Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– Corby me ha dado unos días libres, pero con la condición de que el periódico tenga la exclusiva de lo que pase -se quitó la gabardina, la arrojó con descuido sobre una silla y empezó a dar vueltas delante de la mesa, aunque no parecía tener fuerzas ni siquiera para mantenerse en pie-. ¿Has tenido suerte intentando localizar a Bruce? -eludió mirarlo, pero Nick ya sabía que era un tema espinoso que su hermana no tuviera la más remota idea de dónde se encontraba su marido.

– Todavía no, pero puede que se entere de lo de Timmy por la tele y se ponga en contacto con nosotros.

Christine hizo una mueca.

– Tengo que hacer algo, Nick. No puedo quedarme sentada en casa esperando. ¿Qué haces con eso? -señaló la lista de la compra, que había dejado boca abajo, con los extraños códigos a la vista.

– ¿Sabes lo que es?

– Claro, la etiqueta de un fardo.

– ¿El qué?

– La etiqueta de un fardo. Los repartidores reciben una cada día con la prensa. ¿Ves? Señala el número de la ruta, el código de cada repartidor, el número de periódicos que ha de repartir y las paradas de la ruta.

Nick se levantó del sillón y dio la vuelta a la mesa para ponerse a su lado.

– ¿Puedes saber de quién es y de qué día?

– A ver… Es del domingo diecinueve de octubre. El código del repartidor es ALV0436. Por las direcciones que figuran en las paradas parece que… -miró a Nick con los ojos muy abiertos-. Ésta es la ruta de Danny Alverez. Y del domingo en que desapareció. ¿Dónde has encontrado esto, Nick?

Cuando anochecía, anochecía deprisa. A pesar de sus esfuerzos por mantener la calma, la perspectiva de una larga noche a oscuras minaba las defensas de Timmy.

Se había pasado el día tratando de idear la manera de fugarse o, al menos, de enviar una señal de auxilio. Desde luego, no era tan fácil como parecía en las películas, pero lo había ayudado a mantenerse centrado. El desconocido le había llevado tebeos de Flash Gordon y de Superman. Aun equipado con los secretos de aquellos superhéroes, Timmy no podía huir. A fin de cuentas, era un niño pequeño y flaco de diez años. Pero en el campo de fútbol había aprendido a sacar partido de su delgadez, colándose entre los jugadores. Quizá no fuera fuerza lo que necesitaba, sino maña.

Costaba trabajo pensar cuando la oscuridad empezaba a devorar los rincones de la habitación, pero a la lámpara le quedaba muy poco queroseno, así que debía encenderla lo más tarde posible.

Se había pasado el día aguzando el oído para oír voces, perros ladrando o motores de coches, campanas de iglesia o sirenas de emergencia. Aparte del silbido lejano de un tren y del ruido de un reactor al cruzar el cielo, no había oído nada. Tenía la sensación de estar lejos, muy lejos, de nadie que pudiera ayudarlo.

Algo correteó por el suelo, un clic clac de minúsculas uñas sobre la madera. El corazón empezó a latirle con fuerza y los temblores lo sacudieron. Encendió el mechero, pero no podía ver nada. Por fin, cedió. Sin levantarse de la cama, se inclinó hacia la caja de embalaje y encendió la lámpara. Su luz dorada llenó de inmediato la habitación. Debería haber sentido alivio, pero se hizo un ovillo y se arropó, tapándose hasta la barbilla con la manta. Y, por primera vez desde que su padre se había marchado, Timmy cedió a las lágrimas.

Era lista, a pesar de todas esas curvas. Sin duda, un digno adversario. Pero se preguntaba cuánto sabría la agente especial Maggie O'Dell de verdad y cuánto no era más que un juego. No importaba; le gustaban los juegos. Mantenían a raya las palpitaciones.

Nadie se fijó en él mientras recorría los pasillos asépticos. Quienes lo hacían, lo saludaban con la cabeza y seguían avanzando. Aceptaban su presencia allí tan fácilmente como en cualquier rincón de la comunidad. Se mimetizaba a la perfección, aunque a la luz del día también llevaba careta, una que no podía quitarse como si fuera de goma.

Bajó las escaleras. Incluso aquel día olían a amoniaco. Le recordó las veces que había visto a su madre fregando el suelo de la cocina a cuatro patas, a menudo a las dos o a las tres de la madrugada, mientras su padrastro dormía. Sus delicadas manos estaban rojas y ásperas por la presión y la agresión del líquido. ¿Cuántas veces la había observado sin que ella se percatara? Sofocaba sus gemidos y cepillaba el suelo con movimientos frenéticos, como si así pudiera limpiar el desastre que era su vida.

Y allí estaba él, tantos años después, tratando de limpiar su propia vida, restregando las imágenes de su pasado con sus propios rituales secretos. ¿Cuántos asesinatos harían falta para borrar la imagen de ese niño indefenso y lloroso de la infancia?

La puerta se cerró con fuerza a su espalda. Ya había estado allí antes y aquel entorno familiar lo tranquilizaba. En el techo, giraba un ventilador. Aparte de aquel zumbido, reinaba el silencio, un silencio apropiado para aquella tumba provisional.

Se puso los guantes quirúrgicos. ¿En qué cámara estaría? Escogió la número tres y tiró. El chirrido del metal le hizo torcer los labios, pero lo complació ver que había acertado.

La bolsa negra parecía diminuta en la larga cama plateada. Bajó la cremallera despacio, con reverencia, apartándola a los lados del pequeño cuerpo gris. Las incisiones del forense, cortes y rebanadas precisos, le repugnaban, así como las puñaladas que él mismo había infligido. El pobre cuerpecillo de Matthew parecía un plano de carreteras. Matthew, sin embargo, se había ido… a un lugar mucho mejor. Un lugar libre de dolor y de humillación, libre de soledad y abandono. Sí, se había encargado de que el descanso eterno de Matthew fuera apacible. Seguiría siendo un niño inocente durante la eternidad.

