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Epílogo

Una semana después – Chiuchín, Chile

No podía creer lo maravilloso que era sentir la tibieza del sol. Sus pies desnudos se abrían paso entre la orilla rocosa. Los pequeños cortes y rozaduras eran un precio insignificante que pagar por sentir la caricia de las olas en los pies. El Océano Pacífico se perdía en el horizonte, y su agua era rejuvenecedora, su poder abrumador.

A su espalda, las montañas de Chile aislaban aquel paraíso, donde pobres campesinos en apuros estaban tan ávidos de atención como de salvación. La minúscula parroquia se componía de menos de cincuenta familias. Era perfecta. Desde que había llegado, apenas había sentido las palpitaciones en las sienes. Quizá le hubieran desaparecido para siempre.

Varios niños de tez morena vestidos con pantalón corto perseguían una pelota corriendo hacia él. Dos de ellos lo reconocieron de la misa matutina, lo saludaron con la mano y lo llamaron por su nombre. Él se rió de la pronunciación. Cuando formaron un corrillo a su alrededor, les acarició los cabellos negros y les sonrió. El de los pantalones azules deshilachados tenía una mirada tan triste que le recordaba a él.

– Me llamo padre Keller -los corrigió-. No padre Killer [1] .

[1] Killer: «Asesino» en inglés (N. del E.)


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