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Sólo habían transcurrido tres meses desde la ejecución de Ronald Jeffreys, tres meses desde que había escuchado la confesión del verdadero asesino. Ya no podía seguir guardando silencio ni respetando el secreto de confesión de un criminal. Quizá no sirviera de nada, pero debía contar lo que sabía.

Caminó hasta la iglesia arrastrando los pies. Sus pasos eran el único sonido que reverberaba en las majestuosas paredes. No había nadie esperando para recibir confesión; sería una mañana tranquila. Aun así, entró en el pequeño confesionario.

A pesar de no haber visto a ningún feligrés en la iglesia, la puerta de la cabina contigua se abrió a los pocos minutos. El padre Francis se incorporó y apoyó el codo en la repisa para poder acercarse a la ventanilla.

– Perdóneme, padre, porque he vuelto a matar.

«Dios mío». El pánico oprimió el pecho del anciano sacerdote; le costaba trabajo respirar. De pronto, la pequeña caja de madera no contenía más que aire caliente y viciado. Empezaron a palpitarle los oídos. El padre Francis trató de ver más allá de la gruesa rejilla que los separaba, pero lo único que podía ver era una sombra negra encogida.

– He matado a Danny Alverez y a Matthew Tanner. Por estos pecados, estoy sinceramente arrepentido y pido perdón.

La voz sonaba amortiguada y era apenas audible, como si hablara a través de una máscara. ¿Había algo, cualquier cosa, que pudiera reconocer?

– ¿Cuál es mi penitencia? -quiso saber la voz.

¿Podría hablar si no podía respirar?

– ¿Cómo puedo…? -no era fácil, le dolía el pecho-. ¿Cómo puedo absolverte de tus pecados… de esos pecados horribles y abominables, si piensas repetirlos?

– No… No lo entiende. Lo único que hago es darles paz -balbució la voz. Era evidente que no había previsto una confrontación, comprendió el padre Francis con cierta satisfacción. Sólo quería recibir la absolución y cumplir la penitencia.

– No puedo absolverte de tus pecados si piensas cometerlos una y otra vez -la voz fuerte e inflexible lo sorprendió a él mismo.

– Debe… tiene que hacerlo.

– Ya te absolví una vez, y te has burlado del sacramento volviendo a cometer el mismo pecado, no una, sino dos veces.

– Estoy sinceramente arrepentido de mis pecados y pido perdón a Dios -lo intentó de nuevo, repitiendo mecánicamente la frase como un niño que lo memorizara por primera vez.

– Debes dar prueba de ello -dijo el padre Francis, sintiéndose repentinamente poderoso. Quizá pudiera influir en aquella sombra negra, obligarlo a afrontar sus demonios, detenerlo de una vez por todas-. Debes demostrar tu arrepentimiento.

– Sí. Sí, lo haré. Sólo dígame cuál es mi penitencia.

– Ve a demostrar tu arrepentimiento y vuelve dentro de un mes.

Hubo una pausa.

– ¿No va a absolverme?

– Si demuestras que eres digno del sacramento no volviendo a matar, te absolveré.

– ¿No va a darme la absolución?

– Vuelve dentro de un mes.

Se hizo el silencio, pero la sombra no parecía haberse movido. El padre Francis se acercó aún más a la rejilla, de nuevo esforzándose por escudriñar el compartimento negro como el carbón. Se oyó un suave chasquido, y un chorro de saliva atravesó la rejilla y aterrizó en su cara.

– Nos veremos en el infierno, padre -el tono grave y gutural desató escalofríos por la espalda del padre Francis. Se aferró a la pequeña repisa, estrechando con fuerza la Biblia. Y, aunque la pegajosa saliva resbalaba por la barbilla, ni siquiera pudo moverse para limpiársela. Cuando oyó que la puerta se abría y que la sombra salía, su cuerpo paralizado no hizo intento alguno de seguirlo.

Permaneció sentado durante lo que le parecieron horas. Afortunadamente, no entró nadie más pidiendo confesión. Quizá la nieve hubiera retenido a los demás pecadores en sus casas, pensó distraídamente el padre Francis. Por lo cual, nadie había visto a la figura en sombras entrar o salir del confesionario.

Por fin, su corazón recuperó su ritmo normal; podía respirar. Buscó como pudo un pañuelo para limpiarse el rostro con manos más trémulas de lo habitual. Recogió su portafolios de cuero y su Biblia y echó un vistazo fuera del confesionario. La iglesia estaba vacía y silenciosa. Oyó reír a unos niños. Seguramente, cruzaban el aparcamiento en dirección a Cutty's Hill, para jugar allí al trineo. Al menos, viajaban en grupo.

Avanzó arrastrando los pies hacia la entrada de la iglesia, apoyándose en los bancos. El pánico y el terror lo habían vaciado de energía. Le contaría la visita de aquella mañana a Maggie O'Dell. La decisión de hacerlo lo fortaleció, y la culpa desapareció de su alma. Sí, era lo correcto.

Una vez en la casa parroquial, de camino a su despacho, notó que alguien había dejado abierta la puerta de la bodega. Se detuvo en el umbral y se asomó a los peldaños en sombra. Olía a moho y a humedad, y una corriente de aire lo hizo estremecerse. ¿Había una sombra? En la esquina del fondo, ¿había alguien agazapado en la oscuridad?

Pisó el primer peldaño, aferrándose con mano trémula a la barandilla. ¿Eran imaginaciones suyas, o había alguien acurrucado entre los botelleros y la pared de cemento?

