– ¿Qué te has hecho en la mano?
Se la quedó mirando un momento, como si no lograra recordarlo.
– No tiene importancia. Oye -dijo, y volvió a inclinarse hacia delante-, el padre Keller me dijo anoche que Ray Howard había dejado el seminario el año pasado. Mientras esperaba a Murphy he hecho algunas averiguaciones. Howard estuvo en un seminario de Silver Lake, en New Hampshire. Está cerca de la frontera con Maine y a ochocientos kilómetros de Wood River.
Maggie se incorporó, alerta.
– ¿Cuánto tiempo estuvo allí?
– Los tres últimos años.
– Eso lo descarta como posible autor del asesinato de Wood River.
– Tal vez, pero ¿no te parece demasiada casualidad? Tres años en el seminario, debería saber cómo dar la extremaunción.
– ¿Estaba aquí cuando tuvieron lugar los primeros asesinatos?
– Le he pedido a Hal que lo compruebe. Pero hablé con el director del seminario. El padre Vincent no quiso darme detalles, pero dijo que le pidieron que se marchara por mala conducta. Lo dijo como si fuera una especie de prueba.
– Mala conducta en un seminario puede ser cualquier cosa desde romper un voto de silencio hasta escupir en la acera. No sé, Nick. Howard no me parece lo bastante astuto para cometer estos asesinatos.
– Quizá sea eso lo que quiere hacer creer a todo el mundo.
Maggie vio cómo doblaba la servilleta de papel una y otra vez, revelando su tumulto interior. Bajo la mesa, oyó cómo daba golpecitos en el suelo con el pie.
– Tanto Howard como Keller tuvieron oportunidad de deshacerse del padre Francis.
– Dios, Maggie. Pensé que lo decías porque estabas borracha. ¿De verdad dudas de que fuera un accidente?
– Ayer por la mañana, el padre Francis me dijo que tenía algo importante que contarme. Sé que alguien estaba escuchando la conversación; oí el clic.
– Puede que fuera una coincidencia.
– Hace tiempo que descubrí que hay pocas coincidencias. Una autopsia podría mostrar si lo empujaron o se cayó.
– Sin pruebas, no podemos pedir una autopsia -Nick jugaba con el móvil, haciendo patente su intranquilidad.
– Podría hablar con la familia del padre Francis. O con la archidiócesis.
– Maggie, no tenemos tiempo para esperar permisos, autopsias u órdenes de registro. ¿Sabes qué? Me gustaría darle un susto de muerte a ese Howard.
Maggie no podía creer que siguiera sospechando del conserje. Quizá fuera su desesperación lo que lo incitaba a aferrarse a soluciones fáciles. En lugar de replicar, dijo:
– Tanto si es Howard como si es Keller, tenemos que proceder con cautela. Si le entra el pánico… -se interrumpió al recordar que era Timmy, el sobrino de Nick, la posible víctima, y no un niño anónimo. No le había revelado a Nick su descubrimiento de la aceleración del asesino. Lo miró y supo que lo había adivinado.
– No tenemos mucho tiempo, ¿verdad? El asesino se está embalando -Maggie asintió-. Vamonos de aquí -arrojó unos cuantos billetes sobre la mesa sin contarlos y volvió a ponerse la chaqueta.
– ¿Adonde vamos? -le preguntó Maggie.
– Yo tengo que registrar una camioneta, y tú tienes que pedirle disculpas al padre Keller por lo de anoche.
El padre Keller tenía un aspecto bastante formal en aquella ocasión, cuando abrió la puerta de la casa parroquial. Sin embargo, Nick reparó de inmediato en las Nike blancas que asomaban por debajo de la larga sotana negra.
– Sheriff Morrelli, agente O'Dell. Vaya, es una sorpresa.
– ¿Podemos pasar unos minutos, padre? -Nick se frotó las manos para disipar el frío. Aunque el sol había hecho acto de presencia por primera vez en muchos días, la nieve acumulada y el viento cortante mantenían la temperatura por debajo de los cero grados. Incluso en Nebraska era un tiempo inusual en octubre.
El padre Keller vaciló, como si no supiera si atreverse a dejar pasar a Maggie. Después, sonrió y se apartó de la puerta para conducirlos al salón, donde el fuego ardía en la enorme chimenea. Aquella mañana se percibía un leve olor a quemado… como si las llamas hubieran recibido algo más que leña. Nick se preguntó si Keller estaría intentando destruir alguna prueba.
– No sé en qué puedo ayudarlos. Anoche…
– En realidad, padre Keller -lo interrumpió Maggie, de nuevo serena y templada como de costumbre-, quería disculparme por mi comportamiento de anoche -lanzó una mirada a Nick, y éste vio un destello de indignación en sus ojos-. Había bebido demasiado y el alcohol me saca la vena combativa. Le aseguro que no era nada personal. Espero que lo comprenda y que acepte mi disculpa.
– Por supuesto que lo entiendo. Y me alivia saber que no era por mi culpa. A fin de cuentas, no nos conocíamos.
Nick contempló el rostro del cura. La disculpa de Maggie lo había relajado; hasta dejó caer las manos a los costados en lugar de retorcerlas a la espalda.
– Estaba a punto de prepararme un té. ¿Les apetece?
– Hemos venido por un asunto oficial, padre -dijo Nick.
– ¿Un asunto oficial?
Nick vio cómo el joven sacerdote se metía las manos en los bolsillos de la sotana, repentinamente incómodo, aunque siguiera hablando con notable tranquilidad. ¿Habría aprendido aquella pose en el seminario? Sacó la orden de registro del bolsillo de la chaqueta y empezó a desplegarla mientras decía:
– Anoche nos fijamos en la vieja camioneta que tiene en la parte de atrás.
