– Mira, es tarde, y los dos estamos agotados. ¿Qué tal si intentamos dormir un poco? -apuró la copa y la dejó a un lado, sobre el suelo. Estiró las piernas por debajo del edredón, tomó un mando a distancia de una mesa auxiliar, apretó unos cuantos botones y las luces se suavizaron. A Maggie le hizo gracia aquel pequeño juguete para sus revolcones románticos delante del fuego. ¿Por qué se sentía casi decepcionada por no ser una de sus aventuras de una noche?
– Debería regresar al hotel.
– Vamos, O'Dell, todavía tienes la ropa mojada. En las etiquetas pone que hay que lavarlas en seco; no podía meterlas en la secadora. Oye, estoy demasiado cansado para sobrepasarme, si es eso lo que te preocupa -se puso cómodo sobre los almohadones, con su cuerpo próximo al de ella.
– No, no es eso -dijo Maggie, extrañándose de sentir cansancio. Todos los músculos, todas las terminaciones nerviosas, parecían reaccionar a la proximidad de Nick. ¿Sería capaz de resistirse si se sobrepasaba? ¿Acaso ya no sentía nada por Greg? ¿Qué diablos le pasaba? Resultaba sumamente irritante-. Es que no suelo dormir mucho. No querría que te desvelaras por mi culpa.
– ¿Cómo que no duermes? -se tumbó junto a ella, con su cabeza casi rozándole el brazo. Cerró los ojos, y ella se fijó en lo largas que tenía las pestañas.
– Hace más de un mes que no logro pegar ojo. Y, cuando lo hago, tengo pesadillas.
Nick la miró, pero mantuvo la cabeza sobre la almohada.
– Imagino que, con las cosas que ves, resulta difícil no tener pesadillas. ¿Es por algo en concreto que te ha ocurrido?
Maggie lo miró. Estaba acurrucado debajo del edredón. A pesar de la sombra de la barba, tenía un aspecto aniñado. De pronto, se incorporó sobre un codo, y la camisa medio abrochada se le abrió y dejó al descubierto su pecho musculado y los rizos de vello oscuro. La imagen aniñada desapareció rápidamente, y se imaginó deslizando la mano dentro de su camisa, explorando su cuerpo. Tenía que parar; aquello era absurdo. De pronto, advirtió que la estaba mirando con preocupación, aguardando una respuesta.
– ¿Ocurrió algo? -repitió.
– Nada de lo que me apetezca hablar.
Se la quedó mirando como si quisiera leerle el pensamiento. Después, se incorporó.
– Creo que tengo un remedio contra las pesadillas. Funciona cuando Timmy viene a dormir a casa.
– Entonces, no puede ser más coñac.
– No -sonrió-. Te abrazas a alguien con todas tus fuerzas mientras te quedas dormida.
Maggie lo miró a los ojos.
– Nick, no me parece buena idea.
Él volvía a estar serio.
– Maggie, no se trata de un truco barato para estar cerca de ti. Sólo quiero ayudar. ¿Me dejas? ¿Qué puedes perder?
Al ver que ella no contestaba, se acercó y la rodeó con el brazo despacio, como si quisiera darle amplias oportunidades para protestar. Cuando vio que no lo hacía, le puso la mano en el hombro y la atrajo con suavidad hacia él para que apoyara la cara en su pecho. Maggie oyó el fragor del corazón de Nick. Su vello áspero y rizado resultaba deliciosamente suave y recio al contacto con la piel de su mejilla, y tuvo que resistir la tentación de deslizar los dedos sobre su torso. Nick apoyó la barbilla en lo alto de la cabeza de ella, y su voz vibró junto a sus cabellos.
– Ahora, relájate -le dijo-. Imagínate que nada puede afectarte si no me afecta a mí primero. Aunque no puedas dormir, cierra los ojos y descansa.
¿Cómo iba a dormir cuando todo su cuerpo estaba vivo, alerta y ardiendo allí donde él la tocaba?
Maggie se despertó atontada, sintiendo pesados los brazos y las piernas. Hacía frío. El fuego se había apagado, y Nick ya no estaba a su lado. Paseó la mirada por la habitación a oscuras y lo vio durmiendo en el sofá. Le llamó la atención un parpadeo de luz al otro lado de la ventana. Se incorporó.
Volvió a verlo. Una sombra oscura pasaba delante de la ventana con una linterna. El corazón empezó a latirle con fuerza; el asesino los había seguido desde el río.
– Nick -susurró, pero vio que no se movía. ¿Dónde había dejado la pistola?-. ¡Nick! -insistió. Tampoco hubo respuesta.
La sombra desapareció. Maggie avanzó arrastrándose hacia el pie de la escalera, sin apartar la vista de la ventana. La habitación estaba iluminada únicamente por el resplandor espectral de la luna. Se había quitado la pistola al entrar, antes de subir la escalera, y la había dejado en un velador. El velador ya no estaba, ¿qué había sido de él? Lanzó miradas por toda la habitación. Hacía frío, tanto, que le temblaban las manos.
Entonces, oyó el movimiento y el clic del pomo de la puerta. Buscó un arma, cualquier cosa afilada o pesada. El metal volvió a hacer clic pero no cedió. La puerta estaba cerrada con llave. Maggie agarró una pequeña lámpara de pesado pie metálico y le quitó la pantalla. Aguzó el oído. Estaba jadeando. Intentó contener la respiración para oír mejor.
Regresó a gatas al sofá, con la lámpara como escudo.
– Nick -susurró, y se incorporó para zarandearlo-. Nick, despierta -le empujó el hombro, y su cuerpo rodó hacia ella y cayó al suelo. Tenía la mano manchada de sangre. Lo miró. Santo Cielo… Se metió la mano ensangrentada en la boca para no gritar, para contener el terror. Los ojos azules de Nick la miraban fijamente, fríos y vacíos. La sangre le cubría el frente de la camisa. Lo habían degollado, y de la herida abierta seguía manando sangre.
