Durante las últimas noches, la cadena de televisión había dependido de sus artículos para informar sobre los asesinatos. Aparte de unas cuantas tomas de entrevistas a familiares y a vecinos, su noticiario había carecido de la garra que necesitaban para ganar audiencia.
– Quería saber si podríamos vernos mañana para almorzar
– Tengo una agenda muy apretada, señor Ramsey.
– Sí, claro. Lo entiendo. Supongo que tendré que ir al grano.
– Se lo agradecería.
– Querría que viniera a trabajar para Canal Cinco como periodista y copresentadora de fin de semana.
– ¿Cómo dice? -estuvo a punto de atragantarse con el panecillo.
– El nervio con el que ha contado esos asesinatos es justo lo que necesitamos aquí, en Canal Cinco.
– Señor Ramsey, soy periodista de prensa, no…
– Su estilo narrativo se adaptaría bien a las noticias televisadas. Estaremos dispuestos a formarla para su puesto de presentadora. Y me han dicho que es muy fotogénica.
Christine no era inmune a los halagos. Había recibido tan pocos en el pasado que, de hecho, ansiaba oírlos. Pero Corby y el Omaha Journal le habían dado una gran oportunidad. No, ni siquiera podía contemplar la idea.
– Me halaga, señor Ramsey, pero no puedo…
– Estoy dispuesto a ofrecerle sesenta mil dólares al año si empieza ahora mismo.
A Christine se le cayó la cuchara de la mano, salió catapultada del cuenco y le salpicó sopa en el regazo. No hizo ademán de limpiarse.
– ¿Cómo dice?
Su sorpresa debió de sonar como otra negativa, porque Ramsey se apresuró a añadir:
– Está bien, puedo subir a sesenta y cinco mil. Incluso le daré un suplemento de dos mil dólares si empieza este fin de semana.
Sesenta y cinco mil dólares era más del doble de lo que Christine ganaba con su módico aumento de sueldo. Podría pagar su deudas y no preocuparse por localizar a Bruce para la pensión.
– ¿Podría llamarlo cuando lo haya pensado un poco, señor Ramsey?
– Claro, por supuesto que debe pensarlo. ¿Qué tal si lo consulta con la almohada y me llama mañana por la mañana?
– Gracias, lo haré -le dijo, y cerró con fuerza el teléfono. Todavía estaba aturdida cuando Eddie Gillick se sentó en el reservado junto a ella, apretándola contra el escaparate-. ¿Se puede saber qué hace? -inquirió.
– Ya fue terrible que me engañaras para conseguir la cita para tu artículo, pero ahora que tu hermanito me está haciendo encargos de mierda… También le dijiste que yo era tu fuente anónima, ¿verdad?
– Oiga, ayudante Gillick…
– Eh, soy Eddie, ¿recuerdas?
Bebió de su café, añadiendo un montón de azúcar y sorbiéndolo sin quemarse la lengua. El olor de su aftershave resultaba asfixiante.
– No, no se lo dije a Nick. Él…
– Eh, no importa. Ahora me debes una.
Christine notó la mano en su rodilla, y la mirada de desprecio la paralizó. Gillick deslizó la mano por el muslo y por debajo de la falda antes de que ella pudiera quitársela. El extremo del bigote se elevó a modo de sonrisa mientras ella se sonrojaba.
– ¿Puedo traerte alguna cosa, Eddie? -Angie Clark se cernía sobre la mesa, consciente de que estaba interrumpiendo, pero decidida a no marcharse hasta no haberlo conseguido.
– No, Angie, cielo -dijo Eddie, todavía sonriéndole a Christine-. Por desgracia, no puedo quedarme. Ya te veré en otro momento, Christine.
Salió del reservado, se pasó una mano por el pelo engominado y se puso el sombrero. Después, se alejó por el pasillo y salió por la puerta.
– ¿Estás bien?
– Por supuesto -contestó Christine. Pero mantuvo sus manos trémulas bajo la mesa, para que Angie no se las viera.
La puerta se abrió de par en par, y Nick vio a Maggie regresando al otro lado de la habitación.
– ¡Entra! -le gritó mientras tecleaba en su portátil. Después, se irguió y se quedó mirando la pantalla-. Estoy accediendo a la base de datos de Quantico. Estoy encontrando información muy interesante.
Él entró despacio en la pequeña habitación de hotel, pasando delante del baño, y enseguida percibió el aroma del champú y el perfume de Maggie. Llevaba puestos unos vaqueros y la misma sudadera sexy de los Packers de la otra noche. Estaba desteñida, y el cuello, cedido y deformado, se le caía, dejando al descubierto un hombro desnudo. Saber que no llevaba nada debajo lo excitó, e intentó dirigir su atención a otra cosa, lo que fuera.
Ella lo miró y se quedó boquiabierta.
– ¿Qué le ha pasado a tu cara?
– Christine no esperó. Había un artículo en el periódico de esta mañana.
– ¿Y Michelle Tanner lo vio antes de que tú llegaras?
– Más o menos. Alguien le habló de lo ocurrido.
– ¿Y te pegó?
– Ella no, sino su ex marido, el padre de Matthew.
– Dios, Morrelli, ¿es que no sabes esquivar los golpes? -la furia debió de reflejarse en sus ojos, porque Maggie se apresuró a enmendarse-. Perdona. Deberías ponerte un poco de hielo.
Al contrario que Lucy, Maggie volvió a concentrarse en la pantalla del ordenador, sin ofrecerse a hacer de enfermera.
– ¿Qué tal va tu hombro?
Maggie volvió a mirarlo a los ojos. Fugazmente, los de ella se suavizaron al recordar.
