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Después de la ducha se había puesto unos vaqueros y su sudadera de los Packers. El agotamiento era abrumador. Había tenido que hacer acopio de fuerzas para recobrarse y eso la asustaba. ¿Cómo era posible que una simple nota provocara tanto terror? Ya había recibido notas de asesinos otras veces, y eran inofensivas. Formaban parte de su nauseabundo juego de maldad. Si estaba dispuesta a escarbar en la psique de un asesino, debía estar preparada para que escarbaran en la suya.

Salvo que las notas de Albert Stucky no habían sido inofensivas. Dios, debía superar lo de Stucky. Ya estaba entre rejas y allí permanecería hasta que lo ejecutaran. No tenía nada que temer. Además, ya había empaquetado la nota del asesino de Danny y Matthew y la había enviado por correo urgente a un laboratorio de Quantico. Quizá el muy idiota le hubiera enviado su propia orden de arresto dejando sus huellas o su saliva en el sello del sobre.

Antes de que anocheciera, estaría en un avión de regreso a su casa, y aquel bastardo no podría seguir jugando con ella. Ya había hecho su trabajo, más de lo que se esperaba de ella. Entonces, ¿por qué tenía la sensación de estar huyendo? Porque era eso exactamente lo que hacía. Necesitaba abandonar Platte City, Nebraska, antes de que aquel asesino pudiera seguir deshilando su psique ya de por sí raída.

Sí, tenía que irse, y lo antes posible, mientras todavía fuera dueña de sí. Ataría unos cuantos cabos y saldría de allí como alma que lleva el diablo, aprovechando que todavía seguía de una pieza. Se iría antes de que empezaran a deshacérsele las costuras.

Decidió hacer una rápida llamada de teléfono mientras esperaba a que su ordenador conectara por la otra línea. Encontró el número en el delgado listín telefónico y lo marcó. Después de varios timbrazos, oyó una voz grave y masculina:

– Casa parroquial de Santa Margarita.

– Con el padre Francis, por favor.

– ¿De parte de quién?

Maggie no sabía si era la voz de Howard.

– Soy la agente especial Maggie O'Dell. ¿Es usted el señor Howard?

Se produjo un breve silencio. En lugar de contestar a su pregunta, el hombre dijo:

– Un momento, por favor.

Transcurrieron varios segundos. Maggie se volvió para mirar la pantalla del ordenador. Por fin se había completado la conexión. El logotipo azul cobalto de Quantico parpadeaba en la pantalla.

– Maggie O'Dell, es un placer volver a hablar con usted -con su voz aguda, el padre Francis hablaba casi en un soniquete.

– Padre Francis, quería saber si podría hacerle algunas preguntas.

– Pues claro -se oyó un leve clic.

– ¿Padre Francis?

– La escucho.

Al igual que otra persona. Haría sus preguntas, de todas formas; haría sudar al intruso.

– ¿Qué me puede contar sobre el campamento que organiza la iglesia en verano?

– ¿El campamento? Ese proyecto es del padre Keller. Quizá quiera hablar con él al respecto.

– Sí, claro. Lo haré. ¿Fue él quien dio forma al proyecto o es algo que ha estado haciendo Santa Margarita durante años?

– El padre Keller lo organizó a su llegada. Creo que fue en el verano de 1990. Fue un éxito inmediato. Claro que ya tenía experiencia. Había estado organizándolas en su antigua parroquia.

– ¿Ah, sí? ¿Dónde era eso?

– En Maine. A ver… Suelo tener buena memoria. Ya me acuerdo, estaba en un pueblo llamado Wood River. Fuimos muy afortunados cuando lo trasladaron aquí.

– Sí, estoy segura. Tengo ganas de hablar con él. Gracias por su ayuda, padre.

– Agente O'Dell -la interrumpió-. ¿Era eso lo único que necesitaba preguntarme?

– Sí, pero ha sido una gran ayuda.

– Me preguntaba si había encontrado las respuestas a sus otras preguntas. A sus dudas sobre Ronald Jeffreys.

Maggie vaciló. No quería parecer brusca, pero tampoco revelar su información a una tercera persona.

– Sí, creo que sí. Gracias otra vez por su ayuda.

– Agente O'Dell -parecía preocupado, preso de una angustia repentina-. Quizá pueda procurarle algún dato adicional, aunque no sé si tendrá mucha trascendencia.

– Padre Francis, ahora mismo no puedo hablar. Estoy esperando una llamada importante -lo interrumpió antes de que pudiera contarle lo que sabía-. ¿Podríamos vernos después?

– Sí, claro. Esta mañana tengo confesiones y, por la tarde, rondas en el hospital, así que no estaré libre hasta después de las cuatro.

– Da la casualidad de que yo también voy a estar esta tarde en el hospital. ¿Qué tal si nos vemos en la cafetería a eso de las cuatro y cuarto?

– Estoy impaciente por verla. Adiós, Maggie O'Dell.

Esperó a que colgara; después, oyó el segundo clic. No había error posible; alguien había estado escuchándolos.

Nick entró echando humo en la oficina del sheriff, dando un portazo tan fuerte que el cristal vibró. Todo el mundo se quedó mudo y paralizado, mirándolo como si se hubiera vuelto loco. Tenía la sensación de que así era.

– ¡Oídme bien todos! -gritó, y esperó a que salieran los que estaban en la sala de conferencias con tazas de café y donuts glaseados en la mano-. Si tenemos otra fuga de información en esta oficina, yo mismo moleré a palos al responsable y me encargaré de que nunca más vuelva a trabajar en ningún cuerpo de policía.