Entonces, volvió a ver el destello de luz. La sombra estaba en la ventana, observándola, sonriendo. Era una cara que reconocía. Era Albert Stucky.
En aquella ocasión, se despertó agitando los brazos, golpeando y sacudiendo todo lo que estaba a su alrededor. Nick la sujetó por las muñecas, impidiéndole que le aporreara el pecho. Maggie intentaba respirar, pero apenas podía tomar aire en los pulmones. Le temblaba todo el cuerpo, fuertes convulsiones que no podía controlar.
– Maggie, no pasa nada -la voz de Nick era suave y tranquilizadora, pero alarmada y apremiante-. Maggie, estás a salvo.
Se quedó quieta de improviso, aunque todavía estaba temblando. Clavó la mirada en los ojos de Nick. Eran tibios círculos azules llenos de preocupación, y estaban vivos. Miró en torno a sí. El fuego ardía con fuerza, lamiendo los troncos gruesos que Nick había arrojado antes. La habitación estaba iluminada por el cálido resplandor amarillo del fuego. Al otro lado de la ventana, la nieve destellaba contra el cristal. No era el parpadeo de una linterna, no era Albert Stucky.
– Maggie, ¿estás bien? -apretaba los puños cerrados de Maggie contra su pecho y le acariciaba las muñecas. Ella volvió a mirarlo a los ojos. De pronto, se sentía exhausta.
– No ha funcionado -susurró-. Me has mentido.
– Lo siento. Has estado durmiendo apaciblemente durante un rato. Puede que no estuviera abrazándote lo bastante fuerte -sonrió.
Maggie relajó los puños sobre su pecho mientras las manos de Nick seguían acariciándole los brazos, ascendiendo por encima de los codos, por dentro de las amplias mangas del albornoz. Alcanzaron los hombros antes de iniciar el lento descenso. Centímetro a centímetro, la hacían entrar en calor. Pero el frío era más hondo, se propagaba por su cuerpo como hielo líquido corriendo por sus venas.
Se recostó sobre él. Nick irradiaba calor. Su mejilla entró en contacto con las cálidas fibras de algodón de la camisa. No bastaba. Maggie se incorporó lo justo para desabrochársela. Eludió mirarlo a los ojos, pero notó cómo él se ponía rígido y dejaba de acariciarla. Quizá, hasta hubiera dejado de respirar. Le abrió la camisa, reprimió el impulso de deslizar las manos sobre los músculos tensos, sobre el vello recio, y reclinó la cara sobre él, escuchando el fragor de su corazón y dejando que le transmitiera su calor. Confiaba en que lo comprendiera. Nick se estremeció, aunque no de frío. Después, por fin, Maggie notó que se relajaba y que empezaba a respirar de nuevo. Le rodeó la cintura con los brazos, pero no se permitió explorarla ni acariciarla. Se limitó a estrecharla contra su cuerpo y, en aquella ocasión, sí que la abrazó con fuerza.
Christine contuvo el aliento e hizo un doble clic sobre la tecla de Enviar. A los pocos minutos, la impresora de la sala de redacción escupiría su artículo y, poco después, la rotativa lo deslizaría entre sus cilindros… una rotativa que estaba parada, esperándola. Ni en sus fantasías más descabelladas había imaginado nunca hallarse en aquella posición.
A pesar del agotamiento, la adrenalina había mantenido su cerebro al galope y sus dedos volando sobre el teclado. Todavía tenía sudorosas las palmas de las manos. Se las secó en los vaqueros antes de apagar el portátil, cerrarlo y desenchufar el módem de la toma del teléfono. Daba gracias por las modernas tecnologías… aunque no comprendiera cómo funcionaban. Le habían permitido tener a su hijo durmiendo profundamente al final del pasillo mientras ella elaboraba su quinto artículo consecutivo de portada. Se preguntó cuál sería el récord en el Omaha Journal.
Consultó su reloj. El periódico llegaría con una hora de retraso a los quioscos, pero Corby parecía satisfecho. Apuró el cafe, eludiendo el poso de leche y azúcar. No podía creer que hubiera sobrevivido a aquella noche sin un cigarrillo.
Retiró el portátil del escritorio, tirando a su paso un montón de cartas al suelo. Al recogerlas, su euforia se desvaneció. Algunas eran últimos avisos de facturas que no podía pagar. Una, del gobierno estatal de Nebraska, seguía cerrada. Contenía más formularios en triplicado con papel carbón azul entre copia y copia. ¿Cómo podía confiar y creer en un estado que seguía usando papel carbón? ¿Aquél era el sistema que iba a localizar a su ex marido y a obligarlo a pagar la manutención de su hijo? Ya era terrible que Bruce la hubiese dejado destrozada a ella, pero ¿cómo podía olvidarse de su hijo? Detestaba que Timmy no pudiera ver a su padre, que ni siquiera tuviera una manera de ponerse en contacto con él. Y todo porque no quería pagar la manutención de Timmy.
Embutió el montón de sobres detrás de una lámpara del escritorio para no verlos. Su reciente éxito sólo le había proporcionado un pequeño aumento de sueldo, y pasarían semanas, meses, antes de que notara la diferencia.
Nick no lo comprendía, no podía comprenderlo. Su éxito periodístico no tenía como objetivo perjudicarlo a él, sino salvarse a sí misma. Por una vez en la vida, estaba haciendo algo ella sola, no como la hija de Tony Morrelli, la esposa de Bruce Hamilton o la madre de Timmy, sino como Christine Hamilton. Se sentía bien.