Se inclinó hacia delante sobre las débiles rodillas. No llegó a ver la figura que estaba detrás de él, sólo sintió el empujón violento que lo lanzó escaleras abajo. Su cuerpo frágil chocó contra la pared lateral, y bajó rodando el resto del camino. Todavía estaba consciente cuando oyó crujir los peldaños uno a uno. El sonido del lento descenso provocó terror en su cuerpo maltrecho. Abrió la boca para gritar, pero sólo brotó un gemido. No podía moverse, no podía correr. Le ardía la pierna derecha y la tenía torcida bajo su cuerpo en un ángulo anormal.

El último peldaño crujió justo por encima de él. Levantó la cabeza a tiempo de ver el resplandor de una lona blanca aplastándole la cara. Después, sólo hubo oscuridad.

Christine se premió con una sopa de pollo casera y panecillos de mantequilla de Wanda's. Corby le había dado la mañana libre, pero llevaba consigo su bloc de notas y apuntaba ideas para el artículo del día siguiente. Era temprano, y los clientes del almuerzo llegaban progresivamente, de modo que tenía un reservado para ella sola en la esquina del fondo de la cafetería. Se sentó junto al escaparate y vio a los escasos peatones abriéndose paso entre la nieve.

Timmy había llamado para preguntar si él y sus amigos podían almorzar en la casa parroquial con el padre Keller. El sacerdote había estado montando en trineo con ellos en Cutty's Hill y, para compensarlos por la acampada que había tenido que suspender, había invitado a los niños a perritos calientes asados en la enorme chimenea de la casa parroquial.

– Enhorabuena por tus artículos, Christine -dijo Angie Clark mientras le rellenaba la taza con café humeante. Sorprendida, Christine engulló el bocado de pan caliente.

– Gracias -sonrió y se limpió los labios con la servilleta-. Los panecillos de tu madre siguen siendo los mejores de por aquí.

– No hago más que decirle que deberíamos empaquetar y vender su bollería, pero cree que si la gente se la puede llevar a casa, no se quedarán aquí a comer o a cenar.

Christine sabía que Angie era la mente empresarial del negocio de su madre. Como no podían ampliar el pequeño restaurante, Angie le aconsejó poner en marcha el servicio de reparto. Seis meses después, ya habían contratado a otra cocinera y daban trabajo a dos conductores de furgonetas, sin que por ello hubiera mermado la clientela acostumbrada del desayuno, el almuerzo y la cena.

A veces, Christine se preguntaba por qué Angie se habría quedado en Platte City. Era evidente que tenía cabeza para los negocios y un cuerpo que llamaba mucho la atención. Pero después de dos años en la universidad y rumores sobre una aventura con un senador casado, había regresado a casa, con su madre viuda.

– ¿Qué tal está Nick? -preguntó Angie mientras fingía recolocar los cubiertos en una mesa cercana.

– Ahora mismo, debe de estar otra vez furioso conmigo. No le han hecho mucha gracia mis artículos -sabía que no era lo que Angie quería oír, pero hacía tiempo que había aprendido a no entrometerse en la vida amorosa de su hermano.

– La próxima vez que lo veas, salúdalo de mi parte.

Pobre Angie. Seguramente, Nick no la había llamado desde el comienzo del caos. Y, aunque lo negara, Christine sabía que estaba embelesado con la encantadora e inalcanzable Maggie O'Dell. A ver si por fin le rompían el corazón y probaba su propia medicina.

¿Por qué las mujeres perdían la cabeza por Nick? Era algo que Christine nunca había entendido, pero sabía que, después de días, incluso semanas, sin llamar, Angie Clark volvería a acogerlo con los brazos abiertos.

Tomó un sorbo de café humeante y anotó informe del forense. George Tillie era un viejo amigo de la familia; él y su padre habían sido compañeros de caza durante años. Quizá George pudiera proporcionarle algún dato nuevo. Que ella supiera, la investigación estaba en punto muerto.

De pronto, la televisión del rincón se oyó por toda la sala. Alzó la vista justo cuando Wanda Clark le hacía una seña.

– Christine, escucha esto.

Bernard Shaw, de la CNN, acababa de mencionar Platte City, Nebraska. Un gráfico situado a su espalda mostraba su ubicación mientras Shaw hablaba de la extraña sucesión de asesinatos. Mostraron fugazmente el titular del domingo de Christine, Asesino en serie sigue aterrorizando a una pequeña comunidad desde la tumba, mientras Bernard describía los homicidios y el rastro de muertes dejado por Jeffreys seis años atrás.

– Una fuente cercana a la investigación afirma que la oficina del sheriff sigue sin tener pistas, y que el único sospechoso de la lista es un asesino que fue ejecutado hace tres meses.

Christine hizo una mueca al oír el sarcasmo en la voz de Shaw, y por primera vez simpatizó con Nick. El resto de los comensales rompieron en aplausos y le hicieron señas de aprobación. Sólo habían oído que su pueblo había salido en las noticias nacionales. El sarcasmo y las referencias a los pueblerinos incompetentes habían pasado desapercibidos.

Bajaron el volumen, y Christine siguió tomando notas. Al poco, empezó a sonarle el móvil.

– ¿Sí?

– ¿Christine Hamilton? -la voz esperó a oír la confirmación-. Soy William Ramsey, de KLTV, Canal Cinco. Espero no pillarla en un mal momento. Me han dado este teléfono en su oficina.

– Estoy almorzando, señor Ramsey. ¿En qué puedo ayudarlo?

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