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El sacerdote seguía sin moverse; tenía la mirada clavada en la habitación. A Nick el timbre lo estaba desquiciando. Entonces, comprendió que era Maggie quien había marcado el número. Vio el móvil de Christine iluminado y parpadeando con cada timbrazo del teléfono escondido.

– Padre Keller, por favor, busque el teléfono -le volvió a decir.

– Ésta es la habitación de Ray. No creo que sea correcto que rebusque entre sus cosas.

– Saque el teléfono, por favor. Es negro, pequeño, de ésos que se abren.

Se la quedó mirando un momento más; después entró en el dormitorio despacio y con paso vacilante. A los pocos segundos, los timbrazos cesaron. El sacerdote regresó al umbral y le pasó el pequeño teléfono móvil. Maggie se lo arrojó a Nick.

– ¿Dónde está el señor Howard, padre Keller? Tiene que venir a la oficina del sheriff para contestar a unas preguntas.

– Debe de estar limpiando la iglesia. Iré a buscarlo.

Nick esperó a que el padre Keller hubiera desaparecido.

– ¿Qué pasa, Maggie? ¿Por qué estás convencida de pronto de que hay que interrogar a Howard? ¿Y por qué llamas a su móvil? ¿Cómo diablos has averiguado su número?

– No he marcado el número de Howard, Nick, sino el de mi teléfono móvil. El que perdí en el río.

Christine intentó ponerse cómoda en la silla giratoria, arrancando gemidos de la mujer pelirroja que sostenía la paleta de maquillaje. Como si quisiera castigarla, la mujer le puso aún más colorete en las mejillas.

– Conectamos dentro de diez minutos -dijo el hombre alto y calvo de los auriculares.

Christine pensó que se estaba dirigiendo a ella y asintió; después, comprendió que estaba hablando al micrófono de los auriculares. El hombre se inclinó sobre ella para engancharle un minúsculo micrófono en el cuello, y Christine no pudo evitar notar el brillo de su lustrosa cabeza. Aquellos focos la cegaban, su calor resultaba asfixiante e intensificaba los nervios que sentía en el estómago. Su rostro no tardaría en fundirse y en dejar un charco de colorete de color ciruela, base beige clara y rímel negro.

Había una mujer sentada en la silla que tenía delante. Pasaba rápidamente las hojas que acababan de entregarle como si Christine no existiera. Apartó la mano del hombre calvo y le quitó el micrófono para enganchárselo ella misma.

– Espero que hayas arreglado ese condenado TelePrompTer, porque no pienso usar las hojas -las arrojó por el escenario, y una frenética ayudante de plato empezó a recogerlas con frenesí.

– Está arreglado -la tranquilizó el hombre calvo con paciencia.

– Necesito agua. No hay agua en la mesa auxiliar.

La misma ayudante se acercó corriendo con un vaso de plástico.

– Un vaso de verdad -estuvo a punto de tirar el que la joven llevaba en la mano-. Necesito un vaso de verdad y una jarra. Por el amor de Dios, ¿cuántas veces tengo que pedir las cosas?

De pronto, Christine advirtió que la mujer era Darcy McManus, la presentadora de la tarde de la cadena. Quizá no estaba acostumbrada a hacer el programa de noticias matutino, ni a las mañanas en general. A la luz dura de los focos, la piel de McManus aparecía curtida, con arrugas en torno a los ojos y a los labios. El pelo lustroso y negro estaba rígido y antinatural. La chocante mancha de pintalabios carmín parecía impúdica en contraste con la tez pálida, hasta que la maquilladora pelirroja le aplicó una gruesa capa de maquillaje.

– ¡Un minuto, chicos! -gritó el hombre de los auriculares.

McManus despachó a la maquilladora con un ademán. Se puso en pie, se alisó la falda demasiado corta, se enderezó la chaqueta, se miró en un espejo de bolsillo y volvió a sentarse. En aquel momento, Christine advirtió que la había estado mirando fijamente. La cuenta atrás la devolvió a la realidad, la sacó del trance, y se preguntó por qué habría accedido a realizar aquella entrevista.

– Tres, dos, uno…

– Buenos días -dijo McManus a la cámara, con una ama-ble sonrisa que transformaba todo su rostro-. Hoy tenemos a una invitada especial en Buenos días, Omaha. Christine Ha- milton es la reportera del Omaha Journal que ha estado cubriendo los asesinatos ocurridos en el condado de Sarpy. Buenos días, Christine -McManus saludó a Christine por primera vez.

– Buenos días -de pronto, las luces, las cámaras, eran reales y estaban clavadas en ella. Christine intentó no pensar en ello. Ramsey le había dicho que hasta la cadena de noticias de la ABC estaría emitiendo la entrevista en vivo. Era ésa, sin duda, la razón de que McManus estuviera allí en lugar de la presentadora habitual del programa.

– Tengo entendido que esta mañana está aquí no como reportera, sino como madre preocupada. ¿Es así, Christine?

McManus la intrigaba. ¿Cómo podía simular una preocupación tan convincente en un abrir y cerrar de ojos? Aunque parecía mirar a Christine con sincera preocupación, en realidad, tenía los ojos puestos detrás de ella, justo por encima de su hombro, en el TelePrompTer. De pronto, advirtió que McManus estaba esperando una respuesta, y que la impaciencia empezaba a revelarse en sus labios fruncidos.

