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– Tú quédate aquí. Espera a Hal. Yo echaré a andar por el camino como si regresara hacia los coches. Todavía debe de estar dentro del perímetro de tus hombres. Desde arriba quizá pueda verlo.

– Te acompañaré.

– No, se dará cuenta si está mirando. Espera a Hal. Os necesitaré a los dos como respaldo. Manten la calma e intenta no mirar a tu alrededor.

– ¿Cómo sabremos dónde estás?

Maggie mantuvo la voz serena y regular, sintiendo la avalancha de adrenalina en las venas.

– Dispararé al aire. No permitas que ninguno de tus hombres me dispare.

– Como si pudiera controlarlo.

– No bromeo, Morrelli.

– Yo tampoco.

Maggie lo miró. No bromeaba y, fugazmente comprendió lo estúpido que podría ser andar a hurtadillas en un bosquecillo lleno de policías armados. Pero si el asesino seguía allí, no podía vacilar. Y estaba allí, estaba observando. Lo presentía. Era parte de su ritual.

Echó a andar por el sendero. Tenía los zapatos planos rebozados de nieve, por lo que el ascenso resultaba aún más resbaladizo. Se aferró a ramas, raíces de árboles y plantas trepadoras. A los pocos minutos, estaba sin resuello. La adrenalina latía por sus venas, impulsando su cuerpo aterido.

Por fin la tierra se allanó lo bastante para permitirle estar de pie sin ayuda. Se encontraba casi al borde del perímetro. Podía oír la cinta amarilla restallando al viento. Se desvió del camino y se dirigió a la gruesa maleza. Desde aquella altura, podía ver a Nick en la linde del bosquecillo; Hal se estaba reuniendo con él. Entre los árboles y el río, el equipo forense trabajaba deprisa, cerniéndose sobre el pequeño cuerpo y llenando de pruebas pequeñas bolsas de plástico. Tras ellos, entre las espadañas y la hierba alta, Maggie podía ver el río fluyendo a gran velocidad.

Avistó un movimiento entre los árboles, más abajo, y se quedó inmóvil. Aguzó el oído, tratando de escuchar más allá del martilleo de su corazón y de su respiración agitada. ¿Lo habría imaginado?

Una rama se rompió a no más de treinta metros de distancia ladera abajo. Entonces, lo vio. Tenía la espalda apretada contra un árbol. En las sombras de los focos, parecía una extensión de la corteza; se fundía con ella, alto, delgado, y negro de la cabeza a los pies desnudos. Estaba observando, volviéndose e inclinándose para ver trabajar al equipo forense. Empezó a desplazarse de árbol a árbol, agazapándose, ágil y silencioso como un animal merodeando a su presa. Se deslizaba ladera abajo, rodeando el lugar del crimen. Se disponía a marcharse.

Maggie se abrió paso entre la maleza. Con las prisas, la nieve y las hojas crujían bajo sus pies. Las ramas se rompían provocando explosiones de sonidos, pero nadie la oyó, ni siquiera la sombra que avanzaba deprisa y en silencio hacia la orilla del río.

El corazón le golpeaba las costillas, y la mano le tembló cuando desenfundó la pistola. No era más que el frío, se dijo. Era dueña de sí. Podía hacerlo.

Lo siguió sin perderlo de vista. Las ramas le arañaban la cara y le tiraban del pelo o se le clavaban en las piernas. Se cayó y se dio un golpe en el muslo contra una roca. Cada vez que el asesino se detenía, ella lo imitaba y apretaba su cuerpo contra un árbol, confiando en que las sombras la ocultaran.

Estaban en terreno llano, justo al borde del bosque. Habían dejado al equipo forense a su espalda; Maggie los oía llamándose unos a otros. El asesino se estaba abriendo camino hacia el perímetro, empleando los árboles para camuflarse. De pronto, se detuvo y volvió la cabeza hacia ella. Maggie se refugió detrás de un árbol y se apretó contra la corteza áspera y fría. Contuvo el aliento. ¿La había visto? El viento giraba en remolino en torno a ella, emitiendo un gemido fantasmal. El río estaba tan cerca que oía el fragor del agua y olía la podredumbre húmeda que arrastraba.

Maggie se asomó por detrás del árbol. No podía verlo; se había ido. Aguzó el oído, pero sólo oía voces detrás de ella. Delante, reinaba el silencio. El silencio y la negrura.

Sólo habían transcurrido unos segundos; no podía haber desaparecido. Rodeó el árbol y escudriñó la oscuridad. Vio moverse algo y apuntó con su pistola, estirando los brazos. No era más que una rama que se balanceaba al viento. Pero ¿había algo, o alguien, escondiéndose detrás? A pesar del frío, tenía las palmas sudorosas. Avanzó despacio y con cuidado, manteniéndose pegada a los árboles. Allí el río fluía muy cerca, no había hierba ni espadañas separando el borde del bosque de la orilla, sólo un pronunciado terraplén de un metro de ancho. Junto a él, el agua bajaba espesa y veloz, salpicada de formas y sombras espeluznantes que flotaban en la corriente.

De pronto, oyó romperse una rama. Lo oyó correr antes de verlo, una explosión de sonido se acercaba a ella. Se dio la vuelta y disparó al aire justo cuando él emergía de la maleza, una enorme sombra negra que arremetía contra ella. Apuntó, pero la derribó antes de que Maggie pudiera apretar el gatillo, y los dos se precipitaron al río.

