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– La madre de Eddie, madre soltera, por cierto, estaba pluriempleada para poder mandarlo a un colegio católico.

– No lo sé, Nick.

No parecía convencida. A Nick no lo sorprendía. Prosiguió.

– Podría haber falsificado las pruebas de Jeffreys fácilmente. También tenía acceso al depósito de cadáveres. De hecho, estuvo allí ayer por la tarde, recogiendo las fotografías de la autopsia. Podría haberse llevado el cadáver de Matthew al percatarse de que las marcas de dentelladas de las fotografías podrían identificarlo. Además, habría sido fácil para él hacer unas cuantas llamadas, utilizar su número de placa para obtener información sobre Albert Stucky.

Vio la contracción nerviosa, la leve mueca a la sola mención de aquel bastardo. Nick se preguntó si sería consciente de ello.

– El depósito de cadáveres nunca está cerrado con llave -replicó Maggie-. Cualquiera podría entrar allí. Y gran parte de lo que ocurrió con Stucky apareció publicado en los periódicos y la prensa amarilla.

– Aún hay más -lo había dejado para el final. La prueba que más lo incriminaba era la más cuestionable-. Encontramos algunas cosas en el maletero de su coche -dejó que Maggie viera su escepticismo. ¿Sería «Ronald Jeffreys segunda parte»? Ambos estaban pensando lo mismo.

– ¿Qué cosas? -preguntó con interés.

– La careta de Halloween, un par de guantes negros y un trozo de cuerda.

– ¿Por qué iba a llevar todo eso en el maletero de su vehículo abandonado si sabía que le seguíamos la pista? Sobre todo, si era responsable de haber inculpado a Jeffreys de la misma manera. Además, ¿cómo pudo tener tiempo para hacer todo lo que hizo?

Era eso exactamente lo que Nick se había preguntado, pero ansiaba desesperadamente que aquella pesadilla terminara.

– Mi padre acaba de reconocer que sabía que alguien podía haber amañado las pruebas.

– ¿Lo ha reconocido?

– Digamos que ha reconocido no percatarse de las incoherencias.

– ¿Cree tu padre que Eddie puede ser el asesino?

– Ha dicho que estaba seguro de que no lo era.

– ¿Y eso te convence aún más de que lo es?

Dios, qué bien lo conocía.

– Timmy tiene un mechero del secuestrador con el emblema de la oficina del sheriff. Era como un obsequio que hacía mi padre a sus hombres. No dio muchos. Eddie era uno entre cinco.

– Los mecheros se pierden -dijo Maggie. Se puso en pie y avanzó hacia la ventana.

En aquella ocasión, sus pensamientos estaban muy lejos de allí. Hasta se olvidó de la abertura del camisón quirúrgico. Aunque desde donde estaba, Nick sólo podía ver una rendija de su espalda y parte de un hombro, el camisón la hacía parecer pequeña y vulnerable. Se imaginó estrechándola entre sus brazos, envolviéndola con todo su cuerpo, pasando las horas tumbado con ella, tocándola, deslizando las manos por su piel sedosa, los dedos por su pelo.

Dios, ¿de dónde salía todo aquello? Se llevó el dedo pulgar y el índice a los párpados, fingiendo agotamiento, cuando en realidad era esa imagen lo que necesitaba desechar.

– ¿Todavía crees que es Keller? -preguntó, pero ya conocía la respuesta.

– No lo sé. Puede que me cueste aceptar que estoy perdiendo facultades.

Nick se identificaba con ella.

– ¿Eddie no coincide con tu perfil?

– El hombre de ese subterráneo no era una persona impulsiva que perdía los estribos y descuartizaba a niños pequeños. Era una misión para él, una misión bien planeada y ejecutada. Cree estar salvando a esos niños -siguió mirando por la ventana, rehuyendo los ojos de Nick.

Nick no había llegado a preguntarle qué había ocurrido en el subterráneo antes de su llegada. Las notas, el juego, las referencias a Albert Stucky, le parecían demasiado personales. Quizá ya no pudiera esperar que Maggie fuera objetiva.

– ¿Qué dice Timmy? -por fin, se volvió hacia él-. ¿Puede identificar a Eddie?

– Anoche parecía seguro, pero eso fue después de que Eddie lo persiguiera y lo atrapara. Eddie afirma que lo vio en el bosque y que fue tras él para rescatarlo. Esta mañana, Timmy ha reconocido que no llegó a ver la cara del hombre. Pero no puede ser una mera coincidencia, ¿no?

– No, todo apunta a que tienes un caso -Maggie se encogió de hombros.

– La cuestión es ¿tengo un asesino?

Embutió sus escasas pertenencias en la vieja maleta. Deslizó los dedos por la tela de la bolsa, un vinilo barato que se agrietaba fácilmente. Hacía años que había perdido la combinación, así que evitaba usar el candado. Hasta el asa era una masa de cinta adhesiva negra, pegajosa en verano, dura y áspera en invierno. Sin embargo, era lo único que conservaba de su madre.

La había robado de debajo de la cama de su padre la noche que huyó de su hogar. Hogar… ¡qué disparate! Nunca se lo había parecido, y menos aún cuando su madre murió. Sin ella, la casa de ladrillo de dos plantas se había convertido en una cárcel y había aceptado su castigo noche tras noche durante casi tres semanas antes de irse.