Se puso los guantes de goma, desenvolvió el cuchillo filetero y lo dejó a un lado. Necesitaba destruir la única prueba que podía vincularlo a los asesinatos. Qué descuidado había sido. Qué loco y estúpido. Quizá ya fuera demasiado tarde pero, de ser así, Maggie O'Dell ya estaría leyéndole los derechos.

Siguió bajando la cremallera para poder examinar las piernecitas de Matthew. Sí, allí, en el muslo, las dentelladas púrpuras. Resultado de la rabia demoníaca que llevaba dentro. La vergüenza fluyó hacia su estómago, líquida y candente. Abrió las piernas del niño y empuñó el cuchillo.

Oyó un portazo en el pasillo, y se quedó inmóvil. Contuvo el aliento y aguzó el oído. Unas suelas de goma se acercaron por el pasillo y se detuvieron justo delante de la puerta. Vacilaron. Él esperó, sosteniendo el cuchillo con fuerza en la mano. ¿Cómo explicaría aquello? Resultaría extraño; posible, pero extraño.

Cuando ya creía que iban a estallarle los pulmones, el calzado de goma empezó a alejarse con su característico crujido. Esperó a oír las pisadas al final del pasillo, a oír la puerta que se cerraba; después, inspiró hondo.

Sí, se estaba volviendo temerario. Cada vez le costaba más trabajo limpiar su rastro, ahogar a ese odioso demonio que a veces obstaculizaba su misión. Ni siquiera en aquellos momentos, empuñando el cuchillo, era capaz de cortar. Le temblaba la mano, el sudor le caía por la frente hasta los ojos. Pero pronto acabaría.

Pronto, el sherifF Nick Morrelli tendría a su primer sospechoso. Ya se había cerciorado de ello, allanando el terreno y plantando suficientes pruebas y pistas. Se estaba convirtiendo en un experto. Y era tan fácil… como lo había sido con Ronald Jeffreys. Sólo había tenido que introducir varios objetos en el maletero de Jeffreys y hacer una llamada anónima al supersheriff Antonio Morrelli. Pero había sido imprudente incluso entonces al meter los calzoncillos de Eric Paltrow en el coche de Jeffreys.

Siempre se había quedado con los calzoncillos de los niños como souvenir, pero con Eric, se había despistado. No le costó rescatarlos del depósito de cadáveres. Su error, sin embargo, fue introducir los calzoncillos de Eric y no los de Aaron en el maletero de Jeffreys. Curiosamente, nunca había sabido si su torpeza había pasado desapercibida o si el poderoso Antonio Morrelli había optado por pasarla por alto. Pero no volvería a correr el riesgo, no sería temerario. Y no tardaría en poner fin a las palpitaciones, quizá para siempre. Ataría unos cuantos cabos sueltos, salvaría a otro niño perdido y, por fin, sus demonios descansarían.

Sí, salvaría al pobre Timmy. Tantos cardenales… Imaginaba lo que el niño soportaba en manos de aquéllos que afirmaban quererlo. Y le caía bien; pero claro, le habían caído bien todos, los había escogido expresamente para salvarlos. Para apartarlos del mal.

Christine pulsó la tecla de la fotocopiadora y vio la amplia sonrisa de Timmy deslizarse por la ranura y caer a la bandeja. Su hijo detestaría que estuviera usando la fotografía del álbum escolar del año anterior, en la que salía con el cuello de la camisa torcido y el remolino tieso. Era una de las favoritas de Christine. De pronto, la sorprendió lo infantil que parecía en la foto. ¿Podrían reconocerlo? Había cambiado tanto en tan sólo un año…

Programó el número de copias y volvió a darle a la tecla para contemplar cómo las amplias sonrisas salían una detrás de otra y caían a la bandeja. A su espalda, se oía el bullicio de la oficina del sheriff: balbuceos, pisadas, ruido de máquinas. A pesar de la tarea, se sentía aislada, invisible. Se preguntó si Nick le habría encomendado aquello sólo para quitársela de en medio. Según él, cuantas más imágenes salieran a los medios de comunicación y a los establecimientos, más posibilidades habría de refrescarle la memoria a alguien. No era, ni mucho menos, la actitud que había adoptado en el caso de Danny Alverez, pero quizá todos hubieran aprendido una difícil lección. Marcharse en mitad de la entrevista le costaría su provechoso empleo televisivo, pero a Christine no le importaba. Lo único que le importaba era recuperar a su hijo.

Supo que lo tenía detrás. Sintió un frío inquietante, como si le hubieran metido un cubito de hielo por la espalda. Se volvió despacio justo cuando Eddie Gillick apretaba su cuerpo contra ella, inmovilizándola contra la fotocopiadora. Tenía gotas de sudor en el labio, por encima del fino bigote. Estaba jadeando, como si acabara de entrar corriendo. El olor de su aftershave la asaltó con fuerza mientras la miraba de arriba abajo.

– Perdona, Christine, tengo que hacer un par de copias de estas fotografías -las levantó rápidamente, pero al ver que ella apenas las miraba, se las puso delante, pasándolas una detrás de otra. Eran ampliaciones lustrosas de veinte por veinticinco; el acabado brillante realzaba los cortes rojos. Un primer plano de piel levantada, un cuello rajado, y el rostro pálido de Matthew Tanner, con sus ojos vidriosos mirándola fijamente.

48
{"b":"98806","o":1}