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Le había parecido buena idea: su casa se hallaba a poco más de un kilómetro de distancia, y ella estaba calada hasta los huesos y sangrando. De pronto, Nick no estaba tan seguro de su acierto. Mientras colgaba las prendas de Maggie en el cuarto de la ropa para que se secaran, tocó el suave encaje del sujetador y no pudo evitar imaginarlo lleno. Era absurdo, teniendo en cuenta lo ocurrido en las últimas horas. Sin embargo, la suave fragancia de Maggie lo calmaba, lo tranquilizaba, por no decir que lo excitaba.

La había dejado en el cuarto de baño principal, en la planta de arriba, mientras él se duchaba abajo y encendía la chimenea. Sacó una camisa limpia de la secadora y forcejeó con los botones. Se sentía como un colegial incapaz de controlar las reacciones de su cuerpo. Era una locura. Después de todo, no era la primera vez que tenía a una mujer desnuda en su casa. Había habido muchas. Demasiadas.

El botiquín estaba bien provisto, fruto de la paranoia de su madre. Se llenó los brazos de bolitas de algodón, alcohol, gasa, agua oxigenada y una lata de salvia que debía de tener la misma edad que su madre, y montó su puesto de enfermería junto al fuego. Añadió almohadones y mantas. La calefacción volvía a hacer un ruido sordo; tendría que haberla revisado. Llenó la chimenea de troncos, y el resplandor dorado y tibio de las llamas templó aún más la habitación. Claro que no podía compararse con el fuego que lo abrasaba por dentro. Por una vez, haría caso omiso de sus hormonas y se portaría como un caballero. Así de sencillo.

Se volvió y la vio bajando la escalera. Llevaba puesto el viejo albornoz de felpa de Nick. La prenda se abría con cada paso que daba, dejando al descubierto unas pantorrillas moldeadas y, a veces, un atisbo de muslo firme y sedoso. No, aquello distaría de ser sencillo.

Maggie tenía el pelo húmedo y brillante, y las mejillas sonrosadas por el exceso de agua caliente. Caminaba despacio, casi con vacilación. La ducha parecía haber arrastrado sus defensas; Nick vislumbraba una vulnerabilidad oculta en aquellos exuberantes ojos castaños.

En cuanto vio su arsenal de medicinas, movió la cabeza y los desechó con un ademán.

– Creo que me he lavado todas las heridas. No es necesario.

– O dejas que te cure o te llevo al hospital -Maggie se había caído sobre una maraña de alambres y postes astillados que se habían quedado anclados en el río-. Compláceme, ¿quieres? Ese alambre estaba lleno de óxido. ¿Cuándo te pusieron la antitetánica por última vez?

– Debe de estar al día. El FBI nos obliga a vacunarnos cada tres años, tanto si lo necesitamos como si no. Oye, Morrelli, te lo agradezco, pero estoy bien. De verdad.

Nick destapó el alcohol y el agua oxigenada, sacó bolitas de algodón y señaló el diván que tenía delante.

– Siéntate.

Creyó que volvería a negarse, pero quizá estuviera demasiado cansada para discutir. Se sentó, se aflojó el cinturón del albornoz, vaciló, y dejó que la prenda le resbalara por el hombro mientras se la ceñía a la altura del pecho.

Al instante, lo distrajo aquella piel tersa y cremosa, la redondez inicial de sus senos, la curva del cuello, el olor fresco del pelo y de la piel. Estaba un poco mareado, y duro como una piedra. ¿Cómo podría tocarla y no desear hacer algo más? Era una estupidez. Debía concentrarse y hacer caso omiso de su erección por una vez en la vida.

Alrededor de media docena de marcas triangulares y sangrientas mancillaban la hermosa piel de Maggie, empezando en la parte superior del hombro y descendiendo por el omóplato y el brazo. Algunas eran profundas y sangraban. En un punto, se le había desgarrado la piel. Nick acercó el algodón empapado en alcohol a la primera herida y ella se apartó de dolor. Sin embargo, no hizo ningún ruido.

– ¿Estás bien?

– Sí. Acabemos de una vez.

Intentó limpiarle con suavidad las heridas. Aun así, ella hacía muecas de dolor. Después, aplicó gasa y esparadrapo a los pequeños desgarrones que seguían sangrando.

Cuando terminó, deslizó la palma abierta de la mano por el hombro y prolongó la lenta caricia hacia el brazo, dejando que sus dedos fueran la envidia de sus labios. Notó que Maggie temblaba levemente y que enderezaba la espalda, alertando a su cuerpo del peligro o reaccionando a la electricidad. Nick alargó el contacto de su mano, disfrutando de aquella piel sedosa. Después, con suavidad, con desgana, cubrió con el albornoz la hermosa piel marcada. Ella vaciló, como si la hubiera sorprendido, como si esperara algo más. Después, se cerró mejor la bata y se ajustó el cinturón.

– Gracias -dijo sin mirarlo.

– Todavía quedan unas horas hasta que amanezca. He pensado que podíamos descansar aquí, junto al fuego. ¿Puedo traerte algo, chocolate caliente, coñac?

– Una copa de coñac no me vendría mal -se levantó del diván y se sentó en la alfombra que se extendía delante de la chimenea, recostándose sobre los cojines y cerrándose el albornoz en torno a sus piernas.

– ¿Y algo de comer?

– No, gracias.

– ¿Seguro? Podría hacerte una sopa. O un sandwich.

Ella le sonrió.

– ¿Por qué siempre quieres darme de comer, Morrelli?

