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– No, lo siento. Ése es el problema. Mucho me temo que no va a salir de aquí. ¿Qué le parece su nuevo hogar? -le hizo darse la vuelta para que examinara el agujero con la linterna lápiz mientras el cuchillo le arañaba la piel-. ¿O debería decir su tumba?

El hielo volvió a propagarse por sus venas. Tranquila, necesitaba mantenerse tranquila. Si lograba desechar la imagen de Albert Stucky abriéndole el abdomen… Si lograba hacer que aquel chiflado redujera la presión… Una pequeña sacudida y estaría notando el sabor del metal en la boca.

– Da igual… que se deshaga de mí -dijo despacio-. En la oficina del sheriff saben quién es usted. No tardarán en aparecer.

– Vamos, agente O'Dell, no use faroles conmigo. Sé que le gusta hacer las cosas por su cuenta. Por eso se metió en líos con el señor Stucky, ¿no? Y lo único que tiene de mí es su absurdo perfil psicológico. Imagino lo que dice. Mi madre abusaba de mí cuando era pequeño, ¿verdad? Me convirtió en un marica, así que ahora asesino a niños pequeños -el intento de risa sonó como la carcajada aguda de un maníaco.

– En realidad, no creo que su madre abusara sexualmente de usted -se devanaba los sesos con frenesí para recordar la escueta historia familiar que había encontrado sobre el padre Keller. Sí, su madre lo había criado sola, al igual que las madres de sus víctimas. Pero había muerto cuando Keller era todavía joven… un accidente fatal. ¿Por qué no lograba recordar los detalles? ¿Por qué le costaba tanto trabajo pensar? Era el hedor, la presión del cuchillo, el tacto de su propia sangre-. Creo que lo quería -prosiguió Maggie al ver que él guardaba silencio-.Y que usted la quería a ella. Pero sí que abusaron sexualmente de usted -una contracción nerviosa le indicó que estaba en lo cierto-. Un pariente… quizá un amigo de su madre… No, un padrastro -recordó de repente.

El cuchillo se le escurrió, sólo unos milímetros, pero lo bastante para dejarla respirar. Estaba tranquilo, esperando, escuchando. Maggie tenía su atención. Era su oportunidad.

– No, no es homosexual, pero su padrastro lo hizo dudar de sí mismo, ¿verdad? Le hizo pensar que, tal vez, podía serlo.

El brazo que le rodeaba la cintura se relajó, y Maggie advirtió que empezaba a respirar rápidamente.

– No mata a niños pequeños para divertirse. Intenta sal-varios porque le recuerdan a ese niño asustado y vulnerable de su pasado. Le recuerdan a usted. ¿Cree que, salvándolos a ellos, podría salvarse usted?

El silencio se prolongaba. ¿Habría ido demasiado lejos? Intentó concentrarse en la mano con la que él sostenía el cuchillo. Si le hundía el codo en el pecho, tal vez podría agarrar el cuchillo antes de que la rebanara. Debía mantenerlo distraído. Prosiguió.

– Salva a esos pobres niños del mal, ¿verdad? Infligiendo su propia maldad, los transforma en mártires. Es todo un héroe. Incluso podría decirse que su maldad es perfecta.

El asesino volvió a rodearle con fuerza la cintura y a apretarla contra él. Se había pasado de la raya. El cuchillo ascendió hasta su garganta, en aquella ocasión, a lo largo, de modo que la afilada hoja le presionaba de extremo a extremo la piel. Con un rápido movimiento, podría degollarla.

– Ésa es diarrea mental de psicólogos. No sabe lo que dice -el grave sonido gutural emergía de un lugar profundo de su ser-. Albert Stucky debió destriparla cuando tuvo oportunidad. Ahora, tendré que acabar el trabajo por él. Necesitamos más luz -la arrastró a la entrada del túnel y sacó una lámpara-. Enciéndala -la hizo ponerse de rodillas, manteniendo el cuchillo en su garganta, y le arrojó una caja de cerillas-. Enciéndala para que pueda mirar.

