo rajaba y descuartizaba a dos mujeres a pesar de los gritos desgarradores. Después, las había destripado y les había aplastado los cráneos. No, nada de lo que pudiera haber hecho la habría sorprendido. Así que, en cambio, le había dejado un recordatorio perpetuo de sí mismo.
Detestaba que su cuerpo se estuviera convirtiendo en un álbum de recortes. Ya era terrible que en su mente hubieran quedado tatuadas las imágenes.
Se frotó la cara con las manos observando su reflejo. La sorprendía lo pequeña y vulnerable que parecía. Sin embargo, nada había cambiado. Seguía siendo la mujer decidida y valiente que había sido al ingresar en el cuerpo ocho años atrás. Quizá un poco fatigada y marcada por la guerra, pero en su mirada se reflejaba la misma determinación. Todavía podía verla a través del vaho, tras los horrores que había presenciado. Albert Stucky era un contratiempo temporal, un obstáculo que debía atravesar o sortear, pero ante el que no debía ceder.
Se desabrochó el sujetador y lo dejó caer al suelo. Empezó a bajarse las braguitas cuando recordó el sobre cerrado que había dejado sobre los demás mensajes en la repisa del lavabo. Lo rasgó y sacó una tarjeta de siete por doce centímetros. Una ojeada a las letras mayúsculas bastó para que el corazón se le desbocara. Se aferró al borde del lavabo para no caerse, desistió y resbaló al suelo húmedo de azulejos. Otra vez, no. No podía permitirlo. Apretó las rodillas contra su pecho, tratando de silenciar el pánico que crecía dentro de ella.
Entonces, volvió a leer la tarjeta.
¿HABRÁ QUE DARLE LA EXTREMAUNCIÓN A TU MADRE DENTRO DE POCO?
Era demasiado pronto para que hubiera tráfico. Las farolas seguían iluminadas porque las gruesas nubes de nieve no dejaban aparecer el sol. El parabrisas volvió a helarse, y Nick abrió al máximo el aire caliente, aunque estaba sudando. Subió el volumen de la radio y pulsó varios botones antes de encontrar la KRAP… «Noticias cada día, todo el día».
Temía darle la noticia a Michelle Tanner. Quería que aquellas imágenes… No, necesitaba borrar aquellas imágenes de Matthew y de Danny de su cabeza o no le sería de ninguna utilidad a la señora Tanner. Así que se puso a pensar en Maggie. Jamás se había sentido tan agradablemente incómodo en sus numerosas experiencias con las mujeres. Lo había dejado desconcertado, cosa que no había logrado ninguna otra mujer. Lo peor de todo era que Maggie no había pretendido que la situación fuera sensual, y eso lo había excitado aún más. No podía borrar la imagen de la mejilla de ella sobre su pecho, la caricia de su respiración en la piel. No quería borrarlas, así que la reprodujo una y otra vez, para poder recordarlo todo a voluntad: la fragancia de su pelo, el tacto de su piel, los latidos de su corazón. Resultaba irónico que la única mujer capaz de revivirlo fuera la única que no podía tener.
Entró en la bocacalle de Michelle Tanner justo cuando el locutor explicaba que el alcalde Rutledge había suspendido la celebración de Halloween a causa de la nieve, que seguiría cayendo todo el día.
– El muy cabrón tiene suerte -Nick sonrió y movió la cabeza.
Aparcó delante de la casa, patinando y casi chocando con la parte posterior de una furgoneta. Hasta que no llegó a la puerta principal no reparó en el letrero de Emisora de radio KRAP, medio oculto por la nieve. El pánico le encogió las entrañas; era demasiado pronto para una simple entrevista de «¿Cómo va todo?». Llamó a la puerta mosquitera. Al ver que no salía nadie, la abrió y aporreó la puerta principal.
Se abrió casi de inmediato. Una mujer menuda de pelo gris le indicó que entrara en el salón antes de precederlo y sentarse junto a Michelle Tanner en el sofá. Un hombre alto con calva incipiente y grabadora estaba sentado frente a ellas. En el umbral de la cocina se erguía un hombre corpulento con pelo cortado al cepillo y antebrazos musculosos. Le resultaba familiar y, tras una rápida mirada por la casa, comprendió que se trataba del ex marido, el padre de Matthew. Había varias fotografías enmarcadas de los tres… tomadas en tiempos más felices.
Nick oyó voces y estrépito de cacharros en la cocina. El olor del café recién hecho se mezclaba con el de la cera de rretida. Había una hilera de velas encendidas sobre la repisa de la chimenea, junto a una foto ampliada de Matthew y un pequeño crucifijo.
– ¿Es cierto? -Michelle Tanner elevó la mirada a Nick; tenía los ojos enrojecidos y los párpados hinchados-. ¿Encontraron anoche otro cuerpo?
Todos los ojos se clavaron en él, expectantes. Dios, hacía calor en la casa. Se llevó la mano al nudo de la corbata y se lo aflojó.
– ¿Dónde lo ha oído?