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– Sólo pueden retenerme aquí durante cierto número de horas.

– ¿Y cómo sabes eso, Ray?

– Eh, veo Homicidio y Policías de Nueva York. Conozco mis derechos. Y tengo un amigo que es poli.

– ¿En serio? ¿Tienes un amigo?

– Nick -lo previno Maggie.

Nick puso los ojos en blanco y se remangó la camisa. Maggie vio que tenía los puños cerrados y que su impaciencia bullía a flor de piel.

– Ray, ¿te apetece un poco de café recién hecho? -preguntó Maggie con vacilación. El conserje bien vestido vaciló; después, asintió.

– Con leche y dos cucharaditas de azúcar. Leche fresca. Si tiene. Y prefiero no usar azucarillos.

– ¿Qué tal algo de comer? Sé que no ha almorzado, y ya casi es la hora de cenar. Nick, podríamos pedir algo de Wanda's.

Nick frunció el ceño, pero Howard se enderezó, encantado.

– Me encantan los filetes de pollo frito de Wanda's.

– Estupendo. Nick, ¿podrías encargar un filete de pollo frito para el señor Howard?

– Con puré de patatas y salsa de carne, no de pimienta. Y me gusta el aderezo italiano para la ensalada. Pero sin mezclar.

– ¿Algo más? -Nick no se molestó en ocultar su impaciencia ni su sarcasmo. Howard volvió a encogerse en la silla.

– No, nada más.

– ¿Y para usted, agente O'Dell? -le lanzó una mirada de desprecio impregnada de frustración.

– Un sandwich de jamón y queso. Creo que ya sabes cómo me gusta -le sonrió, y la complació ver que relajaba la mandíbula y que su mirada se suavizaba.

– Sí, lo sé -era obvio que el recuerdo había reemplazado de inmediato el sarcasmo y la frustración-. Enseguida vuelvo.

Maggie dejó una taza de café humeante delante de Howard; después, caminó a lo largo de la habitación, esperando a que el conserje se relajara. Encendió las luces del techo. Los fluorescentes inundaron de luz la sala y lo hicieron parpadear. Le recordaba a un lagarto con sus parpadeos lentos mientras probaba el café caliente con la lengua larga. Cuando vio que se había olvidado de su presencia, se colocó detrás de él y dijo:

– Sabes dónde está Timmy Hamilton, ¿verdad, Ray?

Dejó de sorber. Enderezó la espalda, dispuesto a defenderse otra vez.

– No, no lo sé. Y tampoco sé qué hacía ese teléfono en mi cajón. No lo había visto nunca.

Maggie rodeó la mesa y se sentó justo delante de él. Los ojos de lagarto trataron de eludir su mirada y, por fin, se posaron en su barbilla. Bajó la vista fugazmente a sus senos, aunque no lo bastante deprisa para impedir que el rubor trepara por su cuello blanco.

– El sheriff Morrelli cree que mataste a Danny Alverez y a Matthew Tanner.

– Yo no he matado a nadie -barbotó.

– ¿Ves? Yo te creo, Ray.

Pareció sorprenderse y la miró a los ojos para ver si era un truco.

– ¿De verdad?

– No creo que hayas matado a esos niños.

– Me alegro, porque no lo he hecho.

– Pero creo que sabes más de lo que nos cuentas. Creo que sabes dónde está Timmy.

No protestó, pero lanzó miradas por toda la habitación: el lagarto buscaba una salida. Sostenía el tazón con las dos manos, y Maggie advirtió que tenía las uñas mordidas, algunas de forma alarmante. Desde luego, no parecían las uñas de una persona obsesionada con la limpieza.

– Si nos lo dices, podremos ayudarte, Ray. Pero si averi-guamos que lo sabías y que no nos lo habías dicho, podrías acabar cumpliendo condena durante mucho tiempo, aunque no hayas matado a esos niños.

El conserje se miró la mano y empezó a morderse y a pelar las pocas uñas que le quedaban.