La mandíbula le dolía horrores, sobre todo cuando apretaba los dientes. La comisura del labio volvía a sangrarle, y se limpió con la manga de la camisa.

– Lloyd, quiero que reúnas a varios hombres y que registres todas las chozas abandonadas en un radio de quince kilómetros de la carretera de la Vieja Iglesia. Está escondiendo a esos niños en alguna parte, y puede que no sea aquí, en el pueblo. Hal, averigua todo lo que puedas sobre un tal Ray Howard. Es conserje de la parroquia. No sólo de dónde es y detalles sobre su infancia desgraciada; quiero saber qué número calza y si colecciona cromos de béisbol. Eddie, ve a casa de Sophie Krichek.

– Nick, no hablarás en serio. Esa mujer está chiflada.

– Hablo muy en serio.

Eddie se encogió de hombros, y Nick vio una mueca sarcástica bajo el fino bigote que deseó borrar de un puñetazo.

– Hazlo esta mañana, Eddie, y como si tu trabajo dependiera de ello.

Esperó por si oía algún otro gruñido y, después, prosiguió.

– Adam, llama a George Tillie y dile que la agente O'Dell lo ayudará esta tarde con la autopsia de Matthew. Después, llama al agente Weston para que te dé las pruebas que encontró su equipo forense. Quiero fotografías e informes en mi mesa antes de la una de esta tarde. Lucy, averigua todo lo que puedas sobre un campamento de verano que organizan en Santa Margarita. Trabaja con Max para ver si puedes relacionar a Aaron Harper y a Eric Paltrow con ese campamento.

– ¿Y a Bobby Wilson? -Lucy alzó la mirada de sus notas.

Nick guardó silencio mientras contemplaba el mar de rostros, preguntándose si podría señalar al Judas… si todavía seguiría formando parte de la oficina. Seis años atrás, alguien se había tomado la molestia de sacar los calzoncillos de Eric Paltrow del depósito de cadáveres y meterlos en el maletero de Jeffreys junto con otras pruebas falsas que relacionaban a Jeffreys con los tres asesinatos. Si el responsable seguía allí, ¿por qué no hacerlo sudar?

– Si leo algo de esto en el periódico de mañana, juro que os echaré a todos a la calle. Puede que Ronald Jeffreys sólo matara a Bobby Wilson. Hay muchas posibilidades de que el tipo que ha matado a Danny y a Matthew también matara a Eric y a Aaron -vio cómo absorbían la revelación, sobre todo, el grupo que había trabajado con su padre y que había celebrado la captura de Jeffreys.

– ¿Qué insinúas, Nick? -Lloyd Benjamin había sido uno de ellos, y tenía la frente crispada de furia-. ¿Estás diciendo que nos equivocamos la primera vez?

– No, Lloyd, no os equivocasteis. Atrapasteis a Jeffreys, a un asesino. Pero es posible que Jeffreys no matara a los tres niños.

– ¿Es eso lo que tú piensas, Nick, o es la agente O'Dell la que te está metiendo esas ideas en la cabeza? -dijo Eddie, otra vez con la mueca burlona.

Nick sintió la ira crecer otra vez en su interior y supo que debía contenerla. No era el momento de defender su relación con Maggie. Ni siquiera sabía si podría hacerlo sin confundirse con lo que sentía. Y, desde luego, no quería revelar detalles sobre Jeffreys cuando empezaba a cuestionar la lealtad de sus hombres.

– Lo que digo es que hay muchas posibilidades de que el asesino todavía ande suelto. Tanto si es cierto como si no, cerciorémonos de que ese cabrón no se salga con la suya, puede que por segunda vez -pasó junto a Eddie, golpeándole el hombro, y se alejó por el pasillo para refugiarse en su despacho.

Estaba agotado y la mañana acababa de empezar. A los pocos segundos de dejarse caer en el sillón, oyó un golpe de nudillos en la puerta. Lucy entró con un paquete de hielo y una taza de café.

– ¿Se puede saber qué te ha pasado, Nick?

– Ni lo preguntes.

Tras una leve vacilación inicial, Lucy rodeó el escritorio. Se apoyó en la esquina y la falda se le subió por los muslos. Vio que él se daba cuenta y no hizo ademán de bajársela. En cambio, le levantó la barbilla y le puso el paquete de hielo en la mandíbula hinchada. Él se apartó con una sacudida, refugiándose en el dolor para apartarse de ella.

– Pobrecito Nick… Ya sé que duele -dijo, consolándolo con voz sensual.

Aquella mañana llevaba un jersey rosa tan ceñido al pecho que, a través de la tela de punto, se vislumbraba el sujetador negro que llevaba debajo. Lucy empezó a apartarse de la mesa para acercarse a él, y Nick salió disparado del sillón.

– Oye, no tengo tiempo para paquetes de hielo. Me pondré bien. Gracias por preocuparte.

Parecía decepcionada.

– Lo dejaré en la nevera, por si acaso quieres usarlo más tarde.

Atravesó el despacho hasta el pequeño frigorífico del rincón y dobló la cintura para guardar el hielo en el congelador, permitiéndole ver lo que se estaba perdiendo. En ese momento volvió la cabeza, por si acaso Nick había cambiado de idea, sonrió, y salió por la puerta contoneándose.

– ¡Dios! -masculló, y volvió a dejarse caer en la silla. ¿Qué clase de oficina había creado? El ex marido de Michelle Tanner tenía razón. No le extrañaba no haber encontrado al asesino.

El padre Francis recogió los recortes de periódico y los guardó en su portafolios de cuero. Se detuvo, levantó las manos y contempló las manchas marrones, las abultadas venas azules y el temblor que ya era habitual en él.

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