«Quiero que mires», oyó decir Maggie a Albert Stucky, como si estuviera de pie en el rincón en sombras, esperando. «Quiero que veas cómo lo hago».

Maggie tenía la sensación de que sus dedos pertenecían a otra persona. Los tenía insensibles, pero encendió la lámpara al primer intento. El resplandor amarillo llenó el pequeño espacio. Tenía el cuerpo entero entumecido. La sangre había dejado de fluir por sus venas. Su mente estaba paralizada, desconectada del dolor. Reconocía los síntomas; era Albert Stucky por segunda vez. Su cuerpo reaccionaba a aquel terror abrumador dejando de funcionar.

Costaba trabajo respirar el aire viciado e impregnado del olor de carne podrida. Hasta sus pulmones se negaban a funcionar. La hoja del cuchillo seguía presionándole la garganta. Al asesino le temblaba un poco la mano. ¿Sería de enojo o de miedo? ¿Acaso importaba?

– ¿Por qué no gime ni grita? -era enojo.

Maggie no contestó, no podía contestar. Hasta la voz la había abandonado. Pensó en su padre, en aquellos cálidos ojos castaños que le sonreían mientras le ponían la cadenita con la medalla en torno al cuello.

– Te protegerá por dondequiera que vayas. No te la quites nunca, ¿de acuerdo, Maggie, cariño?

«Pero no te protegió a ti, papá», quiso decirle. «Y tampoco protegió a Danny Alverez».

El desconocido la agarró del pelo y tiró para ponerla en pie, sin por ello separar el cuchillo del cuello. Fluyó más sangre entre sus senos.

– ¡Di algo! -le gritó por detrás-. Suplícame. Reza.

– Hazlo de una vez -dijo Maggie por fin, en voz baja y con mucho esfuerzo, teniendo que forzar la voz, los labios, la garganta magullada y herida.

– ¿Qué? -parecía sinceramente sorprendido.

– Hazlo de una vez -logró repetir, en aquella ocasión con más fuerza.

– ¿Maggie? -la voz de Nick resonó en lo alto de la escalera.

El desconocido giró en redondo, sobresaltado, arrastrando a Maggie con él. Como si contemplara la escena desde un rincón, Maggie se vio cerrando la mano en torno a la muñeca del asesino. Logró desasirse justo cuando él retiraba la mano y le daba un tajo. El metal desapareció en su chaqueta, rasgando tela y carne al salir. La empujó con fuerza, lanzándola contra la pared de tierra con un sonoro golpe seco.

Nick bajó corriendo las escaleras con su chorro de luz justo cuando la sombra negra agarraba la lámpara y desaparecía por el agujero. El estante de madera osciló y cayó al suelo.

– ¿Maggie? -la luz la cegaba.

– Por el túnel -lo señaló mientras trataba de ponerse de rodillas. Un latigazo de dolor la hizo sentarse otra vez-. No dejes que se escape.

Nick desapareció por el agujero, dejándola en la oscuridad más absoluta. No necesitaba luz para saber que estaba sangrando. Sus dedos no tardaron en localizar el tajo pegajoso del costado. Se metió la mano en el bolsillo, sacó la cadena con la medalla y frotó la superficie lisa con forma de cruz. En muchos sentidos, el fresco metal le recordaba a la hoja del cuchillo. El bien y el mal… ¿realmente era tan delgada la línea que los separaba? Después, se metió la cadena por la cabeza y en torno al cuello ensangrentado.

Nick intentaba no pensar. Sobre todo, desde que el túnel había empezado a torcerse y a estrecharse, obligándolo a gatear. Ya no podía ver la sombra enmascarada delante de él; las sacudidas de luz de su linterna sólo mostraban oscuridad. Había raíces rotas brotando de la tierra, a veces colgando delante de él, adhiriéndose a su cara como telarañas. Le costaba trabajo respirar. Cuanto más se adentraba en el túnel, menos aire había. Lo poco que quedaba estaba viciado y rancio, le quemaba los pulmones e intensificaba el dolor del pecho.