– ¿Dónde está Timmy, Ray?

– ¡No sé dónde está ningún niño! -gritó, conteniendo la furia con los dientes amarillos apretados-. Y el que use la camioneta algunas veces para cortar leña no significa nada.

Maggie se pasó los dedos por el pelo. La falta de sueño y de comida le provocaba mareos. ¿Habrían perdido toda la tarde? Keller podría haber escondido fácilmente el móvil en la habitación de Howard. Sin embargo, Maggie sospechaba que el conserje estaba al tanto de todo lo que ocurría en la casa parroquial.

– ¿Dónde cortas leña, Ray?

Se la quedó mirando, todavía lamiéndose las uñas. Intentaba adivinar por qué quería saberlo.

– He visto la chimenea de la casa parroquial -prosiguió Maggie-. Debe de consumir una tonelada de leña en invierno, sobre todo, este año que ha llegado tan pronto.

– Cierto. Y al padre Francis le gusta… -se interrumpió y bajó la mirada al suelo-. Que en paz descanse -murmuró a sus pies, y volvió a alzar la vista-. Le gustaba que esa habitación estuviera muy caliente.

– Entonces, ¿adonde vas?

– Al río. La iglesia todavía tiene allí un trozo de tierra en propiedad. Donde está la vieja iglesia de Santa Margarita. Era muy hermosa, pero se está viniendo abajo. Hay muchos olmos y nogales secos, unos cuantos robles y multitud de arces de río. La madera de nogal es la que mejor se quema -se interrumpió y miró por la ventana.

Maggie siguió su mirada vacía. El sol se hundía en el horizonte cubierto de nieve, proyectando un rojo sangriento sobre el manto blanco. Cortar leña le había recordado algo, pero ¿qué?

Sí, Ray Howard sabía mucho más de lo que decía, y ni la amenaza de cárcel ni la promesa del pollo frito de Wanda's lo inducirían a hablar. Iban a tener que dejarlo marchar.

Nick colgó el teléfono y se recostó en el sillón de su despacho para frotarse los ojos y borrar de ellos el enojo. Sabía que Maggie había visto lo ansioso que estaba por golpear algo, quizá incluso a Ray Howard. ¿Cómo hacía ella para permanecer tan serena?

No podía dejar de pensar en Timmy. Era como si le hubieran instalado una bomba de relojería en el pecho, y el tictac cada vez sonaba más deprisa retumbando en sus costillas. Se les estaba agotando el tiempo.

Aaron Harper y Eric Paltrow habían sido asesinados en un intervalo inferior a dos semanas. Matthew Tanner había sido raptado una semana después que Danny Alverez. Sólo habían pasado unos días y Timmy había desaparecido. Algo estaba acelerando al asesino. Si no conseguían atraparlo, ¿volvería a desaparecer durante seis años? Peor aún, ¿se integraría en la comunidad, como había hecho antes? Si no era Howard ni Keller, ¿quién diablos era?

Nick tomó la hoja arrugada de encima de la mesa. La misteriosa hoja con códigos y direcciones que había encontrado en la guantera de la camioneta tenía una extraña lista de la compra escrita en el reverso. Volvió a leer los artículos, tratando de darles una lógica. Manta de lana, queroseno, cerillas, naranjas, Snickers, raviolis, veneno para ratas. Quizá fuera una sencilla lista para una acampada, pero su instinto le decía que se trataba de algo más.

Llamaron a la puerta, y Hal entró sin esperar una invitación. Tenía los hombros encogidos de agotamiento y el pelo pegado a la cabeza de tantas horas sin quitarse el sombrero.

– ¿Qué has averiguado, Hal?

Se dejó caer en la silla del otro lado del escritorio.

– La ampolla vacía que has encontrado en la camioneta contenía éter.

– ¿Éter? ¿De dónde diablos ha salido?

