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– Lo sé -dijo Nick-. Pero puede que no lo sea siempre.

– Quién sabe, Nick -dijo por fin, haciendo un débil intento de corregir su ambigüedad. Nick parecía aliviado por aquella sencilla revelación, como si fuera más de lo que había esperado oír.

– ¿Sabes? -dijo con el semblante más relajado mientras el corazón de Maggie le pedía a gritos que le expresara a Nick sus sentimientos-. Me has ayudado a ver muchas cosas sobre mí mismo, sobre la vida. No he hecho más que seguir los pasos enormes y profundos de mi padre y… y no quiero seguir haciéndolo.

– Eres un buen sheriff, Nick -hizo caso omiso del tirón de su corazón. Quizá fuera mejor así.

– Gracias, pero no es lo que quiero -prosiguió-. Admiro lo mucho que significa tu trabajo para ti. Tu dedicación… tu obstinada dedicación, dicho sea de paso. Nunca antes había comprendido lo mucho que deseo creer en algo.

– Entonces, ¿qué quiere hacer Nick Morrelli cuando sea mayor? -preguntó, sonriéndole cuando en realidad quería tocarlo.

– Cuando estudiaba Derecho, trabajé en la oficina del fiscal del distrito del condado de Suffolk, en Boston. Siempre dijeron que podría volver cuando quisiera. Ha pasado mucho tiempo, pero creo que los llamaré.

Boston. Tan cerca, pensó Maggie.

– Eso es magnífico -dijo, mientras calculaba los kilómetros que separaban Quantico de Boston.

– Voy a echarte de menos -se limitó a decir Nick.

Sus palabras la tomaron por sorpresa, justo cuando pensaba que estaba a salvo. Nick debió de ver el pánico en sus ojos, porque rápidamente consultó su reloj.

– Deberíamos salir ya hacia el aeropuerto.

– Sí -volvieron a mirarse a los ojos. Un último tirón, una última oportunidad de decírselo. ¿O habría muchas oportunidades?

Lo rozó al pasar a su lado, apagó el ordenador, lo desenchufó, cerró la tapa y lo guardó en su maletín. Él levantó su maleta, ella la funda de los trajes. Ya estaban en la puerta cuando sonó el teléfono. Al principio, Maggie pensó en no hacer caso y marcharse. De pronto, regresó corriendo y descolgó.

– ¿Sí?

– Maggie, me alegro de haberte encontrado.

Era el director Cunningham. Hacía días que no hablaba con él.

– Estaba saliendo por la puerta.

– Bien. Vuelve aquí lo antes posible. He encargado a Delaney y a Turner que vayan a recogerte al aeropuerto.

– ¿Qué pasa? -miró a Nick, que regresaba a la habitación con semblante preocupado-. Cualquiera diría que necesito guardaespaldas -bromeó, y se puso tensa cuando el silencio se prolongó demasiado.

– Quería que lo supieras antes de que lo oyeras en las noticias.

– ¿Oír el qué?

– Albert Stucky se ha fugado. Lo estaban trasladando de Miami a una instalación de máxima seguridad de Florida del Norte. Stucky le arrancó la oreja de un mordisco a un guardia y apuñaló al otro con un crucifijo de madera. ¿Te lo puedes creer? Después, les levantó la tapa de los sesos con sus propios revólveres. Al parecer, el día anterior, un sacerdote católico visitó a Stucky en su celda. Tuvo que ser él quien le dio el crucifijo. No quiero que te preocupes, Maggie. Ya hemos atrapado una vez a ese hijo de perra y volveremos a hacerlo.

Pero lo único que Maggie había oído era: «Albert Stucky se ha fugado».

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