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Timmy patinó y aterrizó en un arbusto espinoso. Había oído al desconocido detrás de él, había sentido la luz en la espalda, pero no se atrevía a detenerse ni a volver la cabeza. Seguía aferrándose al trineo, por incómodo que fuera. Estaba jadeando. Las ramas lo retenían y las más pequeñas le arañaban la cara. Se tambaleó, hizo un pequeño baile y evitó la caída. Trataba de guardar silencio, pero los crujidos y chasquidos eran auténticas explosiones en el silencio nocturno. No podía verse los pies en la negrura. Hasta la luna había desaparecido.

Se detuvo para recobrar el aliento, se apoyó en un árbol y advirtió que, con las prisas, no se había puesto el abrigo. No podía respirar; le castañeteaban los dientes y el corazón le estallaba dentro del pecho. Se frotó la cara y descubrió más sangre además de lágrimas.

– Deja de llorar -se regañó. Han Solo nunca lloraba.

Entonces, lo oyó. En el negro silencio, oyó ramas rompiéndose, nieve crujiendo. El ruido provenía de atrás, y cada vez estaba más cerca. ¿Podría esconderse, confiar en que el desconocido pasara de largo? No, el desconocido oiría el fragor de sus latidos.

Corrió peligrosamente, tropezando con tocones y chocando contra la espesura. Una ramita le dio un tortazo y le desgarró la oreja. El dolor hizo brotar lágrimas en sus ojos. De pronto, notó que la tierra desaparecía bajo sus pies. Una pronunciada pendiente lo obligó a agarrarse a una rama, a una roca, a cualquier cosa con tal de no resbalar. Más abajo, vio el destello del agua. No llegaría a tiempo. El bosque era demasiado espeso, la pendiente demasiado inclinada. El desconocido cada vez estaba más cerca.

Divisó un claro a su derecha. Trepó por las piedras que bloqueaban su camino, aferrándose a raíces de árboles con una mano mientras agarraba el trineo con la otra. En realidad, no era un claro, sino un viejo camino de herradura, una senda que se adentraba en el bosque, pero que con el tiempo se había cubierto de ramas espinosas, brazos alienígenas de dedos largos y finos que lo saludaban. Por lo que Timmy podía ver, la senda bajaba hasta el río, con unas cuantas curvas cerradas. Parecía sacado de uno de sus video juegos, largo, peligroso y con montículos en abundancia. La nieve impedía trepar sin resbalar. Era perfecto. Claro que también era una temeridad y una locura. Su madre montaría en cólera si se enteraba.

El crujido que oyó a su espalda lo hizo saltar. Se agazapó en la nieve y en la hierba. Incluso en la oscuridad vio la sombra descolgándose, aferrándose a las piedras, de espaldas a Timmy. Parecía un insecto gigante, con los tentáculos estirados, agarrándose a raíces y a salientes rocosos.

Timmy colocó su trineo naranja en la nieve. Se tumbó con cuidado; la pendiente era muy pronunciada, mucho. Se permitió lanzar una última mirada frenética por encima del hombro. La sombra se acercó un poco más. El desconocido no tardaría en alcanzar las rocas. Timmy colocó el trineo apuntando a la senda y se agazapó hasta quedarse casi tumbado. No tenía elección. Se dio impulso y el trineo se precipitó hacia abajo.

Nick estaba en el borde del bosque, con los nervios alerta. Era imposible ver sólo con una linterna. Las ramas se balanceaban en la brisa fresca; las aves nocturnas se llamaban las unas a las otras. La figura negra había desaparecido. O estaba escondida.

Se acordó del camino de herradura que serpenteaba a través del bosquecillo, no muy lejos de allí, y bajaba hasta el río. Tendría más posibilidades con el Jeep. Regresó corriendo a la iglesia. Cuando enfundó la pistola, reparó en el otro bulto que tenía en la chaqueta: el móvil de Christine. Perfecto, pensó, y lo sacó. Prescindiendo de la radio del Jeep, evitaría que los medios de comunicación se abalanzaran allí como buitres.

Lucy contestó al segundo timbrazo.

– Lucy, soy Nick.

– Nick, ¿se puede saber dónde estás? Me tenías preocupada.

– No tengo tiempo para explicártelo. Voy a necesitar varios hombres y linternas. Creo que acabo de perseguir al asesino hasta el bosque, detrás de la vieja iglesia. Seguramente, ha vuelto a refugiarse en el río.

– ¿Dónde quieres que se reúnan contigo los chicos?

– Junto a la orilla. Hay un viejo camino de grava que se adentra en el bosque. Sale de la carretera de la Vieja Iglesia, pasado el letrero del parque estatal, no muy lejos de donde encontramos a Matthew. ¿Sabes cuál te digo?

– ¿El que da al Claro del Lote?

– ¿El Claro del Lote?

– Bueno, así lo llaman los adolescentes. Hay un claro que da al río, y las parejitas van allí a darse el lote.

– Sí, estoy seguro de que es ahí. Lucy, díselo a Hal. Que decida él quién debe venir, ¿de acuerdo?

– De acuerdo.

Cerró el teléfono. ¿Y si no había visto más que a un vagabundo que había usado la iglesia para resguardarse del frío? Volvería a quedar como un idiota. Al cuerno con cómo quedaba; no le importaba con tal de encontrar a Timmy.

Se detuvo junto a la ventana, apartó con el pie la madera y los cristales y se agazapó para iluminar el agujero. Sí, había una cama, pósters en la pared, una caja con comida. Alguien había estado alojándose allí. La luz hizo destellar una cadena. O alguien había estado encerrado allí. Vio los tebeos, los cromos de béisbol desperdigados y el pequeño abrigo de niño. El abrigo de Timmy. El tictac empezó de nuevo, como una errática danza de guerra, resonando en sus costillas. Sabía que era allí. Allí era donde habían estado secuestrados los niños. Maggie tenía razón.

