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Timmy tragó saliva, asegurándose de que el sabor y la sensación amargos desaparecían de una vez por todas. Todavía le dolía la tripa. Quizá fuera de haberse tomado la chocolatina con el estómago vacío.

– Espero que sí -contestó-. Echo de menos a mi padre. Solíamos irnos de acampada los dos solos. Me dejaba ponerle el cebo al anzuelo, y hablábamos de cosas. Era divertido. Sólo que mi padre cocina fatal.

El padre Keller le sonrió mientras cerraba la bolsa de lona, sin llegar a sacar nada.

– Por fin os encuentro -dijo el abuelo Morrelli, abriendo la puerta del depósito de cadáveres y sobresaltando tanto a Timmy como al padre Keller-. La enfermera Richards creyó ver que el ascensor bajaba hasta aquí. ¿Qué andáis tramando?

Su abuelo les sonreía desde el umbral. Tenía las manos llenas de bolsas, todas ellas con el logotipo amarillo de Subway. Timmy olía a embutido, a vinagre y a cebolla a pesar del olor abrumador de limpiador que se respiraba en aquella habitación.

– El padre Keller estaba recogiendo al padre Francis para su viaje -Timmy lanzó una mirada al rostro del cura y se alegró al ver que seguía sonriendo; después, se volvió hacia su abuelo-. ¿A que este sitio parece sacado de Expediente X ?

Nick redujo el paso al ver el semblante tenso y pálido de Maggie. Le dolía la herida y, cómo no, no se quejaba.

Los viajeros de los viernes habían descendido en bandada sobre el aeropuerto de Eppley. Hombres y mujeres de negocios se apresuraban a volver a sus casas. Turistas de otoño y los que iban a pasar el fin de semana fuera se movían más despacio, arrastrando demasiados trozos de su hogar para alejarse realmente de él.

La señora O'Malley, la cocinera de Santa Margarita, le había dicho a Nick que el vuelo del padre Keller salía a las dos cuarenta y cinco y que iba a acompañar al cuerpo del padre Francis a su lugar de descanso final. Cuando Nick pidió hablar con Ray Howard, la cocinera le dijo que también se había ido.

– A ése no lo he visto desde el desayuno -dijo la mujer-. Siempre está haciendo recados. Dice que son para el padre Keller, pero nunca sé cuándo creerlo. Es muy sigiloso -añadió en un susurro.

Nick intentó pasar por alto los comentarios añadidos. Tenía prisa y no estaba interesado en las paranoias de una anciana de setenta y dos años. Intentó mantenerla centrada en los hechos.

– ¿Dónde van a enterrar al padre Francis?

– En un pueblo de Venezuela.

– ¡En Venezuela! ¡Dios! -la señora O'Malley no debió de oír la exclamación porque, de lo contrario, lo habría regañado por usar el nombre de Dios en vano.

– El padre Francis fue muy feliz allí -le dijo, alegrándose de ser la experta, de tener la atención de Nick-. Fue su primer destino cuando salió del seminario. Una parroquia pequeña de granjeros pobres. No me acuerdo del nombre. Sí, el padre Francis siempre hablaba de aquellos hermosos niños de tez morena, y de cómo algún día confiaba en poder regresar. Lástima que no haya podido ser en otras circunstancias.

– ¿Recuerda si estaba cerca de alguna ciudad importante? -la había interrumpido Nick.

– No, no me acuerdo. Todos esos nombres son tan difíciles de recordar… El padre Keller volverá la semana que viene, ¿no puede esperar hasta entonces?

– No, me temo que no. ¿Sabe el número de vuelo o la compañía?

– No sé si me lo dijo. Puede que la TWA… No, United Airlines. Sale a las dos cuarenta y cinco de Eppley -añadió, como si eso fuera lo único que Nick precisaba saber.

Nick consultó su reloj. Ya casi eran las dos y media. Maggie y él se separaron en los mostradores, enseñando insignias y credenciales para abrirse paso entre las colas y acercarse a las vendedoras. La mujer alta de la TWA se negó a dejarse intimidar por la insignia de un sheriff de condado. Nick lamentaba no tener la influencia de Maggie. En cambio, recurrió a su sonrisa y a los halagos. La expresión rígida de la mujer se fue suavizando, aunque costaba ver el cambio.

– Lo siento, sheriff Morrelli. No puedo revelarle la lista de pasajeros ni darle información sobre los viajeros. Por favor, hay gente esperando.

– Está bien, pero ¿qué me dice de los vuelos? ¿Tienen algún avión que salga para Venezuela dentro de… -volvió a consultar su reloj- diez o quince minutos?

La mujer volvió a mirar la pantalla, tomándose su tiempo a pesar de los suspiros y los ruidos de pies de la cola.

– Tenemos un vuelo a Miami que enlaza con un vuelo internacional a Caracas.

– ¡Estupendo! ¿Cuál es la puerta de embarque?

– La once, pero el vuelo salió a las dos y cuarto.

– ¿Está segura?

– Segurísima. El tiempo es inmejorable y todos los vuelos están saliendo a su hora -miró detrás de él a un hombre bajito de pelo gris que estaba ansioso por entregarle su billete.

– ¿Puede comprobar si había un féretro en ese vuelo? -preguntó Nick, negándose a ceder a pesar del codo que le hundían en la espalda.

– ¿Cómo dice?

– Un féretro, con un cadáver -notaba las miradas que se clavaban en él, repentinamente interesadas-. Lo habrán facturado como equipaje. Estoy seguro de que no voy a violar sus derechos -probó a sonreír. A su espalda, alguien profirió una risita.

A la vendedora no le hizo gracia. Apretó aún más sus delgados labios.