Incluso la noche de su fuga, esperó a que su padrastro terminara y se quedara dormido, exhausto. Robó la maleta de su madre y guardó sus pertenencias mientras la sangre todavía chorreaba por su entrepierna. Al contrario que su madre, se había negado a acostumbrarse a las embestidas profundas y violentas de su padrastro, y los desgarrones nuevos y viejos no se cerraban. Aquella noche, apenas podía caminar, pero logró recorrer los diez kilómetros que lo separaban de la iglesia católica de Nuestra Señora de Lourdes, donde el padre Daniel le ofreció cobijo.

Pagó un precio similar por el alojamiento y la comida pero, al menos, el padre Daniel fue amable, suave y pequeño. No hubo más lágrimas ni desgarrones, sólo humillación, que aceptó como parte de su castigo. A fin de cuentas, era un asesino. Aquella mirada horrible todavía lo acosaba en sueños. La mirada de estupefacción que reflejaban los ojos muertos de su madre mientras yacía en el suelo del sótano, con el cuerpo retorcido y roto.

Cerró la maleta con fuerza, como si así pudiera cerrar la imagen.

Su segundo asesinato había sido mucho más fácil, un gato vagabundo que el padre Daniel había acogido. Al contrario que él, el gato había recibido comida y alojamiento gratis. Quizá eso hubiera sido razón suficiente para matarlo. Recordaba la tibieza de su sangre al degollarlo.

A partir de ahí, cada asesinato se había convertido en una revelación espiritual, en una inmolación. Hasta que no estuvo en su segundo año en el seminario, no mató a su primer niño, un incauto repartidor con ojos tristes y pecas. El niño le había recordado a él. Así que, por supuesto, había tenido que matarlo, para sacarlo de su desgracia, para salvarlo, para salvarse a sí mismo.

Consultó su reloj y supo que tenía tiempo de sobra. Colocó la maleta con cuidado junto a la puerta, junto a la bolsa de lona gris y negra que había preparado antes. Después, lanzó una mirada al periódico que estaba plegado limpiamente sobre la cama, y el titular le arrancó otra sonrisa. Ayudante del sheriff sospechoso de asesinar a los dos niños.

Había sido deliciosamente fácil. El día que encontró el encendedor de Eddie Gillick en el suelo de la furgoneta azul, supo que aquel matón astuto y arrogante sería su chivo expiatorio perfecto. Casi tan perfecto como Jeffreys.

Todas aquellas tardes charlando de trivialidades, jugando a las cartas con aquel ególatra, habían dado fruto. Había fingido mostrarse interesado en la última conquista sexual de Gillick, sólo para ofrecerle perdón y absolución cuando al ayudante se le pasaba la borrachera. Había fingido ser su amigo cuando, en realidad, el presumido sabelotodo le revolvía el estómago. Gracias a su deseo de presumir, había averiguado que tenía mal genio y que lo volcaba en «gamberros» y en «furcias calientabraguetas» que, según Gillick, «se lo estaban buscando». En muchos sentidos, Eddie Gillick le recordaba a su padrastro, por lo que su condena sería aún más dulce.

¿Y por qué no iban a condenarlo, con su comportamiento autodestructivo y esas pruebas condenatorias introducidas limpiamente en el maletero de su Chevy accidentado? ¡Qué fortuna habérselo encontrado en el bosque así y haber podido introducir las pruebas fatales! Igual que con Jeffreys.

Ronald Jeffreys había acudido a él para confesarle el asesinato de Bobby Wilson. Cuando le pidió la absolución, no detectó ni rastro de arrepentimiento en su voz. Jeffreys se merecía morir. Y también había sido sencillo: una llamada anónima a la oficina del sheriff y unas cuantas pruebas que lo incriminaban.

Sí, Ronald Jeffreys había sido el chivo expiatorio perfecto, al igual que Daryl Clemmons. El joven seminarista había compartido con él sus temores homosexuales, sin saber que se estaba ofreciendo para pagar por el asesinato de aquel pobre e indefenso chico de los periódicos. Ese pobre niño cuyo cuerpo encontraron cerca del río que pasaba junto al seminario. Después, estaba Randy Maiser, un desafortunado vagabundo que se había presentado en la iglesia católica de Santa María buscando refugio. El pueblo de Wood River no había tardado en condenar al andrajoso desconocido cuando uno de sus pequeños apareció muerto.

Ronald Jeffreys, Daryl Clemmons y Randy Maiser… todos ellos cabezas de turco perfectos. Y, por último, Eddie Gillick.

Volvió a mirar el periódico, y sus ojos se posaron en la fotografía de Timmy. La decepción echó a perder su buen humor. Aunque la huida de Timmy le había procurado un alivio sorprendente, era aquella huida lo que lo obligaba a realizar un éxodo repentino. ¿Cómo podría seguir viviendo día a día sabiendo que había fallado al pequeño? Y, con el tiempo, Timmy reconocería sus ojos, su manera de andar, su culpabilidad. Culpabilidad por no haber podido salvar a Timmy Hamilton. A no ser…

Levantó el periódico y buscó el reportaje sobre la huida de Timmy y el accidente de su madre, Christine. Lo recorrió con la mirada, guiándose con el dedo índice hasta que reparó en la uña serrada y mordida. Entonces, encontró el párrafo, casi al final. Sí, el padre divorciado de Timmy, Bruce, había regresado a Platte City.

Volvió a consultar su reloj. El pobre Timmy, con todos aquellos cardenales… Se merecía una segunda oportunidad de ser salvado. Sí, podía hacer tiempo para algo tan importante.

Maggie quería decirle a Nick que todo había acabado, que ya no volverían a desaparecer más niños pequeños. Pero ni siquiera mientras repasaban el caso contra Eddie Gillick podía desechar la comezón de la duda. ¿Se estaría obcecando al negarse a creer que podía estar equivocada?

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