– Seguramente, del hospital. Hablé con el director, y dijo que tenían ampollas parecidas en el depósito de cadáveres. Lo utilizan como una especie de disolvente, pero podría utilizarse para hacer perder el conocimiento a una persona. Con respirarlo un poco, basta.

– ¿Quién podría tener acceso al depósito de cadáveres?

– Cualquiera, la verdad. No cierran la puerta con llave.

– ¿En serio?

– Piénsalo, Nick. Raras veces se usa el depósito de cadáveres y, cuando lo hacen, ¿quién va a husmear por ahí?

– Cuando se está llevando a cabo una investigación criminal, debería estar cerrado con llave para que sólo pudieran entrar personas autorizadas -Nick tomó un bolígrafo y empezó a tamborilear con él sobre la mesa para desahogar su furia. Todavía sentía deseos de golpear algo.

Hal guardó silencio y, cuando Nick lo miró, se preguntó si hasta Hal pensaría que estaba desquiciándose.

– ¿Has encontrado alguna huella en el vial?

– Sólo las tuyas.

– ¿Y las cerillas?

– Bueno, no es un local de striptease. La Dama de Rosa es un pequeño bar barbacoa del centro de Omaha, situado a una manzana de la comisaría de policía. Muchos agentes de policía son clientes del local. Eddie dice que sirven las mejores hamburguesas de la ciudad.

– ¿Eddie?

– Sí, Gillick era policía municipal antes de mudarse aquí. Pensaba que lo sabías. Claro que hace mucho tiempo de eso… seis o siete años.

– No me fío de él -barbotó Nick; y lo lamentó en cuanto vio la cara de Hal.

– ¿De Eddie? ¿Y por qué no ibas a fiarte de Eddie?

– No lo sé. Olvida lo que he dicho.

Hal movió la cabeza y se levantó de la silla. Ya estaba saliendo por la puerta cuando se dio la vuelta, como si hubiera olvidado algo.

– ¿Sabes, Nick? No quiero que te lo tomes a mal, pero hay muchas personas en esta oficina que piensan lo mismo de ti.

– ¿Y qué es lo que piensan? -Nick se enderezó. Dejó de dar golpecitos con el bolígrafo.

– Tienes que reconocer que conseguiste este trabajo gracias a tu padre. ¿Qué experiencia tienes en la defensa de la ley? Oye, Nick, soy tu amigo, y estaré contigo hasta el final. Pero quiero que sepas que algunos de los chicos tienen dudas. Creen que estás dejando que O'Dell dirija el espectáculo.

Ya estaba… la bofetada que había estado esperando durante días. Se pasó una mano por la mandíbula como si pudiera suavizar el dolor.

– Ya lo había imaginado; sobre todo, desde que mi padre dirige su propia investigación.

– Eso es otra cosa. ¿Sabes que tiene a Eddie y a Lloyd localizando a ese tal Mark Rydell?

– ¿Rydell? ¿Quién diablos es Rydell?

– Un amigo o compañero de Jeffreys.

– Dios, ¿es que a nadie le entra en la cabeza? Jeffreys no mató a los tres… -se interrumpió al ver a Christine en el umbral.

– Tranquilo, Nick, no estoy aquí como periodista -vaciló; después, entró. Tenía el pelo alborotado, los ojos rojos, la cara manchada de lágrimas, la trinchera mal abrochada. Estaba hecha unos zorros-. Tengo que hacer algo. Tienes que dejarme ayudar.

– ¿Te apetece un café, Christine? -preguntó Hal.

– Sí, gracias.

Hal miró a Nick a modo de despedida y se marchó.

– Pasa, siéntate -dijo Nick, y tuvo que reprimir el impulso de levantarse y ayudarla a atravesar la habitación. Lo desquiciaba verla así. Era su hermana mayor, él era el que siempre lo hacía todo mal, ella la fuerte. Incluso cuando Bruce se fue. En aquellos momentos, le recordaba a Laura Alverez con su inquietante calma.

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