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– A veces, los hombres se descarrían, Christine. Cometen pequeñas indiscreciones. No digo que esté bien, pero no es razón para echarlo de su propia casa.

De modo que era eso. Christine había sospechado su desaprobación, pero hasta aquel momento, ni su padre ni su madre la habían expresado en voz alta. Su padre se regía por la doble moralidad. Siempre lo había sabido, lo había aceptado, había guardado silencio al respecto. Pero se trataba de su propia vida.

– Dudo que fueras tan indulgente si hubiese sido yo quien hubiese tenido la aventura.

– ¿Qué? No digas tonterías.

– No, quiero saberlo. ¿Habrías considerado una pequeña indiscreción que hubiese follado con el mensajero de UPS?

Volvió a hacer una mueca, y Christine se preguntó si sería el lenguaje o la imagen lo que le repugnaba. A fin de cuentas, la hijita de Tony Morrelli no follaba.

– Mira, estás alterada, Christine. ¿Por qué no le digo a uno de mis hombres que te lleve a casa?

No contestó, la ira que le hervía en las entrañas se lo impedía. Se limitó a asentir, y su padre huyó de la habitación.

Pasados unos minutos, la puerta volvió a abrirse, y Eddie Gillick entró en el despacho.

– Tu padre me ha pedido que te lleve a casa.

Menudo idiota estaba hecho, pensó Nick mientras cambiaba de marcha el Jeep y aceleraba para dejar atrás Platte City. Lanzó una mirada a Maggie, que estaba tranquilamente sentada a su lado. No debería haberle dejado ver la debilidad, el terror que se había apoderado de sus entrañas. A pesar de su revelación sobre Stucky, permanecía serena y dueña de sí, contemplando el paisaje en sombras por la ventanilla. ¿Cómo lo hacía? ¿Cómo conseguía dejar a un lado a Albert Stucky y los demás horrores? ¿Cómo se contenía para no hundir el puño en la pared y romper puertas de cristal?

No podía pensar, apenas podía concentrarse en la carretera oscura. El repiqueteo proseguía en su pecho, la bomba de relojería seguía contando los segundos y cada uno podía ser el último de Timmy. Y, en pleno ataque de pánico, o quizá por ello, había estado a punto de pasarse de la raya y decirle a Maggie que la amaba. Menudo idiota estaba hecho. Tal vez no fuera sólo su virilidad y su encanto lo que estaba perdiendo, sino también la cordura.

– Deberías ponerme al corriente -dijo, logrando disimular el pánico-. ¿Por qué vamos a un cementerio en mitad de la noche?

– Sé que tus hombres han ido a ver la Vieja Iglesia, pero ¿qué me dices del túnel?

– ¿El túnel? Creo que se hundió hace años.

– ¿Estás seguro?

– Bueno, no. En realidad, nunca lo he visto. Cuando era pequeño, creíamos que era una invención. Ya sabes, para asustarnos, para evitar que hiciéramos gamberradas por la noche en el cementerio. Había historias sobre cuerpos que se levantaban de sus tumbas y gateaban por el túnel, para regresar a la iglesia y redimir sus almas.

– Parece el lugar perfecto para un asesino que cree en la redención.

– ¿Crees que es ahí donde está ocultando a Timmy? ¿En un agujero en el suelo? -pisó el acelerador, haciendo que Maggie lo mirara con preocupación.

– De momento, no es más que una corazonada -dijo, pero por su tono, Nick dedujo que era mucho más-. A estas alturas, no perdemos nada echando un vistazo. Ray Howard mencionó que va allí a cortar leña. Sabe algo. Puede que viera algo.

– No puedo creer que lo hayas dejado marchar.

– No es el asesino, Nick. Pero creo que podría saber quién es.

– Sigues pensando que es Keller, ¿verdad? -le lanzó una mirada, pero en la oscuridad vio que tenía el rostro vuelto hacia la ventanilla, hacia la negrura.

– Keller podría haber dejado mi móvil en la habitación de Howard muy fácilmente. Ha podido usar la camioneta. Y tiene esos extraños cuadros de mártires torturados, mártires con la señal de la cruz cortada en sus pechos.

– Que tenga mal gusto en arte no quiere decir que sea un asesino. Además, cualquiera podría haber visto los cuadros y haber sacado la idea.

– Keller también conocía a los tres niños.

– A los cinco -la interrumpió Nick-. Lucy y Max pudieron rescatar listas y solicitudes. Eric Paltrow y Aaron Harper asistieron al campamento de la iglesia el verano antes de ser asesinados. Pero eso significa que Ray Howard también los conocía.

Maggie estaba sentada, en silencio, meditando en sus palabras. De pronto, sin venir a cuento, dijo:

– ¿Sabes que Ray Howard y Eddie Gillick son amigos?

Christine sabía que era la rabia lo que le había nublado el juicio temporalmente. De lo contrario, ¿por qué había subido al Chevy oxidado de Eddie Gillick? Hasta su disculpa sobre el lamentable estado del vehículo parecía poco sincera. Sin embargo, allí estaba ella, dando patadas a envases vacíos de McDonald's. Tenía un muelle clavado en la espalda, y el relleno sobresalía por la parte central del asiento delantero. Olía a patatas fritas, a cigarrillos y a ese nauseabundo aftershave.

Eddie se sentó detrás del volante, arrojó el sombrero al asiento de atrás y se miró en el espejo retrovisor. Insertó la llave en el contacto, y el tubo de escape roto hizo vibrar el vehículo.

