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Fuera lo que fuera, allí había algo más; algo que le hizo ansiar y temer a un tiempo lo que encontraría en la parte de atrás de la camioneta.

Maggie volvió a mirar por la ventana. Nick y el padre Keller seguían junto a la camioneta. Prosiguió su búsqueda por el largo pasillo, deteniéndose ante cada una de las puertas cerradas, escuchando y asomándose con cuidado a todas las habitaciones que no tenían echada la llave. Varias eran oficinas, una un cuarto de provisiones. Por fin, encontró un dormitorio.

Era una habitación sobria y pequeña de suelos de madera y paredes blancas. Un crucifijo sencillo adornaba la pared contra la que se apoyaba el cabecero de la estrecha cama. En el rincón vio una mesa pequeña con dos sillas y un velador en el que descansaban un viejo tostador y una tetera. La lámpara de la mesilla de noche desentonaba en aquel entorno tan sobrio por su pie con relieves de querubines; era el único objeto que llamaba la atención. Por lo demás, no había desorden.

Se dio la vuelta para salir y su mirada se posó en tres re-producciones enmarcadas colgadas de la pared contigua a la puerta. Eran reproducciones de cuadros renacentistas. Aunque no le resultaban familiares, reconocía el estilo: los cuerpos perfectamente definidos, el movimiento y el color. Cada uno representaba la tortura sangrienta de un hombre. Se acercó y leyó los títulos escritos en letra pequeña en la esquina inferior.

El martirio de San Sebastián, 1475, de Antonio del Pollaivolo mostraba a San Sebastián atado a un pedestal y con flechas clavadas en el cuerpo. En El martirio de San Erasmo, 1629, de Nicolás Poussin, unos querubines sobrevolaban a un gentío de hombres que sacaba las entrañas de otro que estaba encadenado.

Maggie no entendía cómo alguien podía adornar las paredes de su dormitorio con aquellas obras de arte. Echó un vistazo a la última reproducción: El martirio de San Hermión, 1512, de Matthias Anatello, mostraba a un hombre atado a un árbol y a sus acusadores rajándole el cuerpo con cuchillos y machetes. Ya estaba saliendo por la puerta cuando algo la hizo fijarse otra vez en la última reproducción. Sobre el pecho del mártir había varios tajos sangrientos, dos diagonales perfectas que se cruzaban para crear una cruz serrada o, desde donde estaba Maggie, una equis inclinada. ¡Pues claro! Por fin lo entendía. Los cortes en los pechos de los niños no eran una equis, sino una cruz. Y la cruz era parte de su ritual, una marca, un símbolo. ¿Creía estar convirtiendo a los niños en mártires?

Oyó pasos acercándose hacia el dormitorio. Maggie salió al pasillo justo cuando Ray Howard doblaba la esquina. Encontrarla allí lo sobresaltó, pero se fijó en que tenía la mano en el pomo de la puerta.

– Usted es esa agente del FBI -dijo en tono acusador.

– Sí, he venido con el sheriff Morrelli.

– ¿Qué hacía en la habitación del padre Keller?

– Ah, ¿era la habitación del padre Keller? Estoy buscando el cuarto de baño, pero no lo encuentro.

– Porque está al otro lado del pasillo -la regañó, señalando el lugar correcto y siguiéndola con la mirada como si no se fiara de ella.

– ¿De verdad? Gracias -Maggie pasó junto a él, recorrió el pasillo y se detuvo delante de la puerta indicada. Volvió a mirarlo-. ¿Aquí?

– Sí.

– Gracias otra vez -entró y pegó el oído a la puerta durante varios minutos. Cuando volvió a asomarse, vio a Ray Howard entrando en el dormitorio del padre Keller.

La parte posterior de la camioneta estaba llena de nieve, pero Nick saltó por encima de la cancela posterior.

– ¿Podría pasarme la pala, padre?

El sacerdote permanecía paralizado, contemplando la nieve que engullía las piernas de Nick. Keller tenía las manos desnudas en el pecho, con los dedos largos entrelazados, como si estuviera rezando. El viento le agitaba el pelo negro y ondulado. Tenía las mejillas coloradas y los ojos de un color azul aguado.

– Padre Keller, la pala, por favor -volvió a pedirle Nick, señalándosela en aquella ocasión.

– Claro -se dirigió al árbol en el que la habían dejado apoyada-. Dudo que haya ahí nada que pueda serle de utilidad.

– Enseguida lo veremos.

Nick tuvo que inclinarse bastante para agarrar la pala, ya que el padre Keller no hizo esfuerzo alguno por pasársela. El comportamiento del cura le disparaba la adrenalina. Allí había algo, lo presentía. Empezó a cavar con frenesí, pero se obligó a calmarse y a dar paladas más pequeñas para no arrojar las pruebas fuera de la caja. El cierre lateral para el ganado crujía con cada ráfaga de viento. El frío le traspasaba la chaqueta y, sin embargo, notaba el sudor en la espalda y dentro de los guantes de cuero que había encontrado con la pala en el cobertizo de herramientas.

De pronto, la pala chocó contra algo duro, incrustado bajo la nieve. Aquel ruido sordo alertó al padre Keller, que se aproximó a la cancela de atrás para escudriñar el agujero que Nick estaba haciendo.

Nick cavó en torno al objeto con cuidado. Incapaz de contener la curiosidad, soltó la pala e hincó las rodillas en la nieve. Palpaba los bordes del objeto, pero seguía sin poder determinar lo que era. Estaba envuelto en nieve y trocitos de hielo, así que debía de haber estado caliente al caer sobre el montón de nieve.

