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Lamentaba los años que había fingido ante su familia y amigos. Había interpretado el papel de esposa abnegada y madre responsable. Durante todos esos años, se había obsesionado con hacer feliz a Bruce. Durante meses, había sabido que tenía una aventura. Costaba pasar por alto los recibos de las tarjetas de crédito con facturas de hoteles en los que ella no había puesto pie y de flores que no había recibido. Si su marido estaba teniendo una aventura, la culpa debía de ser de ella… le faltaba algo que no podía darle.

En aquellos momentos, la avergonzaba recordar los lujosos picardías de Victoria's Secret que había comprado para atraerlo. El sexo, que nunca había sido fantástico entre ellos, se había convertido en obras rápidas y sensuales de un solo acto. Se hundía en ella como si la castigara por sus propios pecados, para después darse la vuelta y dormir. Muchas noches, Christine se había levantado de la cama cuando lo oía roncar, se había quitado los picardías a veces rasgados y manchados y había llorado en la ducha. Ni siquiera las punzadas de agua hirviendo podían recomponer su corazón. Y que el amor hubiera desaparecido de su matrimonio también era culpa de ella.

Christine se acurrucó sobre el sofá y se cubrió el cuerpo trémulo con una colcha de punto. Ya no era la esposa débil y obsesiva. Era una periodista de éxito. Cerró los ojos. Se concentraría en eso… en el éxito. Por fin, después de tantos fracasos.

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