– Creemos que mi hijo, Timmy, puede haber sido raptado ayer por la tarde -a pesar de todas las distracciones, le tembló el labio, y reprimió el impulso de mordérselo para frenar el temblor.

– Eso es terrible -McManus se inclinó hacia delante y dio una palmadita a las manos entrelazadas de Christine, falló en la tercera palmada y le tocó la rodilla. McManus retiró la mano rápidamente, y Christine sintió deseos de volverse para ver si el TelePrompTer incluía gestos-. ¿Y las autoridades creen que podría ser el mismo hombre que mató brutalmente a Danny Alverez y a Matthew Tanner?

– No lo sabemos con certeza pero sí, hay muchas posibilidades de que así sea.

– Está divorciada y cría a su hijo Timmy usted sola, ¿verdad, Christine?

La pregunta la sorprendió.

– Sí, así es.

– Laura Alverez y Michelle Tanner también eran madres separadas, ¿no es cierto?

– Sí, creo que sí.

– ¿Cree que el asesino podría estar queriendo transmitir algo al escoger a niños que están siendo educados por sus madres?

Christine vaciló.

– No lo sé.

– ¿Está su marido implicado en la educación de Timmy?

– No mucho, no -Christine restringió la impaciencia a las manos que retorcía en el regazo.

– ¿No es cierto que Timmy y usted no han visto a su marido desde que la dejó por otra mujer?

– No me dejó, nos divorciamos -la impaciencia rayaba en enojo. ¿De qué iba a servir aquello para encontrar a Timmy?

– ¿Es posible que su marido se haya llevado a Timmy?

– Lo dudo.

– Lo duda, pero existe una posibilidad, ¿verdad?

– No es probable -las luces parecían aún más brillantes, abrasadoras. Sintió un reguero de sudor por la espalda.

– ¿Se ha puesto la oficina del sheriff en contacto con su ex marido?

– Nos pondríamos en contacto con él si supiéramos cómo o dónde… Oiga, ¿no cree que preferiría creer que Timmy está con su padre que con un loco que descuartiza a niños pequeños?

– Está alterada. Quizá debamos hacer una pausa -McManus se inclinó otra vez hacia delante, con la frente arrugada de preocupación, pero en aquella ocasión alargó las manos para servir un vaso de agua-. Todos comprendemos lo difícil que debe de ser esto para usted, Christine -le pasó el vaso.

– No, no lo entienden -Christine hizo caso omiso del agua, y McManus se azoró.

– ¿Perdone?

– Es imposible que lo entienda. Ni siquiera yo lo entendía. Sólo pensaba en la noticia, como usted.

McManus miró alrededor para buscar al director del plató, tratando de parecer natural mientras la frustración empañaba su fachada serena.

– Estoy segura de que está sometida a mucha presión, Christine. Y hablar de esto también debe de ser estresante. Hagamos una pausa para la publicidad y así podrá tranquilizarse.

McManus mantuvo la sonrisa hasta que las luces de la cámara perdieron fuerza y el director del plató hizo una seña. Entonces, la furia estalló en su rostro con un ceño que creó nuevas arrugas en su maquillaje. Pero la furia iba dirigida al hombre alto y calvo, y no a Christine. De hecho, Christine volvió a hacerse invisible.

– ¿Qué diablos queréis conseguir con esto? Necesito algo con lo que pueda trabajar.

– ¿Tengo tiempo para ir al servicio? -preguntó Christine al director del plató, y éste asintió. Se soltó el micrófono y lo dejó junto al vaso de agua que había rechazado. McManus la miró y forzó una breve sonrisa.

– No tardes mucho, cielo. Esto no es como tu periódico; no podemos parar la rotativa. Esto es el directo -tomó el vaso de agua y bebió en pequeños sorbos para no estropearse el pintalabios.

Christine se preguntó si McManus sabría cómo se llamaba Timmy sin la ayuda del TelePrompTer. A la cotizada presentadora le importaban un comino Timmy, Danny y Matthew. Santo Dios, ¡qué cerca había estado de convertirse en una Darcy McManus!

Christine se dirigió a la parte de atrás del plató, con cuidado de no tropezar con los cables. En cuanto se apartó de los focos, su cuerpo sintió una brisa de aire fresco. Podía respirar otra vez. Siguió caminando por el estrecho pasillo, esquivando a los ayudantes de plató y pasando delante de los servicios, de los vestuarios hasta atravesar, por fin, la puerta gris metálica marcada con el letrero de Salida.

– ¿Estoy detenido? -quiso saber Ray Howard mientras movía nerviosamente los dedos en la silla de respaldo alto.

Maggie se lo quedó mirando. Los ojos sobresalían sobre su tez pastosa; eran unos ojos insípidos, de un color gris deslavazado y con pequeñas venas rojas que ponían en evidencia su agotamiento. Ella se frotó la nuca para disipar su propio cansancio. Intentó recordar cuándo había dormido por última vez.

La pequeña sala de conferencias zumbaba con el goteo del café recién hecho, que llenaba la habitación con su aroma. Un chorro de sol naranja se filtraba por las persianas venecianas. Nick y ella llevaban allí horas, haciendo las mismas preguntas y obteniendo las mismas respuestas. Aunque había insistido en interrogar a Howard, seguía sin creer que fuera el asesino. Nada había cambiado, pero confiaba en que supiera algo, cualquier cosa, y cediera a la presión. Nick, sin embargo, persistía, convencido de que Howard era su hombre.

– No, Ray. No estás detenido -contestó Nick por fin.

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