Por fin, Nick vio algo que parecía piel. El corazón se le desbocó. Con las manos retiraba y rompía el hielo. Se desprendió un trozo enorme, y Nick retrocedió, sorprendido.

– ¡Santo Dios! -exclamó, con náuseas repentinas.

Miró al padre Keller, que hizo una mueca y retrocedió. Encajado en la tumba de nieve yacía un perro muerto; tenía el pelaje negro levantado, la piel hecha jirones y el cuello cortado.

Nick y el padre Keller estaban subiendo los peldaños justo cuando Maggie salía por la puerta principal de la casa parroquial. Nick la miró a los ojos de inmediato, ansioso de ver si había averiguado algo, pero no leyó nada en la rápida mirada que le lanzó ni en la sonrisa que le dirigió al padre Keller.

– ¿Se encuentra mejor? -el padre Keller parecía sinceramente preocupado.

– Mucho mejor, gracias.

– Me alegro de que no nos hayas acompañado -comentó Nick, todavía con el estómago levantado. ¿Quién podía ser capaz de descuartizar a un perro indefenso? Pero se sintió ridículo: era evidente quién lo había hecho.

– ¿Por qué? ¿Qué habéis encontrado? -quiso saber Maggie.

– Luego te lo cuento.

– ¿Les apetece ahora un poco de té? -les ofreció el padre Keller.

– No, gracias. Tenemos que…

– Pues sí -lo interrumpió Maggie-. Puede que así se me asiente el estómago. Bueno, si no es mucha molestia, padre.

– Por supuesto que no. Pasen. Veré si tenemos algunos dulces.

Entraron detrás del sacerdote y, una vez más, Nick intentó intercambiar una mirada con Maggie, porque no entendía aquel repentino entusiasmo por pasar más tiempo en compañía de un sacerdote al que aborrecía.

– Me alegra ver que invierte en los comerciantes locales -comentó el padre Keller mientras le quitaba la parka. Ella sonrió sin darle explicaciones y entró en el salón. Nick empezó a sacudirse las botas en el felpudo del vestíbulo, alzó la vista y sorprendió al padre Keller admirando los vaqueros ajustados de Maggie. No era una simple ojeada, sino una mirada larga y placentera. De pronto, el sacerdote volvió la cabeza, y Nick se inclinó sobre la cremallera de la chaqueta, fingiendo estar forcejeando con ella. Antes de que el recelo y el enojo afloraran en su mente, recordó que el padre Keller también era un hombre. Y Maggie estaba magnífica en vaqueros y con ese jersey rojo ajustado. Un hombre tenía que estar muerto para no darse cuenta.

El padre Keller desapareció por el pasillo, y Nick se reunió con Maggie delante de la chimenea.

– ¿Qué pasa? -susurró.

– ¿Tienes el móvil de Christine?

– Lo llevo en el bolsillo de la chaqueta.

– ¿Podrías traérmelo?

Se la quedó mirando, esperando una explicación, pero ella se puso en cuclillas delante del fuego para calentarse las manos. Cuando Nick regresó con el móvil, estaba removiendo las cenizas con un atizador. Nick se mantuvo de pie de espaldas a ella, como si estuviera montando guardia.

– ¿Qué haces? -costaba susurrar con los labios apretados.

– Antes he olido a goma quemada.

– Volverá de un momento a otro.

– Fuera lo que fuera, ya ha quedado reducido a cenizas.

– ¿Leche, limón, azúcar? -el padre Keller apareció con una bandeja llena. Cuando la dejó en el banco que estaba junto a la ventana, Maggie ya estaba de pie junto a Nick.

– Limón, por favor -contestó Maggie con naturalidad.

– Con leche y azúcar para mí -dijo Nick, y se percató de que estaba dando golpecitos en el suelo con el pie.

– Si me disculpáis, tengo que hacer una llamada -anunció Maggie de repente.

– Hay un teléfono en el despacho, al final del pasillo -señaló el padre Keller.

– No, gracias. Usaré el móvil de Nick. ¿Puedo?

Nick le pasó el teléfono, todavía buscando alguna pista de lo que Maggie estaba tramando. Ella se refugió en el vestíbulo para disponer de cierta intimidad mientras el padre Keller le entregaba a Nick una taza de té humeante.

– ¿Quiere un dulce? -el sacerdote le ofreció una fuente de pasteles variados.

– No, gracias -Nick intentó seguir a Maggie con la mirada, pero había desaparecido.

Empezó a sonar un teléfono. El timbre se oía lejano pero insistente. El padre Keller se mostró perplejo; después, salió rápidamente al pasillo.

– ¿Se puede saber qué hace, agente O'Dell?

Nick dejó la taza con estrépito, quemándose la mano. Salió del salón y vio a Maggie con el móvil pegado a la oreja mientras caminaba por el pasillo, deteniéndose y escuchando en cada puerta. El padre Keller la seguía de cerca, interrogándola sin recibir respuesta.

– ¿Se puede saber qué hace, agente O'Dell? -intentó bloquearle el paso, pero Maggie se coló por un lateral. Nick se acercó corriendo por el pasillo, con los nervios de punta y la adrenalina nuevamente disparada.

– ¿Qué está pasando, Maggie?

El timbre ahogado del teléfono seguía sonando, cada vez más cerca. Por fin, Maggie abrió la última puerta de la izquierda y el sonido se volvió claro y enérgico.

– ¿De quién es esta habitación? -preguntó Maggie desde el umbral. Una vez más, el padre Keller estaba paralizado. Parecía confuso, pero también indignado-. Padre Keller, ¿sería tan amable de buscar el teléfono? -preguntó con educación, apoyándose en la jamba de la puerta, con cuidado de no entrar-. Suena como si estuviera en uno de esos cajones.

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