– Sigo sin poder divulgar esa información. Ahora, si hace el favor de echarse a un lado…

– Sabe que puedo pedir una orden judicial y volver esta misma tarde -insistió Nick, dejando atrás la amabilidad. Empezaba a perder la paciencia y se le agotaba el tiempo.

– Buena idea. El siguiente, por favor -dijo la vendedora, y se movió cuando Nick se negó a hacerlo, para poder atender al anciano que estaba detrás de él en la cola. El hombre se abrió paso hasta el mostrador lanzando una mirada de enojo e impaciencia a Nick.

Nick se acercó al mostrador en el que Maggie hablaba con otra vendedora.

– Gracias de todas formas -le dijo a la joven de United Airlines, y lo siguió a un rincón lejos del tránsito de viajeros.

– La TWA tiene un vuelo a Miami que enlaza con otro que va a Caracas -le dijo Nick, esperando ver su reacción.

– Vamos allá. ¿Por qué puerta de embarque? -pero no se movió. Estaba recostada en la pared, como si quisiera recuperar el aliento.

– Salió hace veinte minutos.

– ¿Lo hemos perdido? ¿Estaba Keller a bordo?

– No han querido decírmelo. Puede que necesitemos una orden judicial para averiguarlo. ¿Qué hacemos ahora? ¿Merece la pena ir a Miami, intentar atraparlo antes de que salga el vuelo que va a Caracas? Si consigue huir a Sudamérica, quizá nunca volvamos a encontrarlo. ¿Maggie?

¿Lo estaba escuchando? No era el dolor lo que la distraía. Tenía los ojos clavados en algún punto por encima del hombro de Nick.

– ¿Maggie? -insistió.

– Creo que acabo de encontrar a Ray Howard.

Maggie reconoció la confusión en el rostro de Nick, y notó parte de la suya alojada en algún punto entre la garganta y el pecho. Confusión que rayaba en frustración o quizá, frustración que rayaba en pánico.

– Puede que sólo haya venido a traer al padre Keller al aeropuerto -dijo Nick en voz baja, aunque Howard estaba al otro lado del vestíbulo, demasiado lejos para que pudiera oírlos.

– Yo no suelo llevar equipaje cuando dejo a alguien en el aeropuerto -dijo Maggie. La voluminosa bolsa de lona gris y negra parecía pesada y acentuaba la cojera de Howard. Llevaba sus acostumbrados pantalones marrones bien planchados, camisa blanca y corbata. Una chaqueta de color azul marino sustituía a la de punto.

– Dime otra vez por qué no es un sospechoso -preguntó Nick sin apartar la mirada de Howard.

– La cojera. Tuvo que llevar a los niños en brazos por el bosque. Y Timmy estaba seguro de que el tipo no cojeaba.

Vieron a Howard detenerse a examinar el tablón que anunciaba los vuelos y dirigirse a las escaleras mecánicas.

– No sé, Maggie. Esa bolsa de lona parece muy pesada.

– Cierto -dijo, y echó a andar con paso rápido hacia las escaleras mecánicas, con Nick a su lado.

Howard vaciló en la escalera de bajada hasta poder poner bien el pie antes de montar.

– ¡Señor Howard! -lo llamó Maggie. Howard volvió la cabeza, se aferró a la barandilla y abrió los ojos con sorpresa. En aquella ocasión, un relámpago de pánico destelló en sus ojos de lagarto. Saltó a la escalera mecánica y empezó a correr por los peldaños móviles, abriéndose camino con la bolsa de lona, golpeando y apartando a la gente de su camino.

– Yo iré por la escalera -Nick se alejó hacia la escalera de incendios. Maggie siguió a Howard, sacando el revólver de la funda y sosteniéndolo con el extremo hacia arriba.

– ¡FBI! -gritó, para despejarse el camino.

La velocidad de Howard la sorprendió. Se abrió paso entre la gente, zigzagueando entre carritos de equipaje y saltando por encima de un transportín de mascota olvidado. Empujaba a los viajeros, derribando a una anciana menuda de pelo azulado e irrumpiendo en un grupo de turistas japoneses. No hacía más que mirar a Maggie con la boca abierta y la frente brillante de sudor.

Maggie se estaba acercando, aunque sus propios jadeos la decepcionaban. Optó por no pensar en el fuego que ardía en su costado y que volvía a quemarle el músculo.

Howard se detuvo de improviso, arrebató un carrito de equipaje a una auxiliar de vuelo atónita y se lo arrojó a Maggie. Las maletas salieron despedidas del carro; una de ellas se abrió, y los cosméticos, zapatos, prendas exteriores e interiores se desperdigaron por el suelo. Maggie patinó sobre unas braguitas de encaje, perdió el equilibrio y se cayó en el desorden, aplastando un frasco de maquillaje líquido con la rodilla.

Howard se dirigía al aparcamiento sonriendo y volviendo la cabeza. Ya casi estaba en la puerta, abrazando la bolsa de lona, entorpecido por fin por la cojera. Empujó la puerta justo cuando Nick lo agarraba del cuello de la chaqueta y le daba la vuelta. Howard cayó de rodillas y se cubrió la cabeza con los brazos como si esperara recibir un golpe. Las manos de Nick, sin embargo, no se separaron ni un momento del cuello de su chaqueta.

Maggie se puso en pie a duras penas mientras la auxiliar de vuelo se agachaba para recuperar sus pertenencias. La mirada de Nick reflejaba preocupación por Maggie, aunque seguía sujetando a Howard por el cuello de la chaqueta, inmovilizándolo.

– Estoy bien -le dijo Maggie antes de que se lo preguntara. Pero cuando enfundó el revólver, notó la humedad pegajosa a través de la blusa. Tenía las yemas de los dedos manchadas de sangre cuando sacó la mano.

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