Viernes, 31 de octubre
Christine se despertó en una habitación llena de flores. ¿Acaso había muerto? Entre la niebla vio a su madre sentada junto a la cama, y enseguida supo que seguía viva. El equipo de gimnasia rosa y azul que llevaba puesto no sería un atuendo aceptable en el cielo… ni en el infierno.
– ¿Cómo te encuentras, Christine? -su madre sonrió y le tomó la mano. Por fin se estaba dejando gris el pelo. Le sentaba bien. Decidió decírselo más tarde, cuando el cumplido pudiera ayudarla a combatir el tercer grado.
– ¿Dónde estoy? -era una pregunta estúpida, pero después de tantas horas de alucinaciones y visiones, o lo que fueran, necesitaba saberlo.
– En el hospital, cariño. ¿No te acuerdas? Has salido del quirófano hace un rato.
¿Quirófano? Sólo entonces reparó en los tubos que entraban y salían de su cuerpo. Presa del pánico, retiró las sábanas.
– ¡Christine!
Todavía tenía las piernas. Gracias a Dios.
Y podía moverlas. Tenía vendas en un muslo, pero no le importaba mientras pudiera moverlo.
– No querrás pillar una neumonía -su madre volvió a arroparla.
Christine levantó los brazos, flexionó los dedos y contempló cómo los fluidos goteaban hacia sus venas. Que sintiera el pecho y el estómago como picadillo de hígado no le importaba. Al menos, seguía de una pieza.
– Tu padre y Bruce han salido a tomar café. Se alegrarán mucho cuando te encuentren despierta.
– Dios mío, ¿Bruce está aquí? -entonces, Christine se acordó de Timmy, y el pánico empezó a chupar todo el aire de la habitación.
– Dale una segunda oportunidad, Christine -dijo su madre, sin percatarse de la falta de oxígeno repentina-. Esta odisea lo ha cambiado.
¿Odisea? ¿Era un nuevo término para designar la desaparición de su hijo? En aquel momento, Nick asomó la cabeza por la puerta, y Christine sintió una oleada de alivio. Tenía un nuevo corte en la frente, pero los cardenales y la hinchazón de la mandíbula resultaban casi imperceptibles. Llevaba una camisa azul impecable, corbata oscura, vaqueros azules y chaqueta de sport también oscura. Dios, ¿cuánto tiempo llevaba dormida? Tenía la impresión de que iba vestido para un funeral. Volvió a acordarse de Timmy, y una nueva oleada de pánico y terror le encogió el corazón.
– Hola, cariño -dijo su madre cuando Nick se inclinó para besarle la mejilla. Christine se los quedó mirando, tratando de ver alguna señal. ¿Se atrevía a preguntarlo? ¿Mentirían sólo para protegerla? ¿Creían que era demasiado frágil?
– Quiero la verdad, Nicky -barbotó en una voz tan estridente que no le parecía suya. Los dos se la quedaron mirando, sobresaltados, preocupados. Pero Christine vio en la mirada de Nick que su hermano sabía muy bien a qué se refería.
– Está bien. Si es eso lo que quieres… -regresó a la puerta, y ella quiso gritarle que no se fuera, que le hablara.
– Nicky, por favor -dijo, sin importarle lo patética que pudiera sonar.
Nick abrió la puerta, y Timmy apareció en el umbral, como un espectro. Christine pestañeó. ¿Estaría alucinando otra vez? Timmy se acercó cojeando, y ella vio los arañazos y cardenales, el corte en la mejilla y el labio hinchado y amoratado. A pesar de todo, tenía el rostro y el pelo muy limpios, la ropa recién planchada. Hasta llevaba zapatillas de deporte nuevas. ¿Habría sido una horrible pesadilla?
– Hola, mamá -dijo, como si fuera una mañana cualquiera. Subió a la silla que su abuela le indicó, y se arrodilló sobre el asiento para estar más alto. Christine dio rienda suelta a las lágrimas; no tenía elección. ¿Sería real? Le tocó el hombro, le alisó el remolino y le acarició la mejilla.
– Vamos, mamá. Todo el mundo puede vernos -protestó. Fue entonces cuando ella supo que era real.
Nick escapó antes de que la escena se pusiera demasiado sentimental, antes de que se le enturbiara la vista. Todavía le costaba trabajo creerlo. Dobló la esquina y estuvo a punto de tropezar con su padre, que retrocedió, como si lo preocupara derramar el café que llevaba.
– Cuidado, hijo. Te vas a perder muchas cosas yendo tan deprisa por la vida.
Miró a su padre a los ojos y enseguida vio en ellos la crítica sarcástica, pero estaba demasiado eufórico para permitir que Antonio Morrelli le aguara la fiesta. Así que sonrió y empezó a pasar de largo.
– No es Eddie, ¿sabes? -le dijo su padre.
– ¿Ah, no? -Nick se detuvo y se dio la vuelta-. Pues esta vez será un tribunal quien lo decida, no Antonio Morrelli.
– ¿Qué diablos quieres decir con eso?
Nick dio un paso hacia él y sostuvo su mirada.
– ¿Ayudaste a aportar pruebas falsas contra Jeffreys?
– Cuidado con lo que dices, chico. Yo no he falsificado nada.
– Entonces, ¿cómo explicas las discrepancias?
– En lo referente a mí, no había discrepancias. Hice lo que fue necesario para condenar a ese hijo de perra.
– Pasaste por alto pruebas.
– Sabía que Jeffreys había matado al pequeño Wilson. Tú no viste a ese niño, no viste lo que le hizo pasar. Jeffreys merecía morir.