– Seguramente, porque no puedo hacer contigo lo que realmente me gustaría hacer.

La sonrisa desapareció, y el rubor afloró en sus hermosas mejillas. Nick sabía que se estaba comportando de un modo totalmente inaceptable, pero lo único que podía preguntarse era si ella estaría sintiendo el mismo fuego que él. Finalmente, Maggie bajó los ojos, y él se retiró a la cocina aprovechando que todavía podía moverse.

La fotografía que Maggie se había sacado del bolsillo de la chaqueta estaba doblada y arrugada. Las esquinas se rizaban a medida que se secaba, y la pelusa del bolsillo del albornoz se adhería a su acabado brillante. Al menos, no había desaparecido en el agua oscura como su móvil. Parecía destinada a perder cosas en el fondo de ríos y lagos.

Nick se estaba demorando en la cocina, y se preguntó si se habría decidido a preparar un sandwich. Su último comentario la había dejado turbada, aunque se estaba comportando como un perfecto caballero. No tenía nada que temer de él, pese a estar envuelta en su bata y reclinada sobre almohadones que olían ligeramente a su aftershave.

Mientras le lavaba las heridas, Maggie había agradecido cada latigazo de escozor. Era lo único que había evitado que su mente disfrutara del tacto de Nick. Cuando terminó pasándole la mano por el hombro y el brazo, se quedó casi sin aliento, deseando que la caricia continuara. No podía evitar imaginar lo que habría sentido si sus manos firmes hubieran descendido lentamente hacia sus senos.

Oyó a Nick entrar en el salón y se llevó la mano al rostro. Estaba otra vez sonrojada, pero el fuego podía explicarlo. Lo que el calor no explicaba era su respiración entrecortada. Se serenó y eludió mirarlo mientras él se acercaba.

Nick le pasó una copa de coñac y se sentó a su lado.

– ¿Ésa es la foto de la que me hablaste? -la señaló con la cabeza mientras retiraba un edredón del sofá y empezaba a envolver las piernas de ambos con él, como si fuera natural que estuvieran acurrucados juntos delante de la chimenea. Aquella acción íntima disparó el calor que Maggie notaba en el rostro a otros lugares de su cuerpo. Quizá él lo percibiera, porque empezó a explicarse, avergonzado-. La calefacción no está funcionando muy bien; tengo que llamar para que la revisen. No esperaba que hiciera tanto frío en octubre.

Maggie le pasó la fotografía. Con las dos manos en torno a la base de la copa, hizo girar el líquido ámbar, inspiró su dulce y recio aroma y tomó un sorbo. Cerró los ojos, inclinó la cabeza hacia atrás sobre los suaves cojines y disfrutó de la quemazón que se deslizaba por su garganta. Unos sorbos más la liberarían de la sensación de incomodidad. Era durante esos momentos iniciales de leve mareo cuando comprendía por qué había escogido su madre aquel escape; el alcohol tenía el poder de nivelar la tensión y disolver sentimientos no deseados. No había dolor si no podía sentirlo. El sufrimiento no existía si uno estaba demasiado aturdido para notarlo.

– Reconozco -dijo Nick, interrumpiendo su grato descenso al aturdimiento- que es demasiada casualidad. Pero no puedo llevar a Ray Howard a la comisaría para interrogarlo así, sin más.

Maggie abrió los ojos de par en par, y se incorporó.

– Howard no. El padre Keller.

– ¿Qué? ¿Te has vuelto loca? No puedo llevar a un cura a la comisaría. ¿Crees que un sacerdote católico sería capaz de asesinar a niños pequeños?

– Encaja en el perfil. Tengo que averiguar más datos sobre su pasado, pero sí, creo que un cura es capaz de matar.

– Yo no, es una locura -rehuyó la mirada de Maggie y bebió coñac a grandes sorbos-. El pueblo entero me colgaría de los pulgares si llevara a un cura a la comisaría. Sobre todo, a este tal padre Keller. Es como Superman con alzacuello. Dios, O'Dell, vas muy descaminada.

– Escúchame un minuto. Tú mismo dijiste que todo in dicaba que Danny Alverez no se resistió. Keller era una persona a la que conocía y en quien confiaba. El padre Francis nos dijo que no era probable que un laico educado después del concilio Vaticano II, es decir, cualquier persona menor de treinta y cinco, supiera cómo dar la extremaunción, a no ser que esa persona hubiese recibido alguna formación.

– Pero este tipo es un héroe con los niños. ¿Cómo podría hacer algo así sin que se le notara?

– Los que conocieron a Ted Bundy jamás sospecharon nada. Oye, también encontré un trozo de un cromo de béisbol en la mano de Matthew. Timmy me dijo esta noche que el padre Keller cambia cromos de béisbol con ellos.

Nick se pasó la mano por los mechones húmedos de la frente, y ella pudo oler el mismo champú que había usado en el cuarto de baño. Lo vio recostarse en los almohadones, apoyar la copa sobre su pecho y hacer girar el poco coñac que le quedaba.

– Está bien -dijo por fin-, indaga lo que puedas sobre él, pero necesitaré algo más que una fotografía y un trozo de cromo de béisbol para interrogarlo. Mientras tanto, haré algunas averiguaciones sobre Howard. Tienes que reconocer que es un poco raro. ¿Qué tipo se vestiría con camisa y corbata para limpiar una iglesia?

– No es un delito vestirse de forma inadecuada para el trabajo. De ser así, a ti te habrían detenido hace tiempo, Morrelli.

Nick le lanzó una mirada, pero no pudo ocultar la sonrisa que le elevó la comisura de los labios.

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