Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Ojalá la voluntaria del hospital fuera tan puntual como dicharachera. ¿Cómo se podía mantener una conversación seria con aquellos camisones tan finos? ¿Y tanta molestia sería proporcionarle una bata, un cinturón, cualquier cosa que le cubriera el trasero?

Podía ver a Nick ejerciendo una prudencia extrema con la mirada, pero unos despistes momentáneos bastaban para hacerle recordar que estaba completamente desnuda bajo aquella prenda abierta. Y lo peor era el maldito hormigueo que le recorría la piel cada vez que él la miraba, hormigueo que se concentraba entre sus muslos. Todo su cuerpo perdía el control en presencia de Nick.

– Está bien, da la impresión de que Eddie Gillick podría ser culpable -reconoció Maggie, tratando de no pensar en las reacciones. Cruzó los brazos sobre el pecho y regresó a la ventana, con cuidado de mantener la espalda hacia la pared.

Aquel día el cielo estaba tan azul e inmenso que parecía artificial; no se vislumbraba ni una sola nube. Casi toda la nieve de las aceras y de los jardines se había derretido; muy pronto, desaparecerían los montones de hielo embarrado de las calles. Los árboles que no habían perdido las hojas relucirían con tonos dorados, rojizos y naranjas. Era como si se hubiera roto el hechizo, como si hubiera levantado una maldición, y todo hubiese recuperado la normalidad. Todo salvo el pequeño tirón en el vientre de Maggie, no de los puntos, sino de su propia duda.

– ¿Y qué estaba haciendo Christine anoche con Eddie?

– Esta mañana no hemos hablado de eso. Anoche, dijo que Eddie iba a llevarla a casa, pero que le hizo tomar un desvío. Le dijo que si se acostaba con él, le diría dónde estaba Timmy.

– ¿Dijo que sabía dónde estaba Timmy?

– Eso afirmó Christine. Claro que podría estar sufriendo alucinaciones. También me dijo que el presidente Nixon la dejó en el borde de la carretera.

– La careta, claro. Sacó a Christine del coche y guardó el disfraz en el maletero.

– Después, fue a perseguir a Timmy por el bosque -añadió Nick-. Claro que debió de ser después de intentar violar a Christine y de atacarte a ti en el subterráneo del cementerio. Un tipo muy ajetreado.

Se miraron a los ojos. Lo obvio quedaba sin decir; provocaba el mismo pánico y la misma decepción que los había llevado a aquel punto.

– ¿Intentó algo contigo? -preguntó Nick por fin.

– ¿A qué te refieres?

– Ya sabes, ¿intentó…?

– No -lo interrumpió Maggie, para ahorrarle la incomodidad-. No, no hizo nada de eso.

Maggie recordaba cómo el asesino le había rozado el pecho sin querer al sacarle la pistola de la parka y cómo había retirado la mano en lugar de prolongar el contacto. Cuando le había susurrado al oído, en ningún momento le había tocado la piel. No estaba interesado en el sexo, ni con hombres ni, mucho menos, con mujeres. A fin de cuentas, su madre era una santa. Recordó las imágenes de los mártires del dormitorio del padre Keller. El sacerdocio y el voto de celibato habrían sido un escape excelente, un escondite ideal.

– Tenemos que interrogar a Keller por última vez -le dijo a Nick.

– No tienes pruebas contra él, Maggie.

– Compláceme.

– ¿Señora O'Dell? -una enfermera asomó la cabeza por la puerta-. Tiene visita.

– Ya era hora -dijo Maggie, esperando ver a la voluntaria rubia y dicharachera.

La enfermera abrió la puerta y sonrió con coquetería al apuesto hombre de pelo rubio vestido con traje de Armani. Llevaba una bolsa de viaje barata y una funda de trajes colgada del brazo.

– Hola, Maggie -dijo. Entró en la habitación como si fuera el dueño, y lanzó una mirada a Nick antes de desplegar para ella su sonrisa de abogado de un millón de dólares.

– ¡Greg! ¿Se puede saber qué haces aquí?

Timmy oyó a la máquina expendedora tragarse sus monedas antes de hacer su elección. Estuvo a punto de escoger un Snickers, pero se acordó y pulsó la tecla de los KitKat.

Intentaba no pensar en el desconocido ni en la pequeña habitación. Debía concentrarse en su madre y ayudarla a ponerse mejor. Lo asustaba verla así, en la enorme cama de hospital, enganchada a todas aquellas máquinas que gorgoteaban, zumbaban y hacían clics. Tenía buen aspecto, hasta parecía alegrarse de ver a Bruce… después de haberle gritado, claro. Pero, en aquella ocasión, su padre no le había devuelto los gritos. No hacía más que decir lo mucho que lo sentía. Cuando Timmy había salido de la habitación, su padre estaba dándole la mano a su madre, y ella se lo estaba consintiendo. Eso debía de ser una buena señal, ¿no?

Timmy estaba sentado en la silla de plástico de la sala de espera. Rasgó el envoltorio de la chocolatina y separó una barrita. El abuelo Morrelli iba a llevarle un bocadillo del Subway en cuanto él y la abuela hubieran inspeccionado el asado de carne de la cafetería. El Subway estaba al otro lado de la calle, pero Timmy no había desayunado. Se metió la barrita en la boca y dejó que se derritiera antes de mascar.

– Creía que eras adicto a los Snickers.

Timmy giró en redondo sobre la silla, sobresaltado. Ni siquiera había oído las pisadas.

– Hola, padre Keller -balbució con la boca llena.

– ¿Qué tal estás, Timmy? -el sacerdote le dio una palmadita en el hombro, y prolongó el contacto en su espalda.

– Bien -Timmy se tragó el resto de la chocolatina y se limpió los labios-. A mi madre la han operado esta mañana.

