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– ¿Y eso qué diablos importa? -quiso saber el padre de Matthew.

– Douglas, por favor -lo regañó la anciana-. El señor Melzer -dijo indicando al hombre de la grabadora-, de la radio, nos ha dicho que ha salido en el Omaha Journal esta mañana.

Melzer levantó el periódico. Otro niño hallado muerto era el titular. Nick no necesitaba ver quién firmaba el artículo, y tampoco tenía tiempo para enfurecerse. El pánico ascendió por su garganta, dejando un sabor ácido en la boca y entorpeciéndole la respiración. Christine había vuelto a metérsela torcida.

– Sí, es cierto -logró decir-. Siento no haber venido antes.

– Siempre va con retraso, ¿no, sherifi?

– Douglas -repitió la anciana.

– ¿Es él? -Michelle lo miró a los ojos, suplicando, confiando. Al parecer, necesitaba oír las palabras. Nick detestaba aquello. Hundió las manos en los bolsillos de los vaqueros y se obligó a mirarla a los ojos.

– Sí, es Matthew.

Esperaba el aullido, pero no por ello dejó de afectarlo. Michelle cayó de nuevo en los brazos de la anciana, que empezó a mecerla. Dos mujeres aparecieron en el umbral de la cocina. Al ver a Michelle, rompieron a llorar y se abrazaron. Melzer las observó, miró a Nick y, después, recogió sus cosas y se marchó sin hacer ruido. Nick quería salir detrás de él; no sabía muy bien qué hacer. Douglas Tanner se lo quedó mirando, apoyado en la pared, con la cara colorada de ira y los puños apretados.

Después, de improviso, el hombre arremetió contra él. Nick no vio el gancho izquierdo hasta que no lo sintió en la mandíbula y chocó con la estantería que estaba detrás. Varios libros cayeron sobre y en torno a él. Antes de que hubiera recuperado el equilibrio, Douglas Tanner le asestó otro puñetazo, en aquella ocasión, en el estómago. Nick se tambaleó y cayó de rodillas. La anciana le estaba chillando a Douglas. La conmoción silenció los gritos de dolor, y las mujeres se quedaron atónitas contemplando la escena.

Nick estaba enderezándose cuando vio otro puño acercándose a él. Agarró a Tanner del brazo, pero en lugar de contraatacar, se limitó a apartarlo. Seguramente, se merecía aquella paliza.

Entonces, vio el destello de metal. Tanner volvió a abalanzarse sobre él y, en aquella ocasión, le lanzó una puñalada al costado. Nick se apartó de un salto y desenfundó la pistola. Tanner se quedó paralizado, empuñando hábilmente un cuchillo de caza en la mano izquierda y mirándolo con una expresión que indicaba que estaba decidido a usarlo.

La anciana se levantó del sofá y se acercó despacio a Douglas Tanner. Le quitó el cuchillo del puño. Después, los sorprendió a todos dándole un bofetón en la cara.

– Maldita sea, madre. ¿Qué coño haces? -pero Tanner permanecía inmóvil, con el rostro colorado y las manos silenciosas a los costados.

– Ya estoy harta de que vapulees a la gente. Llevo muchos años viéndote hacerlo. No puedes tratar así a la gente, ni a tu familia ni a los desconocidos. Ahora, pídele disculpas al sheriff Morrelli.

– Ni hablar. Si hubiera hecho su trabajo, puede que Matthew aún estuviera vivo.

Nick se frotó los ojos, pero seguía viéndolo todo borroso. Notó que le sangraba el labio, y se lo secó con el dorso de la mano. Enfundó la pistola pero siguió apoyado en la estantería, confiando en que se le pasara el zumbido de los oídos.

– Douglas, pide disculpas. ¿Quieres que te detengan por atacar a un agente de la ley?

– No hace falta que se disculpe -la interrumpió Nick. Esperó a que la habitación dejara de dar vueltas y a que sus pies lo sostuvieran-. Señora Tanner -añadió, y se apartó de la estantería para buscar los ojos de Michelle, alegrándose de ver sólo dos en la nebulosa-. Lamento mucho la muerte de su hijo, y le pido disculpas por haber esperado hasta esta mañana para decírselo. No pretendía faltarle al respeto. Me pareció mejor esperar a que estuviera rodeada por familiares y amigos en lugar de aporrear su puerta en mitad de la noche. Le prometo que encontraremos al hombre que le ha hecho esto a Matthew.

– No lo dudo, sheriff -dijo Douglas Tanner detrás de él-. Pero ¿cuántos niños más morirán asesinados antes de que tenga la menor idea de quién es?

Nadie tenía que decírselo; Timmy lo sabía. Matthew estaba muerto, lo mismo que Danny Alverez. Por eso el tío Nick y la agente O'Dell se habían ido corriendo la noche anterior. Por eso su madre lo había hecho acostarse temprano. Y por eso se había pasado casi toda la noche levantada escribiendo para el periódico en su portátil.

Se levantó de la cama oyendo por la radio que aquel día no habría clase. Debía de haber al menos quince centímetros de nieve, y seguía cayendo. Sería ideal para patinar, aunque su madre le prohibía que usara cualquier cosa que no fuera su aburrido trineo de plástico. Era de color naranja fosforito y destacaba como si fuera un vehículo de emergencia.

La encontró dormida en el sofá, hecha un ovillo bajo la colcha de punto de la abuela Morrelli. Tenía los puños cerrados por debajo de la barbilla y cara de agotada, así que Timmy entró de puntillas en la cocina para no despertarla.