– No te atrevas a hacer tus horrores superiores a los míos -replicó Nick, con los puños cerrados pero tranquilos a los costados-. Esta semana he visto suficientes para toda una vida. Puede que Jeffreys mereciera morir pero, al inculparlo de los otros dos asesinatos, dejaste libre a otro asesino. Cerraste la investigación. Hiciste creer a todo el pueblo que estaba otra vez a salvo.
– Hice lo que creí necesario.
– Eso no me lo digas a mí, díselo a Laura Alverez y a Mi- chelle Tanner. Explícales cómo hiciste lo que era necesario.
Nick se alejó con paso ligero. Era un pequeño triunfo poder decirle a Antonio Morrelli que había obrado mal. Caminó un poco más erguido mientras oía resonar sus botas en el silencioso pasillo.
Se detuvo en el puesto de enfermeras y se sorprendió al ver a la secretaria vestida con una capa negra y un gorro puntiagudo de bruja. Tardó un momento en reparar en la calabaza naranja y negra y en los recortes con forma de fantasma. Pues claro, era Halloween. Hasta el sol se había dignado a salir, lo bastante luminoso y tibio para empezar a derretir parte de la nieve.
Esperó con paciencia mientras la secretaria enumeraba los ingredientes de una receta por teléfono. Le indicó a Nick con la mirada que sólo sería un minuto, pero no había prisa en su voz.
– Hola, Nick -Sandy Kennedy se acercó por detrás, pasó junto a la secretaria y levantó una carpeta de pinza.
– Sandy, por fin te han puesto en el turno de día -sonrió a la exuberante morena, mientras pensaba en su estúpido comentario. ¿Por qué no «qué tal estás» o «cuánto tiempo hacía que no te veía»? Entonces, se preguntó si habría algún lugar en aquella ciudad al que pudiera ir sin tropezarse con una antigua amante o aventura de un día.
– Parece que Christine está mejor -dijo Sandy, pasando por alto su estúpido comentario.
Nick intentó recordar por qué nunca había profundizado su relación con ella. Bastaba con verla para recordar lo hermosa y alegre que era. Pero claro, así eran todas las mujeres que escogía. Sin embargo, ninguna podía compararse a Maggie O'Dell.
– Nick, ¿estás bien? ¿Podemos hacer algo por ti?
Tanto Sandy como la secretaria se lo habían quedado mirando.
– ¿Podéis decirme qué habitación tiene la agente O'Dell?
– La 372 -dijo la secretaria sin mirarlo-. Al final del pasillo a la derecha. Aunque puede que se haya ido.
– ¿Que se ha ido?
– Pidió el alta y estaba esperando a que le llevaran algo de ropa. La tenía bastante sucia anoche cuando ingresó -le explicó, pero Nick ya se alejaba por el pasillo.
Irrumpió en la habitación sin llamar, sobresaltando a Maggie, que se dio la vuelta rápidamente en su puesto junto a la ventana y después, se mantuvo contra la pared, para que él no viera el camisón quirúrgico abierto por la espalda.
– Dios, Morrelli, ¿es que no sabes llamar?
– Lo siento -se le tranquilizó el corazón, que empezaba a recuperar su ritmo normal. Maggie estaba magnífica. Volvía a tener el pelo brillante y suave, y su piel cremosa había recuperado el color. Y los ojos, aquellos ojos castaños… destellaban-. Me habían dicho que podías haberte ido.
– Estoy esperando a que me traigan algo de ropa. Una de esas voluntarias del hospital se ofreció a ir de compras en mi lugar -dio varios pasos, con cuidado de mantener la espalda hacia la pared-. De eso hace un par de horas. Espero que no vuelva con algo rosa.
– Entonces, ¿el médico ya te ha dado el alta? -Nick intentó formular la pregunta con naturalidad, pero ¿reflejaba su voz demasiada preocupación?
– Lo deja en mis manos.
Nick sostuvo la mirada de Maggie. No le importaba si ella veía la preocupación en sus ojos. A decir verdad, quería que la viera.
– ¿Qué tal está Christine? -preguntó Maggie por fin.
– La operación ha ido bien.
– ¿Y la pierna?
– El médico asegura que no sufrirá una lesión permanente. Acabo de llevarle a Timmy para que lo viera.
La mirada de Maggie se suavizó, aunque parecía distante.
– Es como para creer en los finales felices -dijo.
Volvió a mirarlo a los ojos, en aquella ocasión, sonriendo débilmente, una tenue elevación de las comisuras de los labios. Dios, qué hermosa estaba cuando sonreía. Quería decírselo. Abrió la boca, de hecho, para hacerlo, pero se lo pensó mejor. ¿Se habría dado cuenta Maggie del susto que se había llevado al pensar que se había ido sin despedirse? ¿Sabría el efecto que producía en él? Al diablo con su marido, con su matrimonio. Debía correr el riesgo, decirle que la amaba. En cambio, dijo:
– Esta mañana hemos detenido a Eddie Gillick -ella se sentó en el borde de la cama y esperó a oír más-. También hemos vuelto a interrogar a Ray Howard. Esta vez ha reconocido que a veces le prestaba a Eddie la vieja camioneta.
– ¿El día que Danny desapareció?
– Howard no podía recordarlo. Pero hay más, mucho más. Eddie entró a trabajar en la oficina del sheriff el verano previo a los primeros asesinatos. La policía de Omaha le había dado una carta de recomendación, pero tenía tres amonestaciones en su expediente, todas ellas por uso innecesario de la fuerza en las detenciones. Dos de los casos eran de delincuentes juveniles. Hasta le rompió el brazo a un crío.
– ¿Y la extremaunción?