El agua fría la hirió como un millar de mordiscos de serpiente. Maggie se aferró a la pistola y levantó el brazo para disparar a la masa negra que estaba a un metro escaso de distancia. Sintió un latigazo de dolor en el hombro, pero volvió a intentarlo. Entonces, notó el metal clavándose en su cuerpo, y advirtió que había caído sobre un montón de basura. Era lo que impedía que la corriente la arrastrara. Y algo le estaba desgarrando el hombro. Intentó soltarse, pero el objeto se hundió aún más en la carne, desgarrándola. Entonces, vio la sangre resbalando por la manga, cubriéndole la mano y la pistola.

Oyó voces por encima de su cabeza, personas gritándose unas a otras. El alud de pasos se detuvo con brusquedad, y media docena de linternas iluminaron la orilla, cegándola. Maggie volvió a moverse, a pesar del dolor, lo justo para buscar la sombra flotante con la mirada. Pero ya no había nada en la superficie del río. El asesino se había ido.

El agua helada lo entumecía, le quemaba la piel, y sus pulmones amenazaban con estallar. Contuvo el aliento y se mantuvo sumergido justo por debajo de la superficie. El río lo arrastraba con sacudidas violentas. No combatió su fuerza, su velocidad; dejó que lo acunara, que lo aceptara como algo suyo. Que lo volviera a rescatar.

Estaban cerca, tanto que podía ver las luces de las linternas bailando sobre la superficie. A su derecha, a su izquierda, justo por encima de su cabeza… Oía voces llenas de pánico y confusión.

Nadie se zambulló para ir tras él, nadie se atrevió a sumergirse en las aguas negras. Sólo la agente especial O'Dell, y ya no iba a ir a ninguna parte. Se había enredado limpiamente en el pequeño regalo que había encontrado para ella. Se lo tenía merecido por pensar que podía superarlo en ingenio, seguirlo a hurtadillas y atraparlo. La muy zorra tenía lo que se merecía.

Las linternas la encontraron y, muy pronto, los hombres de la orilla dejarían de buscarlo. Asomó la cara a la superficie para respirar. El pasamontañas negro y mojado se adhería a su cara como una telaraña, pero no se atrevió a quitárselo.

La corriente lo arrastraba. Vio a los hombres bajar el terraplén torpemente, sombras estúpidas y resbaladizas que bailaban a la luz. Sonrió, complacido consigo mismo. La agente especial O'Dell detestaría que la rescataran. ¿La asombraría saber cuánto sabía de ella? De aquella mujer maligna que creía ser su Némesis. ¿Realmente esperaba escarbar en su cerebro sin que él la correspondiera con el mismo servicio? Por fin, un adversario digno para mantenerlo alerta, no como aquellos pueblerinos.

Algo flotaba a su lado, pequeño y negro. Sintió un aleteo de pánico en el estómago hasta que advirtió que no estaba vivo. Atrapó el objeto de plástico duro. Se abrió, y se encendió una luz que lo sobresaltó. Era un teléfono móvil. ¡Qué pena que se echara a perder! Se lo guardó en el bolsillo de los pantalones.

Maniobró para acercarse a la orilla. En cuestión de segundos, encontró la marca. Se aferró a la rama torcida que colgaba sobre el agua; crujió bajo su peso, pero no se resquebrajó.

Notaba los dedos ateridos mientras usaba la rama para encaramarse a la orilla. Le dolían los brazos. Otro paso, unos cuantos centímetros más. Sus pies tocaron tierra, tierra helada y cubierta de nieve, pero ya tenía los pies insensibles. Las plantas callosas eran expertos navegantes. Surcó el mar de hierba helada, jadeando para recuperar el aliento, pero sin aminorar el paso. Los copos de nieve plateada flotaban como diminutos ángeles que estuvieran bailando con él, corriendo con él.

Encontró su escondite. Las ramas de los ciruelos se inclinaban bajo el peso de la nieve, dando un efecto de cueva al denso dosel. En aquel momento, un timbre inesperado lo puso nuevamente frenético. Enseguida comprendió que se trataba del teléfono que vibraba en sus pantalones. Lo sacó y lo sostuvo en alto durante dos o tres timbrazos, mirándolo con fijeza. Por fin, lo abrió. Volvió a encenderse, y los timbrazos cesaron. Alguien estaba gritando.

– ¡Oiga!

– ¿Sí?

– ¿Es el teléfono de Maggie O'Dell? -inquirió la voz. El hombre estaba tan enojado que se le pasó por la cabeza colgar.

– Sí, se le ha caído.

– ¿Puedo hablar con ella?

– Ahora mismo está ocupada -dijo, a punto de reír.

– Pues dígale que su marido, Greg, la ha llamado, y que su madre está grave. Tiene que llamar al hospital. ¿Me ha entendido?

– Claro.

– No lo olvide -le espetó el hombre, y colgó.

Sonrió, todavía con el teléfono pegado a la oreja, y escuchó el tono de marcado. Pero hacía demasiado frío para disfrutar de su nuevo juguete. Se despojó de los pantalones negros de deporte, de la sudadera y del pasamontañas, y los arrojó en la bolsa de plástico sin ni siquiera escurrirlos. Se le formaron cristales de hielo en el vello húmedo de brazos y piernas antes de que pudiera secarse y ponerse unos vaqueros y un grueso jersey de lana. Después, se sentó en el estribo para atarse las zapatillas de tenis. Si seguía nevando así, tendría que calzarse. No, el calzado le impediría maniobrar en el río; era como un ancla. Además, detestaba ensuciarse las zapatillas.

Habría preferido entrar en el cálido y confortable Lexus, pero alguien podría haber reparado en su ausencia aquella noche. Subió a la vieja camioneta, arrancó el motor y condujo hacia su casa, temblando y parpadeando mientras el único faro del vehículo hendía la negrura.

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