– Eso he oído -el padre Keller dejó una bolsa de lona en el asiento contiguo al de Timmy y se arrodilló delante de él.

A Timmy le agradaba eso del padre Keller, cómo lo hacía sentirse especial. Parecía interesarse sinceramente en él. Timmy podía verlo en aquellos suaves ojos azules que a veces parecían tan tristes. El padre Keller se preocupaba de verdad. Aquellos ojos… Timmy volvió a mirar y, de pronto, se le hizo un nudo en el estómago. Aquel día, notaba algo distinto en los ojos del padre Keller, pero no sabía lo que era. Se movió con incomodidad en el asiento, y el padre Keller pareció preocupado.

– ¿Estás bien, Timmy?

– Sí… Sí. Debe de ser tanto azúcar de golpe. No he desayunado. ¿Va a alguna parte? -le preguntó, y señaló la bolsa de lona.

– Voy a llevar al padre Francis a su lugar de sepultura. Por eso he venido aquí, para cerciorarme de que tienen su cuerpo preparado.

– ¿Está aquí? -Timmy no había tenido intención de susurrar, pero fue así como le salió.

– Abajo, en el depósito. ¿Quieres acompañarme?

– No sé. Estoy esperando a mi abuelo.

– Sólo serán unos minutos, y te gustará verlo. Parece salido de Expediente X .

– ¿En serio? -Timmy recordaba haber visto a la agente especial Scully haciendo autopsias. Se preguntó si los muertos estarían realmente rígidos y grises-. ¿Seguro que no pasa nada si lo acompaño? ¿No se enfadarán los del hospital?

– No, nunca hay nadie por ahí abajo.

El padre Keller se puso en pie y levantó la bolsa de lona. Esperó mientras Timmy se terminaba el KitKat, pero se le cayó el envoltorio sin querer. Cuando el padre Keller se arrodilló para recogerlo, Timmy reparó en sus Nike blancas e impecables, como de costumbre. Sólo que aquel día tenía… tenía un nudo en uno de los cordones. Un nudo para unir las dos partes rotas del cordón. A Timmy se le cerró aún más el estómago.

Se levantó despacio, un poco mareado. Una subida de azúcar, no era más que eso. Alzó la vista al rostro sonriente del padre Keller, y a la mano que el sacerdote le tendía. Una última mirada al zapato. ¿Por qué tenía el padre Keller un nudo en el cordón?

– ¿Cómo has sabido que estaba en el hospital? -preguntó Maggie cuando Greg y ella se quedaron a solas. Extendía los trajes que había guardado con cuidado días atrás, complacida con su aspecto a pesar de los dos viajes por medio país.

– No lo he sabido hasta que no me he presentado en la oficina del sheriff. Una cabeza hueca con minifalda de cuero me ha dicho dónde podía encontrarte.

– No es una cabeza hueca -Maggie no podía creer que estuviera defendiendo a Lucy Burton.

– Esto sólo refuerza mi idea, Maggie.

– ¿Tu idea?

– Este trabajo es demasiado peligroso.

Maggie hurgó en la bolsa de viaje que le había llevado, manteniéndose de espaldas a él y tratando de no prestar atención a su creciente enojo. Se concentró en la alegría de haber recuperado su ropa. Quizá fuera ridículo, pero tocar sus prendas interiores le procuraba una sensación de control y seguridad.

– ¿Por qué no lo reconoces de una vez? -insistió Greg.

– ¿Qué quieres que reconozca?

– Que este trabajo es demasiado peligroso.

– ¿Para quién, Greg? ¿Para ti? Porque para mí eso no es ningún problema. Siempre he sabido que correría riesgos.

Mantuvo la calma y volvió la cabeza para mirarlo. Greg estaba dando vueltas con las manos en las caderas, como si estuviera esperando un veredicto.

– Cuando te pedí que fueras a recogerme el equipaje al aeropuerto, no quería decir que tuvieras que traérmelo -intentó sonreír, pero él parecía decidido a no dejarla escapar tan fácilmente.

– El próximo año me harán socio del bufete. Estamos en camino, Maggie.

– ¿En camino adonde? -sacó un sujetador y una braguita a juego.

– No deberías perseguir a los asesinos en su terreno. Por el amor de Dios, Maggie, tienes ocho años de antigüedad en el FBI. Ya tienes influencia para ser… no sé, una supervisora, una instructora… algo, cualquier cosa.

– Me gusta lo que hago, Greg -empezó a quitarse su odioso camisón, vaciló y volvió la cabeza. Greg elevó las manos y puso los ojos en blanco.

– ¿Qué? ¿Quieres que me vaya? -su voz estaba cargada de sarcasmo y un ápice de enojo-. Sí, quizá deba irme para que puedas hacer pasar a tu cowboy.

– No es mi cowboy -Maggie notó cómo el enfado le teñía las mejillas de rubor.

– ¿Por eso no me has devuelto las llamadas? ¿Hay algo entre tú y ese sheriff Mazas?

– No digas tonterías, Greg -se quitó el camisón y se puso las braguitas. Le dolía inclinarse y levantar los brazos. Daba gracias porque la venda le cubriera los antiestéticos puntos.

– Dios mío, Maggie.

Giró en redondo y lo encontró mirándole el hombro herido con una mueca que distorsionaba sus hermosos rasgos. No podía evitar preguntarse si la mueca era de desagrado o de preocupación. Greg le recorrió el resto del cuerpo con la mirada, y por fin la clavó en la cicatriz que tenía debajo del pecho. De pronto, Maggie se sintió vulnerable y avergonzada, lo cual no tenía sentido. A fin de cuentas, se trataba de su marido. Aun así, echó mano al camisón y se cubrió el pecho.

61
{"b":"98806","o":1}