Notó el pelaje de un animal en la mano. Lanzó la linterna al suelo, falló el tiro y las pilas salieron despedidas. La repentina oscuridad lo sorprendió; el terror estalló en su pecho. Buscó la linterna con frenesí, llenándose los puños de tierra húmeda. Una pila, dos, tres. «Que funcione, por favor». Ni siquiera sabía si podría dar media vuelta en aquel espacio estrecho y curvo, y no se imaginaba gateando hacia atrás hasta el comienzo del túnel.

Enroscó la linterna. Nada. Le dio un golpe, la enroscó mejor, le dio otro golpe. Luz, gracias a Dios. Pero le faltaba el aire. ¿Acaso la oscuridad había consumido todo el oxígeno? Gateó más deprisa. El túnel se estrechaba aún más, haciéndolo arrastrarse con el vientre pegado al suelo. Se impulsó con los codos y los dedos de los pies, como un nadador al avanzar a contracorriente. Nadaba fatal y, en aquellos momentos, tenía la sensación de estar ahogándose, luchando por recobrar aire y tragando la tierra que se desprendía del techo del túnel.

¿Cuántos metros había recorrido? ¿Cuántos metros faltaban por recorrer?. Aparte del ruido de las ratas al corretear, reinaba el silencio. ¿Se estaría enterrando vivo?

¿Cómo podía haber desaparecido la sombra tan deprisa? Y, si aquél era el asesino, ¿a quién había visto Nick perderse entre los árboles?

Aquello era una locura. No sobreviviría, no podía respirar. Tenía la boca seca con el sabor de muerte y podredumbre, y sentía deseos de vomitar. Las paredes se estrechaban aún más, rozándole el cuerpo. Se le desgarraba la ropa, a veces la piel, al rozar salientes de roca o árbol, tal vez incluso huesos.

¿Cuánto faltaría para llegar? ¿Sería una trampa? ¿Se habría saltado un desvío al principio, cuando el túnel parecía enorme y había podido caminar de pie, aunque encorvado? ¿Se le habría pasado por alto otro pasadizo secreto? Eso explicaría que no pudiera ver ni oír al desconocido. ¿Y si aquel túnel no tenía salida y acababa en una pared de tierra?

Cuando ya estaba convencido de que no podría seguir avanzando, la linterna captó una franja blanca por encima de su cabeza. Nieve… taponando el túnel. Con una última oleada de pánico, Nick se abrió paso con las uñas hasta la superficie. De pronto, vio el cielo negro tachonado de estrellas y, a pesar de los kilómetros que creía haber recorrido, se dio cuenta de que ni siquiera había salido del cementerio. Al contrario, se elevaba del suelo como un cadáver entre las tumbas. A menos de un metro de distancia, el ángel negro se cernía por encima de él con un resplandor fantasmal semejante a una sonrisa.

A Christine le dolía el cuello, como siempre que se quedaba dormida en el sofá. Veía ramas atravesando cristal. ¿Acaso la tormenta había lanzado ramas a través de la ventana del salón? Había oído un ruido de algo que se rompía, y había un agujero en el techo. Sí, hasta podía ver estrellas, miles de ellas, suspendidas por encima de su casa.

¿Dónde estaba la colcha de punto de la abuela Morrelli? Necesitaba algo con lo que repeler la corriente de aire y el frío. «Timmy, sube la calefacción, por favor». Chocolate a la taza, prepararía unos tazones de chocolate humeante para los dos. Pero antes, tendría que quitarse el mueble del pecho. ¿Y dónde estaban sus brazos cuando los necesitaba? Tenía uno al lado, ¿por qué no podía moverlo? ¿Se había quedado dormido, como el resto de su cuerpo?

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