Sintonizó la emisora de noticias y subió el volumen para poder escucharlas mientras se preparaba el desayuno. En lugar de acercar una silla a la encimera, usó los cajones inferiores para alcanzar un cuenco del armario. Estaba harto de ser bajito; era el más canijo de todos los niños de su clase. El tío Nick le decía que daría un estirón y los pasaría a todos, pero Timmy no lo veía llegar.

Lo sorprendió encontrar una caja sin abrir de cereales endulzados entre los Cheerios y el muesli. O estaban en oferta, o su madre los había comprado por equivocación; nunca le ponía cereales de los buenos. Bajó la caja y la abrió para que no pudiera devolverla, y llenó el cuenco hasta desbordarlo. Masticó el exceso para hacer sitio a la leche. Mientras la vertía, oyó al locutor repetir:

– El colegio y el instituto de Platte City cerrarán hoy a causa de la nieve.

– ¡Sí! -susurró, conteniendo su entusiasmo para no derramar la leche. Y, como el día siguiente y el viernes los profesores tenían una convención, dispondrían de cinco días libres. Caray, ¡cinco días enteros! Entonces, se acordó de la acampada, y su entusiasmo mermó. ¿Suspendería el padre Keller la acampada por culpa de la nieve? Esperaba que no.

– ¿Timmy? -envuelta en la colcha de punto de la abuela, su madre entró descalza en la cocina. Estaba cómica con el pelo enmarañado y la mirada legañosa-. ¿Han suspendido las clases?

– Sí. Cinco días seguidos de vacaciones -se sentó y tomó una cucharada de cereales antes de que ella reparara en ellos-. ¿Crees que podremos ir de acampada? -preguntó con la boca llena, aprovechándose de que estaba demasiado cansada para corregir sus modales.

Su madre empezó a preparar la cafetera, y a punto estuvo de tropezar con los cajones que Timmy había dejado abiertos. Los cerró de un puntapié sin gritarle.

– No lo sé, Timmy. Estamos en octubre; mañana podría hacer veinte grados y la nieve se derretiría. ¿Qué han dicho del tiempo en la radio?

– Hasta ahora, sólo están hablando de los cierres de los colegios. Estaría genial poder acampar en la nieve.

– Sería una estupidez acampar en la nieve.

– Vamos, mamá, ¿no tienes sentido de la aventura?

– No si puedes pillar una neumonía. Ya enfermas y te magullas bastante sin ayuda de nadie.

Quería recordarle que no se había puesto enfermo desde el invierno pasado, pero ella podría mencionarle los cardenales del fútbol.

– ¿Te importa si voy a jugar al trineo con mis amigos?

– Tendrás que abrigarte, y sólo puedes usar tu trineo. Nada de neumáticos.

Habían dejado de anunciar los cierres de los colegios y estaban dando las noticias. Su madre subió el volumen justo cuando el locutor decía:

– Según la edición matutina del Omaha Journal, ayer por la noche fue encontrado el cadáver de otro niño a orillas del río Platte. La oficina del sheriff acaba de confirmar que se trata de Matthew Tanner, que ha estado…

Su madre apagó la radio, y la habitación se llenó de silencio. Permaneció de pie, de espaldas a él, fingiendo estar interesada en algo que veía por la ventana. La cafetera inició su gorgoteo ritual. La cuchara de Timmy tintineaba dentro del cuenco.

– Timmy -su madre rodeó la mesa y se sentó frente a él-. El locutor de la radio tiene razón. Anoche encontraron a Matthew Tanner.

– Ya lo sé -dijo Timmy, y siguió comiendo, aunque el cereal no le sabía tan rico de repente.

– ¿Que lo sabes? ¿Cómo?

– Porque el tío Nick y la agente O'Dell se marcharon anoche corriendo. Y porque tú has estado toda la noche trabajando.

Ella alargó el brazo por encima de la mesa y le retiró el pelo de la frente.

– Cielos, qué rápido estás creciendo.

Le acarició la mejilla. En público, Timmy le habría apartado la mano, pero en casa no le importaba. Hasta le gustaba.

– ¿De dónde has sacado esos cereales?

– Los has comprado. Estaban con los demás -volvió a llenarse el cuenco aunque no estaba del todo vacío, sólo por si acaso ella se los quitaba.

– Los compraría sin darme cuenta.

El café estaba hecho. Se levantó, dejando la colcha de punto en el respaldo de la silla y el cartón de cereales en la mesa.

– Mamá, ¿qué se siente estando muerto?

Ella derramó el café por la encimera y tomó un paño para impedir que se vertiera al suelo.

– Lo siento -dijo Timmy, al comprender que había sido su pregunta la causa de la torpeza de su madre. Los adultos se escandalizaban tanto con ciertas cosas…

– La verdad es que no lo sé, Timmy. Deberías preguntárselo al padre Keller.

El desayuno de Wanda's permanecía intacto sobre la mesa de la habitación; Maggie se estaba haciendo asidua de la cafetería sin haber puesto el pie en el local. Y aunque los huevos dorados, la tostada untada con mantequilla y la reluciente sarta de chorizo tenían un olor y un aspecto deliciosos, Maggie había perdido el apetito. Lo había dejado en algún rincón del suelo del baño, mientras luchaba por superar el pánico. Lo único que tocó fue el capuccino. Un sorbo y dio gracias a Wanda por tener el sentido común de invertir en una cafetera especial para capuccinos.

Su portátil ocupaba el otro lado de la mesa, cerca de la pared donde una entrada de teléfono permitía al hotel pu- blicitarse a hombres de negocios. Daba vueltas mientras su ordenador conectaba a baja velocidad con la base de datos general de Quantico. No podía acceder a la información clasificada. El FBI se mantenía escéptico sobre la confidencialidad de los módems, y con razón. Eran un blanco constante de los piratas informáticos.

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