– ¿Camioneta? -el padre Keller parecía sorprendido. ¿Sería posible que no lo supiera o, una vez más, no era más que parte de su adiestramiento?
– La que está aparcada entre los árboles. Coincide con la descripción que dio una testigo de la camioneta a la que vio subir a Danny Alverez el día en que desapareció -Nick aguardó, atento a la reacción.
– No sé ni siquiera si anda todavía. Creo que Ray la usa cuando va a cortar leña junto al río.
Nick le pasó la orden al padre Keller. El cura la sostuvo por una esquina y se la quedó mirando como si fuera un objeto extraño que segregara limo.
– Como le dije anoche -repuso Nick con calma-, sólo intento verificar el mayor número de pistas posible. Sabrá que la oficina del sheriff está recibiendo muchas críticas últimamente. No quiero que nadie diga que no lo hemos comprobado. ¿Tiene las llaves, padre?
– ¿Las llaves?
– De la camioneta.
– Dudo que esté cerrada con llave. Espere, me pondré el abrigo y unas botas y lo acompañaré.
– Gracias, padre. Se lo agradezco -Nick vio al cura dirigirse al costado de la chimenea y ponerse las botas de goma que había visto manchadas de nieve la noche anterior. De modo que eran de él. Claro que quizá la nieve se debiera a que había salido un momento a recoger más leña.
Los tres echaron a andar hacia la puerta. De pronto, Maggie se aferró a una pequeña mesa y se inclinó hacia delante.
– Oh, no. Creo que voy a vomitar otra vez -balbució.
– Maggie, ¿estás bien? -Nick lanzó una mirada al padre Keller-. Lleva así toda la mañana -le susurró. Después, se dirigió a Maggie-. ¿Se puede saber qué bebiste anoche?
– ¿Podría usar el servicio?
– Por supuesto -los ojos del padre Keller recorrían el suelo, claramente preocupado por la alfombra de color perla-. Por el pasillo, la segunda puerta a la derecha -dijo rápidamente, como si quisiera apremiarla.
– Gracias. Enseguida os alcanzo -desapareció por la esquina, sujetándose el costado.
– ¿Se pondrá bien? -el padre Keller parecía preocupado.
– Sí. Créame, no le conviene acercarse mucho a ella. Hace un rato, me puso las botas perdidas.
El cura hizo una mueca y miró las botas de Nick; después, lo siguió fuera, a la parte posterior de la casa parroquial.
La camioneta estaba encajada en un ventisquero, y tuvieron que abrir un camino con la pala para rescatar el viejo montón de chatarra. La puerta chirrió al abrirse. Un olor acumulado de humedad y de aire viciado llenó las fosas nasales de Nick. Daba la impresión de que no la hubieran usado desde hacía años. Nick sintió una punzada de decepción; estaba harto de seguir pistas infructuosas. Aun así, subió a la cabina empuñando una linterna y sin tener la menor idea de lo que estaba buscando. Debería dejar el registro a los expertos, pero se le estaba acabando el tiempo.
Se tumbó sobre el asiento agrietado de vinilo, alargó el brazo y lo dobló para buscar a tientas por la moqueta. Le costaba maniobrar en aquel espacio tan estrecho. El volante se le clavaba en el costado y la palanca de cambios se le hundía en el pecho… como cuando, a los dieciséis años, había usado el viejo Chevy de su padre para darse el lote con sus novias; sólo que su cuerpo ya no era tan flexible como antes.
– Dudo que haya nada salvo ratas en este montón de chatarra -dijo el padre Keller, de pie junto a la puerta.
– ¿Ratas? -Nick detestaba las ratas. Retiró la mano rápidamente, golpeándose los nudillos con un muelle salido. Cerró los ojos de dolor y se mordió el labio para reprimir las blasfemias. A continuación, abrió la guantera e inundó de luz el agujero con la linterna.
Con cuidado, removió los contados objetos: un manual amarillento del conductor, una aerosol de aceite multiusos, varias servilletas de McDonald's, una caja de cerillas de un lugar llamado La Dama de Rosa, una hoja plegada con direcciones y códigos que no reconocía y un pequeño destornillador. Cubrió la caja de cerillas con la mano sintiendo la mirada del padre Keller en la espalda. Antes de cerrar la guantera, deslizó los dedos por el fondo, por la honda ranura. Notó algo pequeño, liso y redondo, lo rescató y se lo metió en la mano, junto con la caja de cerillas. Se guardó los dos objetos en el bolsillo de la chaqueta después de comprobar que el padre Keller no podía verlo. Cuando empezó a cerrar el compartimento, vio una lista escrita en la hoja plegada. Como no podía leerla desde aquel ángulo, agarró el papel y lo escondió debajo de la manga. Después, cerró la guantera con fuerza.
– Aquí no hay nada -dijo mientras sacaba las piernas y se guardaba el papel en el bolsillo. Echó un último vistazo a su alrededor y advirtió que, aunque el habitáculo olía a moho y a cerrado, todo, el salpicadero, el asiento, la moqueta, estaba bastante limpio.
– Siento que haya sido una pérdida de tiempo -dijo el padre Keller, volviéndose hacia la casa parroquial.
– Todavía tengo que registrar la parte de atrás, padre.
El sacerdote se detuvo, vaciló y se volvió hacia él. El viento le agitaba la sotana con violencia y la hacía chasquear. En aquella ocasión, Nick reconoció una chispa de frustración en los ojos azules del padre Keller: frustración e impaciencia. De no ser un sacerdote, habría dicho que el padre Keller estaba cabreado.