Christine lamentaba no haberse cambiado de ropa después de la entrevista. A pesar de la larga gabardina, tenía la sensación de que algo le subía por la pierna. Abrió la gabardina para cerciorarse de que no tenía insectos correteando por los muslos. Al pasarse la mano por una pierna, notó la mirada y la sonrisa de Eddie. Se cerró la gabardina y decidió que los bichos eran mejores que los ojos de Eddie.

Eddie encendió el motor, y Christine fue a ponerse el cinturón y vio que estaba cortado. Un minuto después, cuando Eddie pasó de largo la bocacalle de su casa, el pánico la hizo forcejear con el tirador de la puerta, que se rompió con un chasquido. Eddie la miró con el ceño fruncido.

– Relájate, Christine. Tu padre me dijo que te llevara a comer algo.

– No tengo hambre -balbució enseguida, dejando entrever su pánico-. En serio, estoy cansada, nada más -aquello era mejor; no podía hacer ver que no se fiaba de él.

– Puedo freírte un filete que hará que se te haga la boca agua. Tengo un par en la nevera.

«Dios mío, no. Su casa, no».

– Dejémoslo para otra ocasión, Eddie -repuso con la mayor dulzura posible, a pesar de la repulsión-. Estoy muy cansada. ¿Podrías llevarme directamente a casa?

Lo miró por el rabillo del ojo. Eddie desplegó una media sonrisa y volvió a mirarse en el espejo retrovisor.

– Todavía recuerdo lo insinuante que estabas la otra noche, junto al río -le dijo.

Un tremendo error. ¿Cómo podía ser tan estúpida? Y, sin embargo, otras periodistas lo hacían todos los días, ¿no?

– Mira, lo siento mucho, Eddie -«sé sincera; no le dejes ver que estás asustada»-. Era mi primera noticia. Supongo que estaba nerviosa.

– No importa, Christine. Sé que hace más de un año que se fue tu marido. Conmigo no tienes que hacerte la tímida; sé que las mujeres también os ponéis cachondas.

Cielos, aquello no estaba yendo bien. Volvió a sentir mareo mientras veía pasar las casas. Unas cuantas manzanas más y dejarían atrás las farolas; estaban saliendo de la ciudad. El corazón le latía con fuerza. Ya no quería seguir haciéndose la fuerte. Empujó la puerta con el cuerpo, pero no cedió. Le dolía el hombro. Eddie la miró con el ceño fruncido; después, desplegó otra media sonrisa, como si no le importara si ella le seguía el juego o no.

Tenía los ojos negros, a tono con su pelo engominado. Recordó que era de su misma estatura, pero musculoso. A fin de cuentas, había tumbado a Nick con dos puñetazos. Claro que Nick no los había visto venir. Algo le decía que era así como actuaba Eddie, atacando cuando sus víctimas menos se lo esperaban. Como una araña.

– Eddie, por favor -el orgullo no le impedía recurrir a las súplicas-. Mi hijo ha desaparecido. Me encuentro fatal. Por favor, llévame a casa.

– Sé lo que necesitas, Christine. Desconecta de todo un rato. Relájate.

Christine lanzaba miradas por todo el coche. ¿Habría algo que pudiera usar como arma? Al resplandor de las luces del salpicadero, vio un botellín de cerveza de cuello largo rodar por debajo del asiento, en respuesta a sus oraciones.

Eddie estaba conduciendo terriblemente deprisa. Tendría que esperar a que parara, o a que se precipitaran en una zanja llena de nieve, aislados en medio de ninguna parte. ¿Podría contener el pánico hasta entonces? ¿Podría reprimir el grito que trepaba por su garganta?

– No te vendría mal ser amable conmigo, Christine -dijo Eddie despacio-. Si eres amable, hasta podría decirte dónde está Timmy.

Timmy escondió los pies debajo de las mantas y retrocedió al rincón mientras el desconocido daba vueltas delante de la cama. Algo iba mal. El desconocido parecía disgustado. No había dicho nada desde que había entrado en la habitación; había arrojado su chaqueta de esquí sobre la cama y se había puesto a dar vueltas.

Timmy guardaba silencio y lo observaba. Bajo la manta, tiraba y tiraba de la cadena. El desconocido se había olvidado de cerrar la puerta al entrar, pero sólo se veía oscuridad. Una ráfaga de aire introdujo un olor de tierra y de moho.

– ¿Qué le ha pasado a la lámpara? -quiso saber de repente el desconocido. La campana de cristal seguía sobre la caja.

– No… No podía encenderla, así que tuve que quitar la campana. Lo siento, se me olvidó volver a ponerla.

El desconocido levantó la campana y volvió a encajarla sin mirar a Timmy. Cuando se inclinó hacia delante, Timmy vio unos cabellos negros rizados saliendo por debajo de la careta. Richard Nixon. Ése era el presidente muerto al que se parecía la careta. Le había costado tres intentos de recitar los presidentes hasta recordarlo. Pero seguía habiendo algo muy familiar en los ojos azules de Richard Nixon, en la manera de mirarlo, sobre todo, aquella noche. Como si se estuvieran disculpando.

De pronto, el desconocido recogió su chaqueta y se la puso.

– Es hora de irse.

– ¿Adonde? -Timmy intentó reprimir su entusiasmo. ¿Sería posible que el desconocido quisiera llevarlo a casa? Quizá se hubiera percatado de su error. Timmy bajó de la cama manteniendo la cadena detrás de los pies.

– Quítate toda la ropa menos los calzoncillos.

El entusiasmo de Timmy se desvaneció.

– ¿Qué? -se le estaba anudando la voz-. Hace mucho frío fuera.

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