Entonces, vio la almohada ensangrentada.

Maggie oía pequeñas criaturas correteando por el techo, encima de ella. Le caía tierra en el pelo, pero no se atrevía aalzar la vista. Apartó las telarañas. Algo corrió por su pie; no necesitaba luz para saber que era una rata; podía oírlas en las esquinas, detrás de las paredes de tierra, escapando por sus propios túneles.

El espacio era lo bastante reducido para abarcarlo con unos cuantos movimientos de linterna. Había contado once peldaños, y se encontraba bajo tierra, donde el aire húmedo se hacía más denso a cada paso. El agujero parecía un antiguo refugio contra las tormentas, una extraña comparación considerando que los inquilinos del cementerio ya no necesitaban protegerse de ninguna tormenta. Aparte de una gruesa estantería de madera y la caja de embalaje del rincón, el espacio estaba vacío. Hasta los estantes estaban vacíos, cubiertos de telarañas y heces de ratas. Aunque resultara decepcionante, no había rastro de Timmy ni de ningún túnel. ¿Cómo podía estar tan equivocada? ¿Acaso Stucky también le había desvirtuado el instinto?

Sin embargo, alguien había despejado la nieve de la puerta y había intentado ocultarla con la lona. ¿Había algo allí, una pista, algo que pudiera servir para encontrar a Timmy? Volvió a examinar el espacio, y se detuvo cuando la luz iluminó la caja. Vista de cerca, estaba en buen estado, sin indicios de podredumbre ni de descomposición. No había duda de que no había pasado mucho tiempo en aquel oscuro agujero húmedo. Tenía muy poca tierra en la superficie; hasta la tapa estaba unida con clavos relucientes.

Maggie enfundó el revólver. Intentó abrir la tapa, pero sus dedos no eran lo bastante fuertes para aflojar los clavos. Encontró una barra rota de acero en el rincón y empezó a usarla para destapar la caja. Los clavos chirriaron pero aguantaron. La caja despedía un olor rancio que no tardó en llenar el pequeño espacio. Maggie escupió la linterna que tenía sujeta entre los dientes y dio varios pasos atrás para volver a examinar la caja. ¿Sería lo bastante grande para esconder un cadáver? ¿El cadáver de un niño?

Oyó que algo rozaba la tierra y giró en redondo. Vio algo moviéndose en la negrura, algo más grande que una rata. Cayó de rodillas y recuperó la linterna. Se aferró a la barra de acero y la levantó por encima de la cabeza, dispuesta a golpear. Entonces, contuvo el aliento y escuchó. Todos los sonidos, todos los movimientos, se habían interrumpido. Dirigió la delgada luz a la pared opuesta; el estante de madera estaba inclinado hacia delante, separado de la pared. Maggie vio un agujero lo bastante grande para ser la entrada del famoso túnel.

En la silenciosa negrura, algo se movió detrás de ella. Ya no estaba sola. Alguien permanecía de pie a su espalda, bloqueando los peldaños. Notó su presencia, oyó sus suaves inhalaciones como si estuviera respirando por un tubo. El pánico que Stucky había dejado en ella se liberó solo y le inundó las venas, gélido y veloz. Y justo cuando deslizaba los dedos dentro de la chaqueta, notó la hoja de un cuchillo debajo del mentón.

– Agente Maggie O'Dell, qué agradable sorpresa.

Maggie no reconocía la voz amortiguada que resonaba en su oído. La punta afilada del cuchillo se hincaba en su cuello con una presión firme que la obligaba a inclinar la cabeza hacia atrás y a dejar la garganta expuesta y vulnerable. Notó un reguero de sangre corriéndole por debajo del cuello de la chaqueta.

– ¿Por qué una sorpresa? Pensé que me estaba esperando. Parece saber muchas cosas sobre mí -con cada sílaba, notaba que el cuchillo se hundía cada vez más en su garganta.

– Suelte la barra -la apretó contra él, rodeándola con el brazo que tenía libre y presionando con más fuerza de la necesaria para dejar patente su fuerza.

Ella soltó la barra mientras él deslizaba los dedos dentro de la chaqueta de Maggie. El asesino tomó con cuidado la pistola por la culata, y retiró la mano rápidamente al rozarle el pecho sin querer. Después, arrojó el arma a un rincón oscuro, donde Maggie la oyó chocar contra la caja. Cómo no, el asesino se sentiría mucho más cómodo usando el cuchillo.

Intentó concentrarse en su voz y en su cuerpo. Era fuerte, entre diez y quince centímetros más alto que ella. Por lo demás, iba disfrazado. El roce de la goma en su oído y el sonido apagado de su voz indicaban que llevaba una careta. Hasta tenía las manos camufladas con guantes negros de cuero barato, de los que se vendían a cientos en las tiendas de ocasión.

– No la estaba esperando. Pensé que estaría a salvo en su chalé, con su marido abogado y su madre enferma. ¿Cómo está su madre, por cierto?

– ¿Es que no lo sabe?

Sintió la presión creciente de la hoja. Maggie tomó aire y reprimió el impulso de tragar saliva mientras otro reguero de sangre se deslizaba por su cuello, entre sus senos.

– Eso ha sido una insolencia -la regañó.

– Lo siento -dijo Maggie con cuidado, sin mover la boca ni la barbilla. Podía hacerlo; podía seguirle el juego. Debía mantener la calma, equilibrar aquella lucha-. El mal olor me está mareando. ¿No podríamos hablar de esto fuera?

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