– Bien -lo movió, como para comprobarlo-. Todavía lo tengo bastante dolorido.
El jersey de los Packers se deslizó aún más, dejando al descubierto una piel suave y cremosa que lo distraía fácilmente. Dios, deseaba tanto tocarla que le dolía. Tampoco era ninguna ayuda que la cama estuviera a escasos pasos de distancia.
– Así que eres fan de los Packers -llenó el silencio mientras ella sorteaba la información de la pantalla.
– Mi padre se crió en Green Bay -dijo sin alzar la vista; la pantalla cambió mientras ella leía por encima el contenido-. Mi marido insiste en que tire este harapo, pero es una de las pocas cosas que tengo que me recuerdan a mi padre. Era de él. Solía ponérsela cuando veíamos juntos los partidos.
– ¿Solía?
Ella guardó silencio, y Nick supo que no se debía a la información de la pantalla. Vio cómo se recogía el pelo detrás de la oreja y lo reconoció como un gesto nervioso.
– Murió cuando yo tenía doce años.
– Lo siento. ¿También era agente del FBI?
Maggie se detuvo y se irguió; fingió estirarse, pero él sabía que era para ganar tiempo. No costaba trabajo ver que el tema de su padre le traía recuerdos.
– No, era bombero. Murió como un héroe. Supongo que los dos tenemos eso en común -le sonrió-. Sólo que tu padre logró sobrevivir.
– Recuerda, mi padre tuvo mucha ayuda.
Ella lo miró a los ojos con atención, y en aquella ocasión fue él quien bajó la vista para que no viera nada que no estaba en condiciones de revelar.
– No creerás que tuvo algo que ver con las pruebas falsas, ¿no?
Notó que ella lo miraba. Se acercó y se colocó a su lado para impedirle que le viera los ojos.
– Fue el que más ganó con la captura de Jeffreys. No sé qué creer.
– Aquí está -dijo Maggie, y la pantalla se llenó de lo que parecían artículos de periódico.
– ¿Qué es esto? -Nick se inclinó hacia delante-. La Wood River Gazette de noviembre de 1989. ¿Dónde está Wood River?
– En Maine -pulsó la tecla de avanzar páginas mientras hojeaba los titulares. Después, se detuvo y señaló uno-. «Niño aparece mutilado cerca del río». Esto me suena familiar -empezó a leer el artículo que ocupaba tres columnas de la primera página-. Adivina quién era ayudante de cura en la iglesia católica de Santa María de Wood River.
Nick se quedó inmóvil, la miró y se frotó la mandíbula.
– Sigues sin tener pruebas. Todo es circunstancial. ¿Por qué no salió a relucir este caso durante el juicio de Jeffreys?
– No hizo falta. Por lo que he averiguado, un vagabundo cargó con las culpas.
– O puede que lo hiciera él -detestaba el rumbo que estaba tomando aquello-. ¿Cómo se te ha ocurrido buscar esto?
– Simple corazonada. Al hablar esta mañana con el padre Francis, me dijo que el padre Keller había creado un campamento de verano similar en su anterior parroquia de Wood River, en Maine.
– Así que buscaste a niños asesinados en la zona en la época en que él estuvo allí.
– No tuve que buscar mucho. Este asesinato encaja hasta en el último detalle. Circunstancial o no, hay que considerar al padre Keller sospechoso de los asesinatos -cerró el programa y apagó el ordenador-. He quedado con George dentro de una hora -le dijo-; después, voy a reunirme con el padre Francis -empezó a sacar ropa del armario y a colocarla sobre la cama-. Tengo que irme a Richmond esta noche; mi madre está en el hospital -eludió mirarlo mientras sacaba más efectos personales de los cajones.
– Vaya. ¿Se encuentra bien?
– Más o menos… Lo estará. Te dejaré información grabada en un disco. ¿Sabes usar Microsoft Word?
– Sí, claro… Creo que sí -la actitud fría de Maggie lo turbaba. ¿Habría ocurrido algo o estaba preocupada por su madre, nada más?
– Le dejaré a George mis notas de la autopsia de esta tarde. Si averiguo algo hablando con el padre Francis, te llamaré.
– No vas a volver, ¿verdad? -la realidad lo sacudió como otro puñetazo a la mandíbula. También a ella la paralizó. Se volvió hacia él, aunque su mirada oscilaba entre él, la pantalla en blanco del ordenador y el desorden que había sobre la cama. Era la primera vez que le costaba trabajo mirarlo a los ojos.
– Ya he terminado mi trabajo. Tienes un perfil y puede que un sospechoso. Ni siquiera sé si tengo que participar en esta segunda autopsia.
– Entonces, ¿ya está? -se metió las manos en los bolsillos. De pronto, pensar que no volvería a verla le revolvía el estómago.
– Estoy segura de que el FBI enviará a otra persona para que te ayude.
– Pero ¿tú no? ¿Tiene esto algo que ver con lo que pasó esta mañana?
– Esta mañana no ha pasado nada -le espetó Maggie-. Siento haberte dado la impresión equivocada -añadió mientras seguía doblando, ordenando y guardando prendas en la maleta.
Por supuesto que no le había dado la impresión equivocada; la imaginación había sido toda de él. Pero ¿y el calor, y la atracción? Eso no lo había imaginado.
– Voy a echarte de menos -las palabras lo sorprendieron; no había sido su intención pronunciarlas en voz alta.
Ella se interrumpió, se irguió y lo miró despacio. Aquellos ojos castaños le dejaban las rodillas de goma, como si fuera un colegial que acababa de declararse a su primera novia. Dios, ¿qué le estaba pasando?